jueves, 29 de mayo de 2008

MONAGUILLOS

APUNTES HISTORICOS Y DE NUESTRO PATRIMONIO

Cuaderno de Temas Alcalaínos

Septiembre de 1.994


MONAGUILLOS


Manuel Guerra Martínez




Los monaguillos, niños empleados en ayudar a misa y otros ministerios del altar, han sido siempre, una institución, y brotaban de entre las familias allegadas a la Iglesia, “elegidos” por los angelitos, para ayudar al cura, que era elegido por Dios. El oficio de monaguillo era efímero, mientras preparaba una vocación, estudios o un trabajo. El del cura se suponía que era para toda la vida, según había dejado escrito en unos papeles un tal Melquisedech hace ya unos cuantos años. En mi época eran casi todos de la familia de los Barroso y encabezaba la lista Cipriano, seguido de Pepito el de la PACHECA, que era un monaguillo espigado como un junco del río y que se encargaba de encender las velas más altas del altar mayor con la caña y el pabilo lacio y enrollado, mientras Cipriano sacaba las ropas de los cajones para las misas solemnes. El resto éramos un grupo de monaguillos insignificantes que a lo más que llegábamos era a levantarle al oficiante la casulla en el acto del alzamiento, a tocar la campanilla o la carraca, según épocas, cambiar el atril de un lado a otro o a esperar al oficiante en la esquina del altar para el “lavabo inter inocentes” o servirle el vino que después se transformaría en la sangre de Cristo, lo cual te daba derecho, si el cura era poco bebedor, a tomarte el “culo” de la vinajera, no sin antes haberle dado ya “un tiento a la botella” metiendo la cabeza en la alacenilla de la sacristía. Eran los encargados también, de llevar los ciriales y la cruz en las procesiones en las misas solemnes por las naves de la iglesia, entre humos, ceras, cantos y rayos de luz que entraban por las multicolores vidrieras de las ventanas, por donde los cernícalos de la Plaza Alta se asomaban para oír las misas.
Tenían la obligación de asistir a todos los actos que se celebraban en la Iglesia, ya fuera “triduo o quinario, mes o novena, diez domingos o vías crucis” y a veces se concertaban los entierros y las misas de difuntos en función de los monaguillos, porque no se concebía ningún acto religioso sin la representación “pilluelesca” del adorno infantil cubriendo los regastados escalones de mármol del altar mayor.
Los monaguillos tenían derecho a propinas y a “cogotazos” y los días de solemnidad a bollos y chocolate en el Beaterio, donde éramos invitados por la Hermana Mayor que siempre nos regalaba el famoso escapulario de los que la hermana Lourdes hacía, a base de riñas y mal genio, en la portería. Algunos niños y niñas solíamos llevar además del escapulario, una bolsita, con siete granitos de trigo, cosida a un tirante de la camiseta interior, como símbolo de la abundancia, o para recordar las siete plagas que el pueblo de Egipto sufrió para que el faraón aligerase la mano con los israelitas, las siete virtudes, los siete pecados capitales, los siete niños de Écija...¡yo qué sé! que nos colocaban los sábados cuando nos bañábamos en el barreño de cinc y nos cambiábamos la mudita mientras rezábamos aquella de “Bendita sea tu pureza...”
La Iglesia de San Jorge, o la Parroquia, ha sido para Alcalá hasta hace poco el centro de cualquier acto religioso importante. Estaba rodeada de todo el misterio de las cosas grandes cuando éstas se contemplan desde la niñez. Sus tres naves eran desde el recuerdo inmensas, adornada con altares que la circundan a pié de zócalo y con pequeñas capillas que la rodean para terminar en el coro elaborado con una madera seria y sudada del roce de los curas y los no curas. Cuando yo lo conocí era ya más utilizado por los laicos que por los clérigos. Pocas veces lo era en actos religiosos y sus libros de pergaminos gruesos con letras románicas y caracteres gregorianos descansaban alicaídos en el centro del coro sobre el facistol, un atril inmenso del que los chiquillos “se reguindaban” para balancearse mientras salía el cura para la misa. Arriba estaba el “órgano” el bueno, el de fechas muy señaladas, el que cuando lo tocaban sonaba como si sus notas saliesen de paseo a la Plaza Alta, por las misteriosas y deterioradas galerías del viejo castillo. Sultán, que murió de un empacho de manteca, y más tarde Jeromo, finísimo bebedor, eran los encargados de insuflarle aire con la manivela mientras inundaba el altillo de olor a Chiclana, parecía que las notas que Don Arsenio arrancaba con tanto esfuerzo y entrega salían medio borrachas por todo el ámbito de la Iglesia. Hasta las “ánimas benditas” olían a pirriaque.
Los monaguillos hacíamos nuestros pinitos en el pequeño, en el armonio, mientras esperábamos un bautizo o nos repartíamos las “gordas” o las pesetas, las menos, de las propinas.
El armonio era como más juguetón.
-Cuentan algunos que cuando se casó Juan Gutiérrez, “El Lili”, hecho que ocurrió muy de madrugada cuando los gallos aún no se habían cambiado de pata en el palo del gallinero, y después de pasar una noche dedicado a la meditación del sacramento ante una buena caja de “rioja” en la bodega de Andrades, partieron él y sus amigos hacia la Parroquia acompañados del Padre Lara, que también andaba en la vigilia del contrayente. Cuando llegaron a la Iglesia el novio iba más colgado de los brazos de los amigos que por su propio pié. Uno de sus acompañantes se fue hacia el armonio pequeño y se arrancó con la música de “tengo una vaca lechera, que no es una vaca cualquiera...”. Desde el altar el Padre Lara tuvo que increpar al atrevido músico. “Mientras no deje de sonar esa música profana y malintencionada no doy paso a la ceremonia que hasta aquí nos ha traído”.
Entre uno y otro sostenían al novio en el altar mientras el Padre Lara hacía las preguntas de rigor: “Juan Gutiérrez, ¿deseas tomar por esposa a...?”.
No. ¡Cómo que no!; Juan Gutiérrez no se casa, aquí el que se está casando es el “Lili” y si no se casa el “Lili”, Juan Gutiérrez tampoco se casa.
Dicen los que allí estaban que el Padre Lara, comprendiendo la debilidad de la naturaleza humana les echó las bendiciones antes de que la cosa pudiera complicarse más y a fin de que les diera tiempo de coger la Valenciana, que seguramente ya estaría calentando motores en el Paseo Mochales.-
El de arriba apenas existía para nosotros, sólo dejaba oír sus acordes de tarde en tarde, llevado por la mano suave de Don Arsenio, y permanecía y permanece, con su música prisionera esperando tiempos que ya no volverán.
En el reparto de las propinas existía un rito. Se hacía directamente proporcional a la categoría. Normalmente los que más “trincaban” eran Cipriano y Pepito, después venía Bartolo, un servidor, y el resto, si es que había resto para Miguel “el Coli” que con estas “perrerías” siempre estaba protestando, llorando o quejándose al Padre Lara.
Los monaguillos teníamos una fuente regular de ingresos con los Bautizos. Casi siempre se dejaba caer el padre o el padrino con alguna calderilla. Algunas veces la euforia del natalicio eran tan grande que hasta el aire olía a propinas. Otras veces teníamos que ir con la mano extendida, disimuladamente, tirando del pico de la chaqueta al padrino para que éste se dejara caer con algo. Normalmente “voleaban” la calderilla como quién intenta quitarse un montón de moscas de encima, y allí estábamos Bartolo, Miguel y yo, revolcándonos por el suelo, buscando, en la penumbra de la Iglesia las pesetillas, las perras chicas y las gordas que se confundían con los manchones de cera de la solería.
