lunes, 25 de junio de 2007

AÑORANZAS Y ALGO MÁS

Siempre es agradable decir algo del pueblo donde vimos la luz primera, máxime cuando la fuerza del tiempo no nos hizo perder ni los recuerdos ni los lazos de la sangre. Por las fuerzas de estos nudos de intimidad me atrevo a escribir estas pobres líneas para el programa de las fiestas de septiembre de 1969.
A todos nos gusta hablar de nuestro pueblo; virtud muy española que se troca en vicio también muy español porque ponemos el lugar por encima del universo, sin acordarnos de que para subir al espacio celeste se necesita técnica, organización y voluntad de trabajo, tres cosas que hemos abandonado o no hemos aprendido en nuestras tierras. Pero ¿quién no se olvida del vicio en estos momentos, si a la postre no vamos a hacer daño? Esperemos que al final hayamos construido algo en orden al presente y futuro alcalaíno, que es lo que debe importarnos al coger la pluma.
La feria de septiembre de Alcalá ha tenido y tiene siempre un atractivo singular porque remata, porque tropieza al final, (¡bendito tropiezo!), con la Romería al Santuario de la Virgen más bonita que un imaginero pudo hacer. Si la feria de mayo era la importante por su mercado, (digo era porque se fue con la desaparición de estos mercados que no tenían nada que hacer ante otros más importantes, fijos de por sí, y en sitios estratégicos, y por la evolución del campo), la feria septembrina es la alcalaína, la más nuestra, porque en ella se festeja a su patrona a la que tanta lata damos los alcalaínos al cabo del año. La más nuestra porque en estos días todos los nativos repartidos a lo largo y ancho de la Patria están presentes, en alma o cuerpo, para decirle a la Señora que en todo tiempo nos atendió: “Ahora nos toca a nosotros, tus hijos, darte gracias como aquí sabemos, rezando por medio del cante y la alegría; y este polvo que tragamos y este levante que nos azota nos sirve de acicate para unirnos a tu lado cuando paseas como lo hace una madre invitada por sus hijos. Nosotros sabemos que tú eres una mujer a la antigua usanza, pero hoy te vienes a dar una vuelta porque queremos verte entre nosotros apretujada de abrazos y lágrimas por tanto bien como nos hiciste, por tantos seres queridos como hoy tienes contigo...”. Por eso nosotros comprendemos que la feria de septiembre es la nuestra de veras.
Por los avatares de la vida, el que suscribe hace muchos años que no va a su feria. De año en año acudo al pueblo para gozar de familiares y amigos, pero desde este rincón extremeño recuerdo muy a diario mi niñez y juventud y me preocupa Alcalá.
El problema que tienen planteado muchos pueblos al estilo del nuestro es muy singular. Alcalá, por lo que sea, no ocupa un puesto muy interesante en el ámbito provincial. Desde luego el primordial motivo es que Alcalá ha sido y es un lugar rodeado por un término municipal cuyo campo no ha dado de sí toda su riqueza, en este caso ganadera, como muy bien exponía un articulista en “ABC” de Sevilla el pasado año. En el plano industrial, el corcho pudo ser una buena coyuntura para la vivencia de familias de la localidad, lo que tampoco se ha logrado. El turismo, según como se impulse, pude servirle de ayuda. La Ruta del Toro fue un preludio para la atracción turística al contar el término con ganado de lidia, pero esa Ruta está falta de una placita de todos que redundaría en beneficio de todos. En este aspecto, otra variante a tener en cuenta sería la unión de la mencionada ruta con la Promoción Turística de los pueblos serranos de la provincia. Para ello es imprescindible arreglar esa hermosa carretera que faldea el Picacho.
Por su situación, el conjunto urbano es muy atrayente. Gracias a la labor municipal, sus calles están asfaltadas o adoquinadas en casi la totalidad. Falla Alcalá en este orden en el cuidado de la parte artística más interesante, es decir, del casco antiguo, que se halla bastante abandonado, comenzando por la Parroquia de San Jorge y terminando por sus alrededores y alguna que otra fachada y muros dignos de mejor suerte. Un buen museo se puede hacer con todo lo que hay en la Parroquia de valor artístico; la Plaza Alta necesita un piso a tono; el Ayuntamiento viejo también pide a gritos su remozamiento; etc...
En el aspecto cultural no andamos holgados de estudios serios sobre el pasado alcalaíno que es muy interesante.
Con todas estas cosas no pensemos en un turismo de altura, pero sí digno y al alcance de nuestras posibilidades.
Alcalá se ha quedado fuera del Campo de Gibraltar, al que está unido por la Geografía y otros aspectos, no percibiendo, por tanto, del progreso que con toda justicia recibe actualmente esta zona de la provincia.
Vemos, pues, que hay facetas de Alcalá que no han sido atendidas como se merecen y que darían un impulso al pueblo hacia un futuro esperanzador, dejando el adormecimiento en que parece hallarse. Los pueblos son y serán lo que nosotros queramos, pues si bien la mano del Estado es poderosa, si en nosotros no existe el afán de iniciativa, de trabajo, de preocupación y de unión; si no estamos organizados, por mucho que la ayuda estatal apoye, no se conseguirá nada.
Alcalá es digno de mejor suerte. Es un viejo lugar cuyos cimientos nacieron hace miles de años. Sus muros conocieron a árabes y cristianos, a españoles y franceses. Entre sus muros vivieron nuestros mayores. Nuestros pies hollaron sus calles milenarias. Su aire conoció nuestro aliento lleno de ilusiones... Es un viejo lugar pero lleno de savia joven que florece cada primavera. Luego Alcalá no puede morir achacoso y sepultado sin pena ni gloria.
En nuestras manos están su pasado, su presente y su futuro. Si no se ha emprendido la tarea de su rescate, quedamos empeñados en hacerla desde ahora. Si así lo hacemos, abogados vamos a tener en el cielo. Se llaman María y Jorge, ¡ahí es nada!