Los bautizos eran lo menos parecido a la entrada jubilosa de un nuevo cristiano en el seno de la iglesia, porque normalmente se celebraban a la caída de la tarde, que en invierno solía ser casi de noche. El cura y los monaguillos esperábamos al niño y a los familiares en la puerta principal, de espaldas a San Antonio (¿), salvo cuando hacía levante, entonces nos lo llevábamos un poquito más adentro, junto a la capilla del Santo Entierro, -el Cristo de Botones-, que estaba más resguardado del ruido del viento y del frío. En el otro lado estaba el crucificado de Don Manuel. Allí empezábamos los aliños del neófito con oraciones en latín, naturalmente. En este punto el niño, casi siempre empezaba a llorar y la madrina intentaba explicar nerviosa al cura que era raro, que el niño era muy bueno y casi nunca lloraba. Se juntaban en aquel rincón, la vida y la muerte en perfecta armonía y las dos iban y venían a cuestas de los demás. En los bautizos había que sincronizar el “batiburrillo” del cura con las respuestas de los monaguillos. La atención era imprescindible para que el VOLO y todo lo demás no se te pasara. Si perdías el engranaje, quedaba feo y la propina se te podía volar fácilmente, porque los padrinos aprovechaban cualquier excusa para hacernos rabiar, y la mejor forma de hacer sufrir a un monaguillo era negándole aquello por lo que había estado luchando toda la vida. LA PROPINA.
En nuestro pueblo hay personas que han bautizado a muchos niños, porque Alcalá siempre ha sido muy aficionado a coleccionar cosas, desde bautizos, sueños y cromos de animalítos de Nestlé. Con esta costumbre, algunas veces el padrino se repetía una y otra vez, cosa nefasta, porque con la rutina se perdía la ilusión y el bautizo se convertía en un trasteo rápido y anodino por parte de todos; hasta el niño mostraba poco interés y algunas veces ni lloraba. El pobrecito parecía que pasaba la vergüenza de tener un padrino con resabio y desganado y que por supuesto no soltaba ni una gorda. De nada servía cantarle aquello de: “padrino, no te lo gastes en vino, gástatelo en galleta, que el niño quiere teta”. Esto lo cantábamos sólo para fastidiar y descargar nuestro instinto propinero, ya que para nuestra edad nada tenían que ver las propinas con las protuberancias mamarias.
¡La miseria y la grandeza de ser monaguillo!.
Menos mal que Miguel Pérez, el sacristán, lo comprendía, quizás porque su familia era vocacionalmente monaguillera, y de vez en cuando sustituía la escasez de propinas con algún regalito que nos levantaba la moral y nos insuflaba ganas de seguir luchando por el bien de la Iglesia y “ad maoirem gloriam Dei”. Este hombre sereno y paciente donde los hubiese, dominaba a los monaguillos con la mirada y se ganaba su confianza a base de “higos pasados” que te regalaba después de haber estado sin despegar la mirada de las llaves de San Pedro, de la cabeza de San Pablo o buscándole al caballo de San Jorge sus “pudentas partes”, durante la función religiosa.
Cuando Miguel Pérez Cubo, nos llevaba a su casa, mejor dicho a su “tienda.bar” para el reparto de los higos, pasábamos un buen rato, mientras nos lo comíamos, mirando los gatos que deambulaban por los alrededores de los barriles pegándoles lametones a los platos que recogían el goteo de las canillas. Los gatos de Juana Barroso, su esposa, que normalmente era la encargada de “despachar” a la clientela y mujer de finísimo humor, no corrían detrás de los ratones sino que jugaban a ellos e incluso compartían el goteo de los barriles.
¡Santo Dios, lo que hace el vino!
Las misas de diez, los domingos, eran verdaderos acontecimientos en la Parroquia. Eran misas familiares. Allí íbamos todos: los tarsicios, los niños de Don Antonio Barroso, –que tenían que ir para verle el color de la ropa al cura porque el lunes te preguntaba-, los de Don Bartolo, las niñas del Beaterio, los niños del Convento... más las madres; y nunca faltaban Dª Isabel Caballero, profesora de Amiga del Carril, ni Dª Antonia Lara, -finísima tejedora de colchas de croché y hermana del cura de su mismo apellido-.
Las misas de la Victoria eran de parejas de novios, de estrenar trajes, de amonestaciones y de personas mayores, y normalmente iban a oír la misa no el sermón, sobre todo los hombres. Cuando el párroco terminaba la lectura del Evangelio, antes de levantar la cabeza del libro, toda la parte posterior de la Iglesia exenta de bancos, que era ocupaba fundamentalmente por los varones, quedaba inmediatamente vacía, quedándose en la Iglesia para la explicación de la palabra solamente las mujeres que sufrían o disfrutaban del estado de ánimo del párroco a través de la predicación. Cuando por ciertas circunstancias el vicario pasaba directamente al ofertorio y se tragaba la homilía, la gente de atrás que había tirado hacia fuera por el instinto del cigarro, rectificaban sobre la marcha, en una media vuelta de rubor y mosqueo. Parecía que el párroco lo hacía algunas veces, para fastidiar a Domínguez, por los engaños que hacía a los monaguillos cuando pasaban la bandeja. Perderse el sermón, no era perderse la misa, rompía o no, según lo ancho de la conciencia, el precepto dominical de “oírla entera todos los domingos y fiestas de guardar”. Si esto ocurría, te veías obligado, lo cual no era muy frecuente, a escuchar con todas las interferencias y ruidos la que transmitían desde la Iglesia de Santo Domingo de Cádiz.
De vez en cuando, allá por la cuaresma, cuando los altares se tapaban todos y parecía la Iglesia una exposición de retales del METRO o de DOMINGUEZ, venían a la Parroquia unos papeles a los que llamábamos “Bula” que costaban seis reales y que comprándolos te permitía, sin pecar “comer carne el tiempos de cuaresma”, siempre que no fuera el Viernes. Mi madre me dejaba los seis reales con la intención de que lo comprara no fuera a ser que tuviéramos la oportunidad de comerla y no estuviésemos preparados cristianamente, pero atribuyéndome unos derechos que la veteranía te concede, a la hora de la verdad, me quedaba con una de las muchísimas hojas que quedaban sin dueño por los bancos y además con los seis reales, así los domingos de cuaresma se convertían para mí en auténticos domingos de feria. Con este dinero me compraba un cigarrito “Reno”, rubio mentolado, en el estanco de “Cotijito propio! y me lo fumaba junto con mi amigo Miguel en el llano del Hoyo. Después nos tirábamos hasta el “Ventorrillo Ortega” oliéndonos las bocas, para ver si el aliento nos podía delatar a nuestros padres. El resto me lo gastaba en “pipitas” que le compraba a Joaquín, el hijo de Joaquina la de los churros, y si me sobraba algo, no sin cierta ayuda de mi ingenio, me iba a la infantil en el Gazul Cinema. Lo mano de esto es que la bula se compraba durante un mes largo al año y el resto te lo tenías que ingeniar para poder entrar en el cine. La verdad es que el Gazul Cinema no tenía yo muchas dificultades para “el cuelo” porque hablaba con Juanito, el empleado, diciéndole que mi padre me había dicho que me colara, y siempre que se lo pedía, no sin antes hacerme un pequeño examen: ¿Cómo se llama el alcalde?, ¿el Juez?, dime la tabla del ocho, ¿Quién es el sumo pontífice?, ¿A qué partido judicial pertenece Alcalá?... Tenía que espabilarme diciendo los nombres de Don Jorge, Don Manuel Ahumada, Juan XXIII y Medina y otras cositas, porque los colaos entrábamos cuando ya estaba empezada la película y algunas veces cuando fallaba alguna pregunta me perdía un rollo. La de veces que tuve que hacerle yo “la pelotilla” a Ríos, a través de la ventanilla, para que me dejara entrar cuando Juan tenía servicio en otra parte del pueblo. Algunos de los chiquillos y no tan chiquillos salíamos del cine con desollones por todas las piernas de las rasquiñas que nos provocaban las malditas chinches que parecían que nos estaban esperando con los brazos abiertos cada vez que entrábamos en el cine. Yo creo que con los colaos eran más agresivas que con los que pagaban, por aquello de que no podíamos protestar.
El cine de Gómez vino más tarde. Aquí en el Andalucía vi, junto a Jaime Cuesta que fue monaguillo una temporada y también vocación perdida y del que recibí yo las primeras inclinaciones eclesiásticas, el estreno del cine con la película “LOS AMANTES DEL DESIERTO” justamente debajo de la máquina de proyección y pasándonos por encima de nuestras cabezas, los rayos luminosos de las espadas, los besos ocultos, las puñaladas y los moros... Jaime me llevaba y me traía a su antojo y yo me dejaba llevar y traer porque en ese tiempo yo quería ser de mayor como Jaime. Había en aquella época un Nuncio en España que venía a llamarse Antoñuti o algo por el estilo. Jaime me veía tan bueno y tan metido en mi papel de monaguillo que me decía y lo decía a todo el que quería oírlo que yo iba a llegar a ser cardenal, como el Nuncio y que me llamaría Monseñor Monolutti. ¡Qué carrerón! El suyo y el mío. Me veía con las manitas juntas, como Isidro Coca saliendo en las estampitas que publicaba el obispado en el día del seminario robando para mí los besos que las niñas depositaban en el monaguillo de escayola de la Victoria, con carita angelical y sonrosada y nadie podía negarse a nada que yo le pidiera, entre otras cosas a jugar al fútbol en la era de Miguel, a bañarme en el río sin que nadie me pegara o tener gorriones en la caja de zapatos sin que mi gata, en cualquier momento de despiste, se los comiera. El dicho “monaguillo tenías que ser para ser pillo” en mí se cumplía a la perfección, como en casi todos... menos en el “Coli” al que su hermana Pepita siempre lo privó de ser un niño malo.
Los monaguillos no estábamos hecho de una pasta especial, aunque a algunos de mis lectores se lo parezca y por eso la Iglesia, nunca ha celebrado un entierro sin luz natural. Quién sabe si esta costumbre ha devenido para quitarle a estos el pellizco negro de la muerte y la manta oscura de los malos sueños. Los entierros eran manifestaciones sociales de dolor, de convivencia, de solidaridad... La gente llana del pueblo, y sobre todo los del campo los aprovechaban para saludarse, intercambiar opiniones... Eran un complemento de los velatorios, más íntimos, más recogidos, donde incluso se repartía café y una copita de vez en cuando, según como fuese de generoso el muerto y la familia. De más de un velatorio ha salido alguien “piripi”. La de cosas que llegaba uno a enterarse allí, estaba yo de invitado a uno de estos una vez y cuando los quejidos y las lágrimas se convirtieron en suspiros y se pudo pasar a la conversación, que más o menos podía ocurrir allá por las dos de la madrugada en adelante, uno de los dolientes, aficionado a la cacería empezó, cuando le tocó su turno, a contar cuando él había ido junto a otro a matar un corzo a la Jarda. Los preparativos, la escopeta, los loberos, la hijuela, el puesto, los perros que se lo llevan y lo traen por la “motilla”, que los oye, que se pierde el latido, que vuelve otra vez y el corzo después de media hora dándoles vueltas al monte entra por donde él había dicho que entraría: “por su sitio”. Lo ve venir, lo sigue con los cañones, le apunta y ... en aquel momento, un pariente de esos que siempre tiene la oportunidad de aparecer cuando menos falta hace, saludó en la puerta mascota en mano y ... el llanto, los abrazos, los gritos de dolor, volvieron de nuevo a inundar la estancia. Todos nos volvimos al recién llegado y mirándolo de arriba abajo lo hubiésemos corrido “a gorrazos” de muy buen grado. El muerto se llevó a la tumba el secreto y nosotros nos quedamos con el regusto amargo de no saber que fue del pobre animal.
La preparación de los entierros llevaba su tiempo.
Normalmente se salía de la Parroquia. La primera parte tenía lugar en la sacristía, donde los curas se revestían con el roquete, la estola y la capa. Se encendían los carbones del incensario en la “trastienda” junto al patio interior y lo terminábamos de animar a golpes de molinillos. Pasábamos a la puerta para desde allí, con el aspersorio, el cubito, la naveta y los demás avíos, arrancar en un desorden jerárquico camino de la casa del difunto. Pepito abriendo camino con la “manga” –tubo negro, gordo y puntiagudo terminado en una cruz-, y los demás con lo que podíamos. La “manga”, los días de levante, que en Alcalá no son pocos, se balanceaba por el empedrado deforme de las calles y Pepito iba y venía, como jugando a una piñata fúnebre, con la sotana a media canilla, habiendo agotado todos los plazos del dobladillo y los calcetines rebozándoles por el boquete anterior de las sandalias. El viento procedente del estrecho, le ponía al cortejo la mano en el pecho y se estrellaba contra los picos de los bonetes que no resistían en la cabeza de los clérigos más que el tiempo de intentar arrancar el vuelo, camino del Prado o del Castillo, según su capricho.
El Padre Barberá, en medio, flanqueado por el Padre Lara y el Padre Quintero. Todos al paso que marcaban los monaguillos. Algunas veces éstos, hartos de la monotonía, se aligeraban y ponían a los curas con medio palmo de lengua fuera, sobre todo en el camino de vuelta, repechando por las cuestas.
Bartolo, Miguel Álvarez y un servidor, seguíamos peleándonos por llevar el cubo del hisopo, el libro de las preces o la naveta, que en esto también había categorías.
Era impresionante cuando el cortejo de monaguillos y curas llegaban a la puerta del difunto. Todos los presentes se llevaban las manos a las gorras o a las mascotas. (Alcalá y Chiclana siempre han sido de los pueblos más gorristas), y destocándose se iba haciendo el silencio en toda la calle. Los familiares, los hombres, llevaban ya en la puerta un buen rato recibiendo los pésames de los acompañantes, puestos en fila, como fichas de dominó, negros y blancos y contando mentalmente los que habían venido y los que no. Los duelos en Alcalá siempre han sido acontecimientos muy serios. Faltar a uno de ellos sin causa justificada, podía y puede devenir todavía, en romper una amistad de toda la vida, y si no romperla, al menos deteriorarla. Esto lo sabe el pueblo y si no hay una razón muy fuerte que lo impida, se cumple. Entre otras cosas porque todos nos conocemos y a pesar de la “mijita” propia de cada uno, nos tenemos un respeto especial, cosa que se demuestra cuando por circunstancias determinadas nos encontramos fuera.
Y además porque como decía Santa Teresa: las penas compartidas son medias penas y la alegría compartida es doble alegría.
Cuando llegábamos al lugar se hacía un silencio frío, se sacaba la caja a la calle y el párroco echaba las bendiciones de rigor y rociaba la caja del difunto y... a todos los que le rodeaban con agua bendita. Apenas el cortejo daba media vuelta, estallaban por una parte en lamentos y lloronas los familiares y en cantos y salmos por otro, el cortejo eclesiástico. Unos y otros se iban separando, como si fuera la muerte y la vida la que en un tira y afloja elástico fuese alejando a los unos de los otros. Se apagaban los lamentos con el inicio de los cánticos y con los olores del incienso cuando empezábamos a entonar, unos pronunciando malamente y otros “haciendo el relleno” para darle cuerpo a los salmos el “dies irae dies irae, calamitatis et miseriae...” A mí, cada vez que oía lo del calamitatis se me metía un pellizco en el corazón que me llevaba encogido hasta la Iglesia. El silencio de la calle se rompía a golpe de incensario y subíamos como un juego por las calles, con el libro, la naveta y ... con las manos chorreando agua del rabo del hisopo. En la Iglesia se volvía de nuevo al responso y desde allí, libres de curas y monaguillos, al cementerio, ya más en familia, donde después de tapar el nicho se recordaba el pésame. Unos por la Coracha y otros por el San José se marchaban a sus casas o a su trabajo o al bar, comentando lo bueno que había sido el difunto y lo bien o mal que había dejado a su familia.
Algunas veces tenía que subir desde la “Victoria” Miguelito, el sobrino de María Ramos, ama de llaves del Padre Barberá, que le hacía la competencia a Santa Lucía, patrona de los ciegos, de lo poquito que veía y el “Troli” un muchacho que se fue al Seminario muy pronto, despertando en su padre una vocación saetera tan grande que destrozaba en la calle los oídos del Nazareno todas las Semanas Santas: Cuando con los años, su hijo perdió la vocación, cosa frágil, etérea y volátil, causó en la garganta de su progenitor un deterioro tal que jamás cantó más saetas ni al Nazareno ni a ninguno de sus parientes. No se sabe si por deterioro de la voz o en señal de reproche al Santoral.