Carlos Cordero Barroso

miércoles, 20 de junio de 2007

Una aproximación a la emigración andaluza y alcalaína.


Dolça Catalunya,
pàtria del meu cor,
quan de tu s’allunya
d’enyorança es mor

Dulce Cataluña
patria de mi corazón
cuando de ti me alejo
de añoranza me muero

El Emigrante. Jacinto Verdaguer



Emigración y así lo refleja el DRAE, se define como el desplazamiento desde el lugar de origen a otro lugar para establecerse en él. También, como el conjunto de habitantes de un país, que traslada su domicilio a otro por tiempo ilimitado “y en el mejor de los casos” temporalmente.
La emigración puede ser “voluntaria” por motivos económicos ó forzosa, por motivos políticos ó ideológicos, en cuyo caso hablaremos de destierro ó exilio. No es el exilio el asunto a tratar en este texto, aunque al estar muy relacionado con la emigración en cuanto a sus idénticos efectos de desarraigo y melancolía, me gustaría señalar que a lo largo de la historia de la humanidad han sido muy comunes los casos de destierro y exilio, forzados por la ortodoxia e intolerancia del momento.
En España y desde el hombre de Orce hasta nuestros días, han existido también múltiples exilios, pero ciñéndome a épocas recientes, más documentadas de nuestra historia y a partir de la Edad Media, citaré en primer lugar el de ciudadanos cordobeses andalusíes, hacia Fez y Alejandría en el siglo IX como consecuencia de la rebelión contra el emir Al-Hakam I, posteriormente el exilio de musulmanes andaluces ante la intransigencia religiosa y política de almorávides y almohades, tal como ocurrió con el rey Al Mutamid de Sevilla. Tras la Reconquista cristiana, seguimos, con el edicto de expulsión de los judíos en 1492, la expulsión de los moriscos en 1609 y ya en la Edad Contemporánea, con el exilio a Francia e Inglaterra de liberales e ilustrados españoles, especialmente en la década ominosa, durante el reinado de Fernando VII.
En el siglo XX, recordar de nuestra historia reciente y por especialmente trágica, la diáspora de españoles provocada por nuestra guerra incivil, que además de la fractura social que originó, supuso para nuestro país un despilfarro irrecuperable, de inteligencia, cultura y conocimiento. Por último y en nuestra época, citar también la emigración forzada de residentes en el país Vasco por razones de seguridad personal.
Ciñéndome a la Edad Contemporánea y a la emigración por razones económicas, ya en el siglo XIX la mayor parte de los españoles emigraba a América. Era una constante desde su descubrimiento, aunque este flujo se detuvo durante los años de las guerras de independencia americanas. Una vez consolidados los nuevos estados, la emigración a América se reanudó con más intensidad que nunca. Los principales países receptores fueron Argentina, México, Brasil y Cuba. Era una emigración a países nuevos, donde todo estaba por hacer y donde las oportunidades para hacer negocios eran muy grandes.
La emigración a América se extendió desde 1846 hasta 1932, cuando por la crisis económica de 1929, los países americanos cambiaron su política. Tras la segunda guerra mundial se restablece esta emigración.
En algunas épocas también hubo cierta emigración, a países como Marruecos, Argelia, Guinea, el Sahara y Australia.

Al menos desde 1830 y hasta la actualidad, sigue dándose la llamada emigración golondrina a Francia. La emigración golondrina tiene un carácter temporal, se emigra todos los años para las campañas agrícolas y se regresa una vez terminadas.
A partir de la segunda década del siglo XX, se inicia y se hace frecuente la emigración interior, primero como éxodo rural del campo a las ciudades y luego a las zonas más industrializadas como Madrid, Cataluña, el País Vasco o Asturias, proceso que se paraliza a raíz de la guerra civil.
La segunda guerra mundial hace detener los flujos migratorios, salvo algunos pocos españoles que viajan hasta Alemania para trabajar allí en plena guerra mundial. Tras el fin de la segunda guerra mundial, el régimen franquista con su política autárquica trata de impedir la emigración, pero dada la situación económica española tan deficiente y la necesidad tan grande de mano de obra que requiere Europa, todo queda en demagogia nacionalista. En una España pobre, atrasada y sin recursos, la emigración y la partida a Europa se hace imprescindible y masiva, sobre todo a Francia, Suiza y Alemania. El exceso de fuerza de trabajo en España es el que le falta a Europa, que para su reconstrucción cuenta con el Plan de Recuperación Europeo ó Plan Marshall. Los contingentes españoles a Europa tanto legales como ilegales son masivos. A diferencia de épocas anteriores, la emigración americana es muy escasa, ya que estos países exigen inmigrantes cualificados. Los trabajadores que emigran a Europa son braceros, campesinos sin tierra con escasa cualificación y mayoritariamente originarios de Andalucía, Extremadura, Galicia, Murcia y Castilla La Mancha.
Aunque la emigración andaluza es similar a la del resto de España, iniciándose en el siglo XVI y XVII y teniendo como destino países como Argentina, Chile, Méjico y Perú, es a partir de 1.950 cuando adopta un carácter masivo que lo configura como un autentico éxodo.
Por una parte, el crecimiento demográfico, la quiebra de la sociedad agrícola tradicional, la inestabilidad y la precariedad de una agricultura marcada por monocultivos como el olivar, los cereales, la vid, el corcho y el aprovechamiento forestal, en los que durante meses no requiere mano de obra y por otra, los inicios de la industrialización en Cataluña y el País Vasco junto con la apertura de fronteras para satisfacer las demandas de mano de obra del Mercado Común Europeo, son principalmente las causas de que los movimientos migratorios andaluces constituyan uno de los acontecimientos de mayor relevancia en la historia de Andalucía en la segunda mitad del siglo XX.
La cifra de personas que se vieron obligadas a salir de nuestra tierra y a sufrir nostalgia y desarraigo es sobrecogedora. A falta de estudios más detallados a nivel provincial y local, se estima que entre los años 1.960 y 1.973 emigraron 800.000 andaluces a Cataluña, 250.000 a Madrid, 171.000 a Valencia, 50.000 al País Vasco, 50.000 a Baleares, 600.000 a Francia, 300.000 a Suiza, y 200.000 a Alemania. Una despoblación sin precedente histórico, de cerca de 2.500.000 personas.
Los andaluces que tuvieron que dejar nuestra Comunidad, se enfrentaron a unas costumbres, formas de vida y culturas diferentes, especialmente los que tuvieron que salir al extranjero. En muchos casos a estas dificultades había que añadir la convivencia en guetos urbanos y las barreras lingüísticas que incrementaban la sensación de aislamiento. En muchos lugares y para dar respuesta a esta situación e invocando al instinto gregario, se crean centros culturales tales como Casas de Andalucía, Peñas flamencas, Hermandades, etc., que se constituyen en instrumentos para fortalecer las señas de identidad y mantener vivos los vínculos con Andalucía. Estos centros se convierten en puntos de encuentro a donde acudir tras la jornada laboral y los fines de semana y en espacios de mutuo apoyo, solidaridad y comunicación interpersonal.
Durante esta misma etapa los habitantes de Alcalá también vivieron su experiencia y sus propias odiseas personales y aunque los lugares de destino de los emigrantes alcalaínos, fueron prácticamente los mismos que los del resto de Andalucía, también existió una emigración importante y mucho menos dramática, hacia Cádiz capital, Jerez y el Campo de Gibraltar.
No conozco ningún estudio específico, sobre flujos de población de la provincia de Cádiz y de Alcalá en particular. El Instituto de Estadística de Andalucía (IEA), mantiene una línea de investigación con el Plan Estadístico de Andalucía 2003-2006, cuyo objetivo es tener un conocimiento detallado de la evolución histórica de Andalucía en todas sus vertientes mediante una recuperación exhaustiva de la información estadística. Dentro de este plan se encuentra la actividad "Estadísticas históricas sobre población en Andalucía", cuyo objetivo es continuar la labor de recuperación y análisis, de fuentes estadísticas demográficas.
Personalmente y a través del IEA, he recopilado la información demográfica correspondiente a Alcalá y que abarca, desde el censo del Conde de Floridablanca en el año 1.787, hasta el 2.001. A la vista de los datos que se reflejan, se constata que en los dos decenios que transcurren desde 1.960 a 1.981, Alcalá sufre el drama de la despoblación de 5.469 de sus habitantes, prácticamente la mitad del censo, cantidad a la que habría que sumar la descendencia posterior de esos emigrados.
Como síntoma y reflejo de ese fenómeno migratorio de la población de Alcalá, transcribo parte del poema de Rafael Alberti, Saludo de Juan Panadero a Alcalá de los Gazules, del libro Nuevas coplas de Juan Panadero (1976-1979).