Los entierros de segunda tenían los mismos curas, pero se suprimía el canto, si acaso era el chochantre Cobos el que se encargaba de despacharlos y en la Iglesia no se oía más salmodia que la imprescindible. Los de tercera eran ya cuatro aliños. Lo único que faltaba era que el muerto fuese solo a la Iglesia. Hasta el cura andaba más rápido y el cubo del hisopo se dejaba en la Iglesia con lo cual, la mayoría de las veces había más agua en las manos del managuillo que en su interior, y más de una vez le entraban ganas a éste de sacudírselas delante del féretro, viendo la imposibilidad de sacar agua de donde no la había. El cura más que asperger parecía que amenazaba al féretro y a los presentes con la perindola vacía y agujereada.
Las Novenas eran otra cosa. Para un monaguillo eran más aprovechables, porque nueve días de rosarios y predicaciones dan para mucho. La de la INMACULADA era de una solemnidad extraordinaria. Las monjas del Beaterio nos vestían de azul y algunas veces hasta el obispo llegaba a Alcalá para estas fechas a fin de darle más realce a los actos. Cuando esto ocurría, lo cual no era frecuente, los colegios salíamos a recibirlo a San Antonio y todos rebozábamos alegría porque esa tarde no había clase. Pero la verdad es que el obispo se prodigaba poco, al menos el viejo Don Tomás, y si lo hacía, los monaguillos no lo veíamos. Otra cosa era Don Antonio, con el que tuve el placer de convivir, tiempos después, unas jornadas misioneras en los campos de Alcalá y con el que jugué más de una vez de compañero al “domino” en el CAÑUELO, cerca de Paterna, y a pesar de perder todas las partidas, por más que los hombres del campo se esforzaban para que ganáramos, jamás me dio una voz ni me riñó, cuando tenía motivos sobradísimos para hacerlo.
Moralina: id tomando nota aquellos que patalean, gritan y se malhumoran cuando esperan que le metas el tres uno y le pones el uno cinco.
El mes de Noviembre dedicado a las ANIMAS BENDITAS era de lo más triste, porque todo se reducía a hablar del purgatorio, de lo mal que se estaba en el infierno y lo felices que eran los que estaban en el cielo, mientras contemplábamos de rodillas el retablo de las Ánimas con Dios sobre las nubes, la Virgen, un hermoso querubín amenazando con la espada como un maestro antiguo, impidiendo que las ánimas benditas se moviesen y las caritas de los malos que miraban hacia arriba con sus llamitas y todo, como si esperasen que alguien les echase un cubo de agua, la verdad sea dicha, para estar achicharrándose no tenían muy mal aspecto.
Rosarios, letanías, preces... y mientras nosotros, chupándonos el “fiador del roquete” para hacer más llevadero el acto.
La Iglesia de San Jorge era un hervidero de penitentes y al final a hurtadillas las solteras se acercaban a San Antonio, con insultos y manotazos para encelarle y hacer que este les acarrease novio. Este San Antonio, que no es San Antonio que es San Cristóbal, y que está colocado detrás del coro, mirando a todo el que entra por la puerta principal, ayudaba en lo que podía a veces, y otras parecía que no estaba por la labor del celestineo o hacía oídos sordos a las mocitas, abrumado quizás, por los cantos estentóreos y ultratúmbicos del maestro Cobos. El maestro Cobos garraspeaba los salmos y su voz majestuosa y grave retumbaba por encima de la cabeza de los santos desde el coro hasta el altar mayor, como buscando una escalera mágica e invisible que llevase hasta el cielo, en manojo de preces todo el sentir de la religiosidad del pueblo. Los monaguillos lo imitábamos, pero nuestra voz infantil y torpe se ahogaba cuando intentábamos estirarla por encima de los gastados cuellos de las sotanas. Don Arsenio seguía a su ritmo en el órgano el acompañamiento de los salmos llenando la Iglesia de acordes, melismas y aspergios.
Con la música por una parte, Cobos por otra y el público empujando interiormente, terminábamos como podíamos himnos, salmos y oraciones, entre el humo espeso del incienso y el tembleque asustado de las velas que se colocaban en las veloneras con papelitos colgados donde figuraba el nombre del muerto por el que se ofrecía el acto.
El último día del mes de “ánimas” se ofrecía por los sacerdotes difuntos del pueblo.
La gente quedaba para el acto religioso siguiente y comentaba la figura y elegancia del predicador.
La OCTAVA DEL CORPUS era de una luminosidad extraordinaria. Un canto a la vida, al azul del cielo, a la primavera, a los colores... Algunas mujeres se encargaban de dirigir los cantos y luego pasaban a la sacristía para la copita de vino dulce y los pastelitos.
Cuando una novena era de tronío, venían incluso hasta curas de fuera, señal de que los había y al igual que ahora hay casas que patrocinan programas de TV y radio, también por entonces había piadosas mujeres que con sus limosnas esponsorisaban tríduos, novenas y algún que otro quinario.
Antes de empezar el rosario el cura leía la larga lista de intenciones y antes o después tenían que colaborar, eso si, con la voluntad, lo que aliviaba un poco la onerosa miseria de lo material y ayudaba a los curas a sobrellevar el capricho diario de comida.
En la de los SIETE DOLORES DE SAN JOSE el padre Lara empezaba con aquello de “Oh, castísimo esposo, oh felicísimo patriarca”, con lo que yo me creía que era pariente de Isabelita (La Patriarca), la que me regalaba almendras cada vez que me veía subir por la cuesta del Despeñadero, camino del Beaterio primero y del Convento después, arrastrando a mi hermano Pedro de la mano, porque no quería ir al Colegio.
Las bodas eran acontecimientos donde nos podíamos tirar a muerte en busca de la propina, la firma de los papeles, la euforia de los invitados y tener a los contrayentes en nuestro terreno, la sacristía, ayudaba. Entre todos atosigábamos, unos con la mirada, los mayores y los más pequeños casi con la mano extendida, acorralábamos a los padrinos, invitados y contrayentes y rara era la vez que no diesen al menos para chucherías. Algunas bodas eran tan de tronío que hasta el funcionario del juzgado recogía algo, casi siempre más que nosotros, porque lo nuestro era a repartir, pero al funcionario le podían dar hasta veinte duros y todavía parecía que se merecía más. En cambio, lo nuestro, era porfiado, peleado y algunas veces negado. Cuando parecía que la cosa se presentaba más dura que de costumbre, nos poníamos alrededor de la mesa de “jaspe rojo” de la sacristía y empezábamos, Bartolo por un lado, Pepito por otro y todos por todas partes a estorbar a Ricardo, el fotógrafo y no le dejábamos que se hicieran tranquilamente la foto de la firma.
Era Ricardo entonces, el que con un “DADLE ALGO A ESTAS CRIATURITAS”, hacía que algunos de los presentes se dejase caer con cinco duritos ¡para todos, eh! y hecho esto clareábamos mesa, sacristía y hasta Iglesia con la satisfacción del deber cumplido y con la tranquilidad que le da a uno saber que ha hecho lo que tenía que hacer por duro que esto pareciese.
Cada año y de una forma casi invariable se iban repitiendo los actos, los ritos, las plegarias, los cánticos. Con la celebración del concilio la relación espiritual se fue haciendo más campechana y de familia. Empezábamos a ver la Iglesia como una cosa más de nuestra existencia y le fuimos perdiendo el miedo a Dios y a los santos y todo el latín macarrónico que habíamos aprendido con tanto esfuerzo perdió su valor en un año. Los monaguillos empezamos a sentirnos descontrolados y tuvimos que empezar a prepararnos para tiempos futuros, como casi todos.
El tiempo fue trayendo los almanaques de colores y las hostias recortadas de Medina y nosotros fuimos perdiendo esa inocencia tierna y risueña que hacía que los curas, las monjas, el sacristán y hasta los mismos santos de los altares volviesen la cara ante las travesuras, carreras y disparates de los monaguillos.
Ahora en los tiempos actuales, a este tipo de monaguillos curtidos en mil memorias los han sustituido por otros más serios, más espirituales que entienden casi todo lo que hacen y que pasan por los oficios casi desapercibidos. Ya no hay propinas ni juegos inocentes a hurtadillas, ni las sacristías huelen a manchas de tomate y huevo frito, ni a cera derretida ni el cura tiene a quien reñir. Los “angelitos” no tienen con quien jugar y los santos de puro aburrimiento piden la jubilación anticipada... pero en el fondo “donde haya un monaguillo, siempre habrá una esperanza de futuro para la Iglesia”. AMEN.