A Alcalá de los Gazules, la del precioso nombre, alta maravilla torreada:
Andaluza gaditana
gloria del campo que está
desangrándose en sus hijos
que se mueren ó se van
lejos a tierra extranjera
para poder trabajar

Estadística de población de Alcalá de los Gazules
Fuentes: Instituto Nacional de Estadística. INE e Instituto de Estadística de Andalucía. IEA

El estudio de la emigración andaluza, como la de todo movimiento social, se caracteriza por el análisis histórico, económico y social de la época, con una perspectiva amplia e intensiva en el tratamiento y utilización de datos, estadísticas y documentos. Asimismo y bajo todo ese cúmulo de referencias fluye, lo que Unamuno calificaba como intrahistoria; experiencias individuales y colectivas, que también contribuyen a hacer historia, no de una manera tan objetiva, pero sí que proporciona al estudioso una percepción más cercana a los sentimientos y emociones de los protagonistas.
Como muestra, transcribo a continuación, una pequeña historia de emigración a Cataluña, mezcla de ficción y realidad y contada en primera persona. Una más, entre la de miles de andaluces que tuvieron que emigrar en los años 60.

Recuerdos de una época bisoña

A tu tierra grulla, aunque sea con una pata. Refranero popular

Mis recuerdos de la partida hacia Cataluña, se remontan allá por los primeros días del mes de Octubre del año 65, a la edad de 11 años y todavía con la resaca del final de la Feria y de la Romería de la Virgen de los Santos. Una mañana, nos embarcamos en la furgoneta de Gago, uno de los muchos alcalaínos, modernos cosarios de la época, que se especializaron en transportar a paisanos y enseres a cualquier punto de la geografía española.
Recuerdo vagamente la sensación vivida aquella mañana, como una mezcla de alegría contenida por la emoción del viaje y de una gran tristeza por lo que abandonaba. Un sexto sentido me decía que aquella aventura iba a ser prácticamente irreversible.
Bolsas, maletas, ropa, bocadillos, en un revoltijo de bultos y gente, ya que sumábamos un total de 8 personas incluido el conductor. Del viaje apenas me queda algún recuerdo, salvo que paramos en Zaragoza para que el taxista hiciera alguna gestión.
La llegada a Cataluña y particularmente a un pueblecito de Lérida, situado en el Pirineo entre montañas de 2.000 metros de altura, fue para mí y creo que para toda mi familia, una frustración, ya que salíamos de Alcalá entonces, con una población de unos 11.000 habitantes, para trasladarnos a vivir a una aldea de montaña de 200 habitantes, donde las vacas circulaban por las calles y en donde hacía un frío de muerte. Aquello parecía y era, un campamento minero y nunca mejor dicho, pues se estaba perforando entonces, bajo la montaña, el túnel, que debía abastecer de energía hidráulica, la central hidroeléctrica de Llavorsí.
Todo ó casi todo me resultó extraño, el pueblo, la gente, los nombres, los topónimos de las aldeas cercanas, con denominaciones como Surri, Lladorre, Esterri, Tabescán, Cassibrós, Ainet, Estaón, lugares donde no vivirían más de un centenar de personas, siendo los niveles de población muy distintos al de los municipios de nuestra provincia. Hoy y con una visión más aséptica y objetiva, lo considero un paisaje único de pueblecitos preciosos desperdigados por el valle, rodeados de montañas de una belleza majestuosa y con un notable patrimonio de arquitectura románica, pero en aquella época y con el estado de ánimo con que llegaba, percibí el lugar y el paisaje como el más horrendo de la tierra.
En una única escuela, de una sola clase y un solo maestro, se impartían todos los cursos de primaria. Allí en el invierno del 65 y al calorcito de la estufa de leña que teníamos en clase, me estuve preparando para el examen de bachillerato.
Hasta que empezamos a conocernos y a hacer amigos, los niños catalanes nos llamaban castellanos y charnegos y nosotros a ellos vaqueros y catalufos. Curiosamente (el desconocimiento del otro y la incultura lo hacen posible) mucha gente creía, que todos los andaluces escribíamos tal y como hablábamos, es decir sustituyendo la z por la s y comiéndonos las terminaciones de las palabras, sin conocimiento de la gramática castellana.