martes, 27 de mayo de 2008

TÍTULO DE SOCIO HONORÍFICO PARA DON FRANCISCO VÁZQUEZ SÁNCHEZ

BIOGRAFÍA BREVE

FRANCISCO VÁZQUEZ SÁNCHEZ, EL HOMBRE CAZADOR.

Nace en Alcalá de los Gazules el 9 de noviembre de 1922, dentro de una familia numerosa y muy unida.

Su vida se inicia en el campo, pues su padre solía tener arrendamientos de aprovechamientos en fincas donde se cultivaba y se guardaban rebaños. Lo hacían todos unidos, hasta tres y cuatro generaciones vivían juntas: Abuelos, Padres, Tíos y Sobrinos en el mismo Cortijo, o las casas de Fatiga, por la Junta de los Vázquez.

Deja el campo para regentar un comercio de Ultramarinos y Panadería, negocio en el que ha trabajado, día y noche, durante más de 40 años. De día atendiendo en la tienda y de noche cuando surgía cualquier imprevisto en la panadería, avería en la maquinaria, falta de luz, la enfermedad de algún empleado panadero, etc.… Famoso era el pan macho o moreno, o los molletes que a las 9 de la mañana ya estaban en Cádiz a través del Correo (autobús de Transportes Comes).

Contrae matrimonio en abril de 1954 y tiene 6 hijos, tres hembras y tres varones. En la actualidad es viudo.

Sin embargo, en el caso que nos ocupa, debemos tratar o referirnos al “hombre aficionado a la Caza”. El Francisco Vázquez “cazador” es un caso especial, porque él no contaba nunca nada de sus cacerías, ni presumía de sus capturas, tampoco exageraba de lo que acontecía, en absoluto, pues no le hacía falta por su sencillez, honestidad y por ser poco hablador.

Piensan sus hijos que Francisco nació con un arma en las manos, o por lo menos rodeado de armamento, ya que, por aquellos tiempos, en los Cortijos, donde moraba mucho gentío, familias y asalariados para la faena cotidiana del campo, solían disponer de pistolas y escopetas para la defensa y ocio. La cacería abundaba por todo el contorno pero el material para cazar no existía. Los cartuchos se cargaban con clorato y picón de Zarza; la pólvora escaseaba y ésta era una solución. “Se comprimía con taco de corcho hecho con la navaja, el plomo colado con una lata agujereada para confeccionar la munición. Haciendo varias recargas y detonaciones daban con el cartucho apropiado para cada ocasión o lance.”

Francisco perteneció a las famosas guardias rurales o Somatenes, cuando pudo sostener una pistola ya la llevaba al cinto, en la cintura, la escopeta en la grupa del caballo, en su funda enganchada. Acababa la faena y disfrutaba de ratos de caza, siempre con buenos perros en su compañía. Famosos fueron “su Julio, Lucero, ó Alerta –única perra con tres patas, una la perdió siendo cachorra-, Terrible, Astrom, etc.” En la actualidad está “Chochito” con su perra podenca “Linda”, a la que saca todos los días a pasear y a hacer sus necesidades.

Ha cazado en toda la provincia de Cádiz, tanto en la modalidad de caza menor como en la de caza mayor. Tiene buenos amigos “hechos en días de cacerías”, se ha codeado con las mejores escopetas de la provincia y parte del extranjero. Famosas fueron aquellas tiradas de platos y pichón en el Prado con sus compañeros y amigos Tomás y Pepe Mateo, Antonio Torres, su primo Cristóbal Sánchez, su hermano Julio Vázquez,...

Siempre cazaba lo imprescindible, nunca abusaba en este tema. No ha sido un cazador fatiga. Cuando al sacar las tripas de una coneja que estaba preñada él sólo se echaba la veda hasta la siguiente temporada.
En la caza mayor, no tiraba a las hembras de ninguna especie; respetaba a las ciervas y, sobre todo, a las cochinas paridas o preñadas. Lo tenía por norma y “era su ley”.

En Alcalá ha sido “pionero en la caza del Zorzal”. Cuando nadie practicaba esta modalidad de caza él ya lo hacía, con su amigo Tomás Mateo, en la finca El Lario.

Fue Presidente de la Primera Peña de Cazadores de la localidad. Le eligieron a raíz de matar un Ciervo en la finca de Murta, cuando la tenía arrendada Don Jaime Domecq Ibarra. Ese animal, o como él dice: “ese bicho”, pesó la friolera cantidad de 170 kilos a la canal. Medalla de Oro, con doce puntas. Hoy se puede ver en el Casino de Jerez.