En el pueblo y aunque sólo estuvimos un año, hice estupendos amigos, niños como yo y algún que otro adulto. Recuerdo con mucho afecto, a Laura y especialmente a su marido Juan, un hombre de campo, “un pagés” en la terminología catalana, buenísima persona, que me enseñó a moverme por aquellos montes, a pescar truchas con la mano en las heladas aguas del Noguera Palleresa y a una práctica muy común en Cataluña, que es a coger setas y rebollones en el bosque.
De allí y un año después nos desplazamos a Mataró, ciudad de Barcelona, donde la llegada fue más optimista y esperanzadora. Toda la familia, deseaba salir de aquel pueblecito ilerdense y llegar a otro lugar en el que pudiésemos tener mas posibilidades de mejora. En la antigua ciudad romana de Iluro, a la que considero mi segunda patria, estuve residiendo durante bastantes años. Allí crecí, estudié, hice muy buenos amigos, trabajé y maduré física y mentalmente.
Fue Max Aub quien dijo, más ó menos, que uno es de donde ha estudiado el bachillerato, aunque contradiciendo el aforismo de este magnífico escritor valenciano, siempre me he considerado alcalaíno y gaditano. También puede ser, ¿porqué no? una excepción a esa regla.
De todos esos años en Cataluña y con relación a Alcalá, lo que tengo más fresco en la memoria es la correspondencia de mi madre, con mi abuela y mis tías; hilo conductor de comunicación y de relación casi física entre las partes. En esas cartas, que eran continuas y se contestaban a vuelta de correo, ellas nos contaban las novedades y las pequeñas noticias que pasaban en el pueblo y nosotros a su vez, le explicábamos lo extraña que nos parecía aquella tierra, su idioma y sus gentes y las ganas que teníamos de verlas y de volver por Alcalá. Lo que más celebrábamos, eran los paquetes que de vez en cuando nos enviaban, en los que recibíamos bizcocho y piñonate casero y morcilla y chorizo de Currito Japón. También nosotros enviábamos butifarra catalana y alguna que otra cosa autóctona, en un intercambio culinario-cultural.
El año se nos iba, contando los días que nos faltaban para las vacaciones de verano. Ahorrando lo que se podía, llegaba el mes de Julio y comprábamos los billetes de segunda clase, de ida y vuelta, en el tren que hacia el trayecto de Barcelona a Sevilla, que aquí en Andalucía le llamaban el catalán y allí en Cataluña, el sevillano (lo mismo que a nosotros, catalanes aquí y andaluces allí, en una dualidad descorazonadora). El tren era un expreso muy “veloz” que hacia el recorrido de Barcelona a Sevilla, en unas 24-27 horas.
Cogíamos el tren en la estación de Francia de Barcelona, entre un guirigay de gente, de bultos y de maletas y con la desconfianza que dan las estaciones de las grandes ciudades, por miedo a los amigos de lo ajeno. El viaje era largo e incómodo, en asientos de skay y con muchísimo calor, pues el aire acondicionado del tren era manual y se ponía en marcha abriendo las ventanas ó sacando un abanico. En esos viajes, siempre me pareció un secreto profundo e insondable y nunca se me ocurrió preguntar a Renfe, porqué el agua de los servicios del tren se acababa en las tres primeras horas de trayecto, pero en fin, como entonces estaba muy mal visto hacer reclamaciones, me quedé con las ganas de saberlo. En aquella época éramos todos tan educados, que no protestábamos ni por la ineficacia de los servicios públicos, ni por casi nada.
En el tren comíamos bocadillos de tortilla y de filete empanado, bebíamos agua, zumo y refrescos y en los compartimentos y pasillos se creaba y se establecía, una mezcla de compañerismo, de olor a compañerismo y de solidaridad, que se extendía entre todos los viajeros.
Llegábamos cansados a Sevilla, después de veintitantas horas de viaje, con la cara y el cuerpo, como si la máquina del tren hubiese estado alimentada con carbón y no con fuel-oil. El aspecto que teníamos cuando bajábamos al arcén, era muy parecido al de los viajeros del Transiberiano, que vemos en la película Doctor Zhivago.