En la actualidad sus tres hijos son practicantes de la caza con esa misma enseñanza. Cuando cada uno de ellos tuvo edad de disparar le compró su escopeta. Han disfrutado bastante juntos en infinidad de lances.

Hasta esta temporada, con sus 85 años de edad, ha participado, y ha disfrutado, en varias monterías y ganchos organizados por el Club Deportivo de Cazadores “El Cernícalo”. Pero eso sí, con su escopeta de toda la vida, “la que balea bien”, pues Francisco Vázquez Sánchez nunca disparó con rifle, no le gustaba.

Por todo ello, esta entidad ha tenido a bien reconocer los merecimientos deportivos que, como cazador, recaen en la persona de Don Francisco Vázquez Sánchez y le otorga el Título de SOCIO HONORÍFICO del Club Deportivo de Cazadores “EL CERNÍCALO” de Alcalá de los Gazules.

Con el cariño y el respeto de su familia, -en especial de sus hijos Pepe, Manuel
y Francisco-, de sus amigos, compañeros y aficionados al deporte de la Caza.

En nombre de todos ellos, Juan García Macias
Presidente del Club de Cazadores “El Cernícalo”.

En Alcalá de los Gazules, a 15 de mayo de 2008, día de la presentación y apertura de la 1ª Feria Cinegética.

jueves, 15 de mayo de 2008

ENCUENTRO DE ANTIGUOS ALUMNOS DE FORMACIÓN PROFESIONAL EN LA SA.FA. DE ANDÚJAR - 3 DE MAYO DE 2008


lunes, 12 de mayo de 2008

DESDE MI CUNITA

DESDE MI CUNITA.

CON ZAPATO, TERNO NUEVO
Y PREÑADO DE ILUSIÓN
YO ME FUÍ AL SEMINARIO
KIRIE KIRIE... KIRIELEISÓN.

El que se ríe de si mismo
se ríe con los demás.
Nunca de los demás.