Allí en la antigua estación de Córdoba, en la Plaza de Armas, nos esperaba un taxi, en el que cargábamos los bultos y las maletas y emprendíamos la última etapa del viaje. En el trayecto de Sevilla a Alcalá, que duraba unas tres horas, el entusiasmo era inversamente proporcional a la distancia que faltaba por recorrer; a menos kilómetros para llegar, más alegría. Una vez pasado el cruce del Santuario y al enfilar la cuesta del puerto Levante, saltábamos nerviosos dentro del coche cuando veíamos recortarse en el parabrisas la majestuosa y preciosa vista de Alcalá. Que satisfacción y que alegría, cuando llegábamos y abrazábamos a la familia, a los amigos, a los vecinos y a cualquier conocido que pasara por allí. Con decir, que si la estancia en Alcalá era de 20 días, estábamos los primeros 10 días saludando por la llegada y los 10 últimos, despidiéndonos por la partida.
Y por la noche, bajar al Paseo de la carretera, a saludar, a charlar y a pasear de arriba a abajo, echando muchos ratos en las terrazas del Bar la Playa, Pizarro ó Juan Romero, riéndonos, contándonos historias de adolescentes y “arreglando el mundo”, en compañía de gente muy querida y entrañable, a los que admiraba y envidiaba, porque ellos si podían seguir viviendo en Alcalá.
Tengo para siempre en el recuerdo a muchos amigos de hoy y de aquellos años; a las dos Inmaculadas, a Santo, Inés, Dorita, Elena, Pepe, Paco, Antonio, Alfonso, Luis, Claudio, Juan José, Carlos, Curro, José Antonio y muchísimos más.
Daba gusto acostarse tarde, de madrugada y que ratos tan placenteros, cuando al venir de recogida de la carretera, subía por Río Verde y paraba en la tertulia nocturna que montaban en un banco de la Alameda, mi hermano Rafa y Jesús Cuesta, en donde hablábamos de lo divino y de lo humano, de pintura, de toros, de música, de niñas, de ferias, de andanzas pasadas y de habladurías de pueblo. Que calurosas noches de verano agosteño, tan maravillosas, en la azotea de la calle Los Pozos, admirando el cielo limpio y estrellado y oyendo de madrugada el ladrido de los perros y el rebuzno de los borricos.
Y al día siguiente levantarse tarde, con indolencia, desayunar y salir a dar un paseo ó ir a la piscina del Hotel y después de comer......., la siesta ó mejor, la lectura en el patio, sentado en la mecedora de mi abuela Francisca, con el toldo echado, bajo la montera de cristal para aislarse del calor, rodeado de plantas y flores. Allí escudriñaba y me peleaba con ejemplares de Ruedo Ibérico, de Lee y Discute y de la entrañable y clásica serie de bolsillo Austral, con la que varias generaciones de jóvenes descubrimos casi toda la literatura. Todavía escucho a mi tía llamándome desde arriba: “Niño acuéstate y deja ya de leer.............” y yo: “Ya voy tita, ya voy........” Que tardes tan interminables, excepcionales e irrepetibles.
Recuerdo también, jornadas de cachondeo-musicales, con un montón de gente, en casa de un amigo de la época y entonces incipiente poeta alcalaíno, (perdido para la literatura y seducido por la política) escuchando en un pick-up a Jorge Cafrune, a Henry Manzini y la sublime Moon River, a J.M.Serrat, Pablo Guerrero, Víctor Jara, Leonard Cohen y Alberto Cortez.
Y en la piscina y para complementar nuestra cultura musical-cantautora-comprometida de la época, nos deleitábamos con canciones de Los Chunguitos, Peret, Formula V, Los Diablos y Karina y las múltiples canciones horteras del verano, mezclando en nuestra sesera como un cóctel explosivo, La honra de una mocita se pierde y no vuelve más....... con A desalambrar, a desalambrar, que la tierra es nuestra, tuya y de aquel...... Un rayo de sol, oh, oh, oh........Tiene que llover a cantaros..... Borriquito como tú, tururu...... Ara que tinc vint anys...... y Te recuerdo Amanda...........
Todo un bagaje de cultura musical, que también nos ampliaba nuestro ínclito amigo Jhonny Melo, alcalaíno de pro y emigrado como yo en Cataluña, que nos tenía al tanto de las ultimas novedades musicales, de grupos más modernos y rockeros, como los Beatles, los Rollings y otros menos conocidos.
Y de pronto, como despertando de un sueño feliz, me veía angustiado contando los días, las horas y los minutos que nos quedaban y en un soplo, la despedida, los lloros y la vuelta de nuevo a Sevilla, con toda la familia, apesadumbrados e iracundos a coger el Catalán, que nos dejaba otra vez en Barcelona.
Que cortas se hacían las vacaciones y que largo se presentaba el año hasta la vuelta. Cuanta melancolía y tristeza por lo que se acababa y el consejo guasón de mi primo Pedro, para darnos ánimos: “Dormir de prisa para que pase pronto el tiempo y podáis venir de nuevo”.

Tomás Acedo Alberto
Alcalá de los Gazules, Septiembre de 2004

"Estación de Córdoba” en la Plaza de Armas de Sevilla

sábado, 16 de junio de 2007

LA VEREDILLA Y EL LEJÍO. PAISAJE Y PAISANAJE

Con mi afectuoso recuerdo para Alfonso y Tato, que se han marchado hacia el Lejío y nos han dejado a todos con un profundo sentimiento de pérdida.

Manifiesta en su extensa obra nuestro filósofo Ortega y Gasset, así como una notable escuela de psicología, que una parte muy importante de nosotros mismos es fruto de las circunstancias y de nuestras experiencias vitales. De todas esas vivencias y circunstancias que conforman y modelan nuestro carácter también forman parte nuestro lugar de nacimiento, los paisajes, el entorno, su arquitectura, las sensaciones vividas y los olores de nuestra infancia que fijan secuencias de imágenes en la memoria.
Si repasamos los diversos escritos y autobiografías de los muchos emigrados y exiliados de nuestro país, todos reflejan en sus memorias un común denominador en la añoranza y en el recuerdo de España y especialmente en la recreación y en la nostalgia de los lugares donde nacieron y vivieron.
Sublimando el desarraigo en sus países de acogida, evocan en sus relatos un sinfín de personajes, calles, lugares y ambientes comunes y que como Claudio Sánchez-Albornoz expresan su angustia cuando recuerdan su tierra natal: De Ávila vengo y a ella iré un día, vivo o muerto, porque quiero dormir el sueño último junto a una vieja encina, bajo el alto cielo de Castilla. También nuestro Antonio Machado en su última poesía recuerda la Sevilla de su niñez: Estos días azules y este sol de la infancia.
Para muchas amigas y amigos de mi generación, la Veredilla y sus alrededores, testigo de voces, juegos y peleas, representan el recuerdo de una época y de tiempos mágicos de nuestra vida muy arraigados en la memoria.
Campo de batalla y enciclopedia de descubrimientos infantiles, aquel microcosmos lo conformaban pequeñas galaxias, que comprendían la calle de la Salá hasta la fuente del mismo nombre, la Alameda y sus aledaños, la calle de los Pozos hasta el Colegio Juan Armario y hacia el Lejío por el muladar, la zona de chozas hasta el tubo de hierro de abastecimiento de agua y más abajo pasada la carretera, hasta la palmera de gran porte que todavía existe al final del camino.
La Veredilla, diminutivo de vereda, tiene la forma de una gran j de trazos rectos tendida en cuesta y que con el callejón de San Sebastián, enlaza la calle de los Pozos con la calle de la Salá ó Nuestra Señora de los Santos.
A su izquierda y formando una i griega con la Veredilla, se inicia el camino del Lejío con una pequeña pendiente, que a continuación baja suavemente hasta llegar al cruce de la carretera del Picacho y de Paterna y que conecta con el Prao. Aquí y como en toda Andalucía también lo pronunciamos como el Lejío, deformación de El Ejido del latín exitu ó lugar que está a la salida del pueblo, teniendo también una cierta significación con el más allá.
En aquel tiempo, el camino ó más bien vereda hacia el Lejío, se iniciaba con un poyete en la padereta que separa el camino de la Veredilla y un grifo comunitario para dar servicio a las viviendas que no disponían de agua corriente - que eran casi todas -. Aquel grifo y el poyete servían de parada obligatoria como aseo, lavadero y mentidero del barrio y lugar donde nacían y se expandían las noticias más inverosímiles.
A su izquierda y al filo del Muladar crecía una hilera de eucaliptos y acacias del Japón, de los que la chavalería aprovechábamos sus semillas. De los eucaliptos las bolitas que nos servían de proyectiles, escupiéndolas por la boca con ayuda de un canuto de caña como lanzadera y de las flores de las acacias, como chucherías por su agradable sabor dulzón.
A la derecha del camino se asentaban una serie de pequeñas y míseras chozas en las que vivían múltiples vecinos que toreaban diariamente con el hambre. A continuación y estrechando la vereda, hileras de arbustos, zarzas y moreras que terminaban en el cruce de la carretera.