Me lo estuve pensando bien antes de nacer. El año 1947 había sido para Cádiz
muy desgraciado. Media ciudad voló por los aires. Las bombas minas
depositadas en los astilleros explotaron y hundieron a la “Tacita de Plata” en la
miseria. Habían muerto muchos niños en “LA CASA CUNA”.
El cielo se abrió como una rosa de sangre y desde Alcalá se vio,
aproximadamente, a las diez de la noche una gran llamarada que cubrió todo el
horizonte.
Yo paseaba en el vientre de mi madre por el paseo Mochales. Medio Alcalá
gritaba y el otro media lloraba preocupado. Desde las entrañas de mi madre oía
a ésta decir ¿Cómo estará mi tía Teresa? Fue una noche de espera e
impaciencia hasta que por la mañana empezaron a llegar noticias por teléfono.
Las desgracias se habían dirigido más a los edificios que a las personas. Casi
todos los niños del Hospicio sufrieron las consecuencias. El resto de la ciudad
se pudo librar gracias a las murallas que la rodean. Para lo que fue aquello
murieron pocas criaturas.
No teníamos bastante con la explosión, que a los pocos días me llevé otro
sobresalto en la barriga de mi madre. A un tal Manolete, torero, lo había
matado un toro en Linares. La mitad de la gente que no lloró en la explosión,
estaba llorando ahora. ¡¡ Qué desgracia!! Se oía decir en todos los sitios. Toda
España se puso luto. Con la muerte de Manolete se olvidó un poco el tema de la
explosión y se oían los comentarios... que si la culpa la había tenido la penicilina
en mal estado, que si hubo negligencia de los médicos... todo el mundo opinaba,
e Islero, el toro de la cogida, se hizo tan famoso como el torero.
Con estos antecedentes, no sé cómo mi madre me pudo aguantar en su vientre.
Quizás lo hizo porque yo fui concebido en la estación de las flores, en el
revoloteo juguetón de las mariposas, cuando los trigos están peleándose por
dar los frutos, cuando el campo es una alfombra para la vista, cuando los
pajarillos buscan en el calor del celo, pintar de colores los espacios eternos de
los campos de Alcalá. En la estación de los amores. El amor y no otra cosa me
hizo ser cumplidor.
La luz eléctrica apenas había llegado a Alcalá. Las familias humildes teníamos
que conformarnos con la luz tristona y raquítica que el Ayuntamiento
suministraba y que se “iba” al menor movimiento del viento o con la lluvia
pertinaz y monótona de los días del invierno. La eléctrica Nuestra Señora de
los Santos, aún no había acogido bajo su manto luminoso a la mayoría de los
hogares alcalainos. Eran tiempos de apagones y de quinqués. Menos mal que
Paco Serrano, su dueño, no tuvo que intervenir con alguna “subcontrata” en la
creación del mundo, si no, Dios, se hubiese visto negro para alumbrar la “bola”.
Por eso viendo yo que aquel año ya se había despachado a gusto, decidí
retrasarme un poco y ver mi luz primera al año siguiente, es decir: En el
glorioso de 1948. Al fin y al cabo era cuestión de esperar unas horas.
La última fiesta de Navidad, metida en frío, no fue muy alegre. Mi madre
contando las contracciones y mi abuela Petra dándoles consejos para que
respirara, como había visto hacer a la señora americana cuando estuvo en
Hawai. Mientras pasaban el tiempo y los dolores, mi abuela, que se había venido
del campo expresamente para estar con su hija María en estos momentos, le
contaba, para distraerla, historias que casi nadie se creía por lo fantásticas
que eran, pero que amortiguaban las cabezadas que yo daba, intentando
abrirme camino hacia la vida. Después de casi veinticuatro horas de dar la lata
conseguí sacar la cabeza y lo único que se me ocurrió decir fue: ¡Hola, aquí
estoy! Eran las seis de la mañana del día dos de Enero de 1948, viernes, día de
los santos Basilio, Gregorio, Adelardo y Macario y no quería despertar a los
vecinos con mis impertinencias. Pero a cambio me permití el lujo de darme unas
buenas llantinas para demostrarle a Doña María, la partera, a Pepa Rivas, a
Anita, “La Ropera”, a Ana Herrera, a Curra a Francisca Lozano... y a toda la
calle Nuestra Señora de los Santos que yo HABIA NACIDO. La mañana aún
estaba estrellada, los gallos de la Veredilla cantaban sacando mas pecho que
nunca, alguna lechuza ululaba en los eucaliptos de la Coracha. Un frescor de
vida se dejaba venir por el Prado y en la calle un grupo de campanilleros con
“resaca” empezó a cantar:
¡ Que lindo churumbel,
¡ Que lindo churumbel!
Nos ha nacido hoy,
En el portal de Belén.
Aquello fue como un mensaje que estremeció a todos los presentes. ¿Me
estaban cantando canciones lo mismo que al niño Jesús. Sentí en mis
tiernísimas carnes que la naturaleza me estaba predestinando para algo
grandioso y mi cabeza, envuelta en kilos de inocencia, empezó a captar todos
los mensajes que me estaban entrando por los oídos. ¡Qué cosa más bonita!
¡Qué pelirrojo y blanquito es¡ ¡No he visto un niño más bonito en mi vida¡ Se
parece al niño Jesús del Beaterio...! Aquello de parecerme al niño Jesús del
Beaterio me sonó un poco extraño y no pude comprenderlo en aquel momento,
pero años mas tarde me di cuenta de que los que así hablaban no se habían
equivocado ni un ápice en sus apreciaciones, y que los que cantaban ¡qué lindo
churumbel, qué lindo churumbel¡ estaban en lo cierto y no habían dicho una
verdad mas grande en su vida. IN VINO VERITAS. Esta frase no la dije
aquella madrugada porque entonces yo no sabía tanto como ahora pero desde
aquí me pongo lo que quiera con el que quiera que eso era verdad.
Lo primero que hice cuando nací fue echarle una mirada con mis pequeños
ojillos a los alrededores de la cuna. Enfrente de mí había a un almanaque recién
estrenado que tenía dibujado a un señor vestido de rojo y con el corazón por
fuera de la camisa. En principio creí que era mi padre, pero según fui dándome
cuenta, no lo era, porque mi padre al ponerse tan contento con mi nacimiento
había salido al momento de ver yo la luz primera. Bueno, la luz, luz, no fue, al
menos la eléctrica, porque ya a las seis el Ayuntamiento la había cortado para
los pobres y por lo tanto me tuve que conformar con el resplandor que me
regalaba el MATAGAÑANES y la luz del quinqué que alguien había encendido y
colocado encima de la cómoda.
Mi padre con la alegría del acontecimiento y porque había tenido un varón, salió
por todo el pueblo, como el pastor bíblico que encontró a la oveja perdida
exclamando: ¡¡Alegraos conmigo, alcalainos de la calle LA SALADA O DE
NUESTRA SEÑORA DE LOS SANTOS, alegraos conmigo, porque me ha nacido
un varón a quien voy a poner por nombre Emmanuel que significa: DIOS CON
NOSOTROS...!! Y mi padre se alegró tanto que estuvo tres días celebrando con
sus amigos mi nacimiento, hasta tal punto que tuvieron que buscarlo por todo el
pueblo para que fuera a apuntarme a la Iglesia y al registro civil. Se había
enclaustrado en el horno del MAURO y con la alegría no daba señales de
paternidad.
Lo de mi nombre, eso de ponerme Manuel, siempre ha sido un contratiempo
para mí. Por aquel entonces no pude protestar por razones obvias, pero más
tarde, he presentado protestas y protestas, eso sí, sin respuesta alguna. En la
primera semana del año me liquido todas las fiestas, mi santo, mi cumpleaños y
reyes, con lo cual parece que me vuelvo pesadísimo y al personal le parece que
siempre me están haciendo regalos, cosa que como muchos de mis amigos y
lectores saben, no es verdad. Pero mi abuelo, Manuel Martínez, se lo merecía.
Sobre la cabecera de la cama, que yo suponía que era de mis padres, había un
crucifijo negro, porque el bronce estaba ya un poco pasado, aunque el
crucificado tenía una cara que parecía sentirse a gusto. Yo creo que hasta me
sonreía cuando lo miraba. ¿Me estaría convirtiendo, desde mi cunita, en un
nuevo Marcelino? ¿Me abandonarían mis padres por cuestiones ajenas a mi
voluntad en la puerta de cualquier convento? Me estremecía que con solo horas
de vida ya pudiera estar planteándome tantas cuestiones sobre la vida, sobre el
futuro en general y filosofando más que Segismundo el de Calderón.
Sobre el lateral de mi cuna, una estampa que me ha acompañado toda mi vida.
Desde mi inteligencia de leche, tengo gravado el cuadro del “Ángel de la
Guarda” que con sus alones tremendamente grandes protegía a dos tiernos y
juguetones niños que estaban cruzando un puente. Naturalmente que uno de
esos niños era yo y el “otro” mi hermanita, que lo único que hacía era acercarse
a la cunita donde yo pasaba mis horas de recogimiento para molestarme y
donde crecía en sabiduría, en bondad y... físicamente. Ella siempre me
despertaba y cada vez que se acercaba me metía un dedo en un ojo, se ponía a
llorar y mi mamá le decía: no molestes a Manolito. No es que yo fuera un
egoísta que quisiera para mí solo el cariño de mi madre y no estaba dispuesto a
compartirlo con nadie más; no, es que mi hermana me distraía de mis hermosos
pensamientos y no dejaba remontarme por los espacios celestiales de mi
imaginación.
Este ángel al que siempre hemos llamado los chiquillos “de la guarda” me
acompañó, y me acompaña todavía, fue y es apoyo y sostén en momentos de
dificultades, la roca y el refugio de mis indecisiones y el descanso de mi alma
cuando hacía algo difícil y me salía bien. Desde la cuna le dedicaba besitos
callados y oraciones sin palabras. Tan solo mi mirada tierna ya era para el
Santo Ángel, una alegría, porque entre los dos hicimos una comandita que más
la quisieran para ellos otros niños; y es que al Ángel de la Guarda de mi pared
yo le ofrecía oraciones tiernas y dulces como mi inocencia, calladas y recogidas,