Por ese sendero hacíamos excursiones para coger y comer moras y cazar gusarapos en la charca que se formaba con las pérdidas del tubo de hierro. A veces seguíamos el camino y atravesando la carretera finalizábamos el paseo recogiendo los dátiles ya maduros que se desprendían de la palmera.
El Muladar servía de campo de juegos en el que construíamos chozas con latas, taramas y ramajos. Era un lugar de descubrimiento de los tesoros y objetos más inauditos y orgánicos que la gente tiraba por la pendiente. Desde animales muertos hasta cacerolas, tablas, papeles y trapos. También y ante algunas emergencias servía a los críos y a muchos adultos de aseo comunitario.
Por aquellos lugares y en aquella época de necesidades y carencias, trasegaban continuamente por la zona un sin fin de tratantes, chamarileros, arrieros, cazadores, cosarios y recoveros, gente del campo, vendedores ambulantes, afiladores, tamborileros y trompetistas de la cabra, caballos, mulos, borricos, perros y gatos.
El barrio y sus actores, lo conformaban múltiples vecinos de los que muchos por proximidad ó por relación, se me han quedado más grabados en el recuerdo.
Desde la esquina de la calle de la Salá y hasta la calle de los Pozos, la tienda de comestibles de Maria Alberto y Juan Guerra, Petra Tirado y Juan Rengel, la tienda de Ana Herrera y Francisco Sánchez, Jorge el del correo y Paca Herrera, la Tahona de Pepa Alberto y Diego Acedo, Isabel Romero, Vicenta Mela, Mari Cruz y Obrino, Pepa Acedo, Manuel Castillo el tarabartero, Maria Orellana y su madre Rosalía, Dolores, Manuel Márquez y Maria Muñoz, Isabel La Tronca, Francisca y Anita García, Isabel y Ana Alberto y Ana y Miguel Ardila.
Por la zona del muladar y dando a sus patios traseros, Lucia y Pepa Romero, Pepe Puerto y Antonia Nieto, Isabel Moreno, Luís el Zurdo y el taller de Antonio Hidalgo el tarabartero al que llamábamos familiarmente Toto.
Hacia el Lejío, Juan Rojas y Lola Guerra, Cristobalina La Soldá, Antonia Mora, Marbote, Guachena, Félix y Curra La Gitana, Cristo, Curra y Elvira.
De todos ellos y estratégicamente posicionados en el paisaje, recuerdo a la entrañable Ana Herrera con el soniquete que la caracterizaba, cuando ibas a comprar algo al mostrador de su tienda. Si pedías chocolate, inmediatamente te repetía “chocolatito, chocolatito”, si era azúcar, “azuquita, azuquita” y así sucesivamente.
A Toto el tarabartero solterón empedernido, tímido y amante del Dios Baco que nos instalaba columpios en las acacias del muladar, cerca del huerto de Miguel y que para animarnos al balanceo nos gritaba desde su taburete de trabajo “niños mover el cotrofo”.
A la tahona de Diego Acedo que servía de improvisado merendero para muchos niños de estomago vacío, cuando Pepa Alberto repartía los roscos duros del día anterior que no se habían vendido y los recortes de cortadillo a los que venían pegadas algunas hebras de sidra ó cabello de ángel.
A Vicenta Mela, afectuosa y sacrificada mujer, a su hija Mari Cruz y a su nieto Obrino, otro amante de la media limeta y de los cantes flamencos.
A Maria Orellana en su taller de costura, a la que visitábamos regularmente para ver y charlar con las múltiples aspirantes a costureras.
A Juan Panera paseando su voluminosa humanidad con un canasto de molletes bajo el brazo apoyado en el cuadril y voceando desde muy temprano la mercancía, ofreciéndolos “calentitos, los llevo calentitos”.
A Ramón el latero, ingeniero estañador y reparador de ollas, cacerolas y cacillos, ofreciendo los servicios con su característico y particular voceo, en el que se recreaba y se extendía en cada una de las sílabas.
También La Veredilla y el Lejío tenían olores que se han quedado impregnados en la memoria. Olores a espacio abierto, a naturaleza, a eucalipto, a lavanda, a poleo, a mirto, a biznaga, a hierba luisa, a laurel, a manzanilla y a hierbabuena. También a pan de la tahona, a tocino salado, a aliños de aceituna, a sardinas arenques, a humo de leña, de carbón y de picón, a ropa de pana, a alcanfor, a polvos de talco, a jabón lagarto, a choza y a ese olor característico a humanidad que regala y endosa la pobreza.

Tomás Acedo Alberto
Cádiz a 31 de Enero de 2007

El tiempo que hará...