como se tratan los secretos más íntimos.
Mas tarde me enteré que también respondía al nombre de “Custodio”, pero
para mí, siempre ha sido y será “el de la guarda” y entre los dos formábamos
una pareja mas unida que la de la guardia civil. Sólo nos faltaba el tricornio y el
bigote.
Va por ti.
Ángel de mi guarda,
Dulce compañía,
No me desampares,
Ni de noche ni de día.
Esta pequeña poesía que desde mí más tierna infancia aprendí, no era necesaria
que yo se la declamara a Él, porque Él sabía donde estaba yo y yo sabía donde
estaba Él.
Por los alrededores de mi cunita se esparcía un olor a bondad que hacía que las
vecinas vinieran a mi casa a las horas más intespectivas a contemplarme,
esperando que yo les mostrase mi sonrisa matutina o vespertina, que a todas
horas estaba yo dispuesto a prodigarme.
Por las rendijas de uno de los balcones penetraba la luz juguetona de la
mañana. Se descolgaba hacia mí en las motas de polvo del espacio y llegaba
hasta la cabecera de mi cuna. ¡¡Dios!!, ¿Qué es esto? A veces me daba miedo
de mí mismo. No se pueden imaginar mis lectores queridos, cuantas emociones
implica el darse cuenta de que uno está predestinado para cosas grandes.
¡Cuánto saltaba mi corazón de gozo cuando descubría algo nuevo!
Colgado de la pared, casi a mi espalda, había una estructura de escayola, donde
estaba reunido un grupo de amigos que al parecer estaban celebrando algo. En
el centro estaba el mismo que el del almanaque que tenía el corazón al aire libre
pero esta vez estaba un poco más cubierto con algo parecido a una túnica.
Tenía un pan en la mano y el resto, muy serio, esperaba que lo repartiera. El
cuadro aquel lo veía cada vez que mi madre me tomaba en sus tiernos brazos
para darme de mamar. Yo, al principio pensé, que al estar presentándome aquel
señor el pan de forma tan ostensible, me estaba indicando que la leche me la
tenía que tomar migada, que tendría que pasar del pezón a la cuchara y no estar
agarrado, como un mamoncete vulgar a la tetita de mi madre. Pero no. ¡Qué
inocente era en estos primeros días de mi vida! Aquello no era un comedor
social como en un principio pudiera parecer. Aquello representaba una cena y
una cena muy importante y por lo oído en las conversaciones que las figuras
tenían en el silencio, allí se estaba fraguando algo gordo. El del pan estaba
diciendo a los demás... que tenía un especial interés en estar allí... que uno lo iba
a entregar... que si lo que vayas a hacer hazlo pronto... Con estas palabras el
del pan, que luego me enteré por Isabel Piñero, mi vecina, que se llamaba Jesús,
estaba mosqueando al personal.
En la esquina había uno que se parecía mucho a mí, bueno, se parecía en el pelo.
Era de un pelirrojo intenso, solo que lo tenía con muchas más greñas, mientras
mi pelo era suave al tacto y agradable a la mirada. En la esquina contraria,
algunos hablaban de este pelirrojo y se decían entre ellos: pelirrojo tenía que
ser para ser bueno (esto lo decían con cierto “aquel”). Este, cualquier día nos
da un disgusto... Si es que no puede ser. Hasta que uno que se llamaba Pedro
saltó de la reunión y dijo en voz alta:
Ese apóstol que está ahí
No es apóstol de verdad,
Que es un bribón sin vergüenza
Y que ha venido a comer
Y cuando coma se va.
Cuando el pelirrojo oyó lo que oyó, no esperó nada más y se salió del cuadro,
dejando a unos preocupados y a otros liados con la conversación. También es
verdad que el del pan ya le había dado un toque antes diciéndole que “fuera a
hacer lo que tenía que hacer y cuanto antes”.
Antes de desaparecer del cuadro se volvió, cogió un monedero, que por cierto,
después me enteré que se llamaba Judas, y ya en la puerta, dijo en voz alta:
¡Me llevo el dinero porque de ahora en adelante no lo vais a necesitar!. Y pegó
un portazo.
Cada vez que mi madre me daba la teta mirando el cuadro, siempre se me
representaba la misma escena y siempre el pelirrojo hacía lo mismo. ¡Ay, si yo
hubiera sabido entonces lo que iba a ocurrir después!, ¡cómo hubiera cambiado
los acontecimientos! Lo primero que hubiese hecho habría sido avisar al del
pan y le hubiera dicho: ¡quítate de en medio y pronto! ¡Escóndete en el campo
de Francisco Lozano, el profesor del Parque que allí no te va a encontrar nadie,
pero no, por lo visto prefirió un olivar.
Mis días iban pasando entre chupadas al “chupe”, teta a su hora, cambio de
trapos en la suya y polvitos de talco “cada vez que me iba por las patas abajo”.
Esta expresión es muy vulgar y así la reconozco, pero me parece más elegante
que decir lo que decían las vecinas cuando se acercaban a mí. Maria: “Este niño
está hasta las trancas”. ¡Pobrecito se ha vaciado! ¡Cómo está el chiquitín de
excrementos! ¡Cómo hiede la criaturita! ¡Este niño está podrido!, no digo más
porque sé que me leen niños pequeños y no quiero herir su sensibilidad.
Yo seguía en mi mundo interior memorizando las canciones o poesías que me
madre me cantaba o recitaba mientras mecía mi cuna lentamente.
¡Qué hermoso se ve el puente
De piedra sobre el río!
Abajo la corriente;
Arriba el caserío.
¡Qué hermoso se ve el puente
De piedras sobre el río!
Como buen cristiano que quería ser y perteneciente a familia cristiana que eran
mis padres, me llegó el momento soñado de entrar con todos los derechos en el
seno de la IGLESIA CATOLICA, APOSTOLICA Y ROMANA. Hasta ahora mi
porvenir en caso de muerte” toco la cunita “era, a lo más, irme al limbo que es
donde muchos suelen estar sin necesidad de palmarla y que es como una
especie de sala de espera antes de entrar al cielo. Mas cómoda que el
purgatorio, pero donde te podías estar esperando toda la vida. Naturalmente
yo no podía ir al limbo, lo mío era el cielo y nada más. Mi idea de lo que era ser
bueno iba para sacar nota, no para aprobar, como hacen muchos que quieren
entrar en el cielo como si el cielo fuera como el cine de Gómez, donde uno se
podía colar, dándole coba al Pedrero o con recomendaciones, como si fueran
hijos de guardias civiles que entraban de “gañote” por ser hijos del “cuerpo”.
No señalo el día de mi bautizo por no crear un conflicto en el calendario
religioso, pero cuando me bauticé lo hice por la tarde noche, ya casi a oscuras;
para darle tiempo a toda mi familia a que viniese del campo y para que los
trabajadores de la zapatería de mi abuelo Pedro Guerra, se asearan y se
quitaran el olor a cuero y a cerote. Yo había estado en duda para seguir mas
fielmente los pasos de mi modelo Jesús, si bautizarme o circuncidarme, pero
uno de los angelitos, el más flacucho me dijo que en Alcalá esto último no se
llevaba y que sólo lo hacían los judíos y algunos cristianos, pero por otras
razones y ya mayorcitos, y que dolía un montón, que te cortaban... bueno no lo
cuento porque me da grima el hacerlo. Opté por lo clásico, agua del pilón. Mis
padrinos, mis abuelos de “LAS VIÑAS”. Manolo y Petra, relucientes. Él con
mascota de fieltro con pluma de gallo inglés, terno gris, reloj chapado en oro
en el bolsillo izquierdo del chaleco, recién afeitado y oliendo ligeramente a
Reguera. Mi abuela, alta y seria con su moño negrísimo recogido en la nuca,
traje negro de cuerpo entero hasta por debajo de la rodilla, zapatos negros de
medio tacón, adornando sus orejas unos pendientes de aguamarina, recuerdo de
sus años en América y cubriéndola toda como una virgen serena, su mantón
negro de toda la vida. Yo vestía a lo clásico. No fui ostentoso. Más bien iba de
“trapillo”. El faldón blanco que cubría mi anatomía pagana, me lo había
confeccionado mi madre especialmente para aquel evento. Tres capas de tela
delicadamente superpuestas y con remates de punto inglés. Adornaba mi pecho
un lacito azul del que pendían una medalla de la Virgen de los Santos y un
escapulario del Beaterio, regalo de la hermana Lourdes, la portera. Si acaso
puedo señalar que ese día llevé un “chupe” nuevo obsequio de D. José Espinosa,
el de la botica de la Alameda.
El agua me cayó como un tiro. Me cogió de sorpresa. El padre Lara no avisaba,
te echaba el chorreón y después preguntaba. Pasé el mal trago sabiendo que
nada fácil agrada a Dios y que ya era a todos los efectos, socio y colaborador
de la Iglesia. No fue una celebración muy sonada, preferimos resaltar más el
hecho religioso que el acto pagano del convite, y sólo hubo unos vinos dulces
con piñonate para las mujeres, unos bizcochos exquisitos y algunos productos
que habían quedado de la navidad: polvorones, rosquitos de vino, alguna torta
de Inés Rosales y un chocolatito que había traído mi tía abuela Juliana de
Algeciras que hicieron las delicias del vecindario. Para los hombres garrafa de
Chiclana, un poco de asadura en manteca que puso mi abuela Inés, unos chorizos
también en manteca, un queso emborrado de cinco meses de curación que mi
abuela madrina había traído del campo y para todos, hombres y mujeres coñac
y anís. Juan Panera llegó tarde trayendo en un gran dornillo un refrito de los
que él hacia y que le puso los colores a cada uno fuera de los carrillos. Era una
especie de gazpacho caliente de los muchos que él hacia. En un perol de aceite
abundante le había echado bastantes dientes de ajos cortados en láminas, una
vez dorados le vertió un par de conejos cortados de la forma que se hace en
Alcalá, respetando las nueve partes, cuando estuvo el conejo le volcó un par de
cientos de espárragos, y una vez que todo estuvo frito le añadió una buena
jarra de agua caliente y después abundante pan de campo asentado de varios
días, tres o cuatro huevos duros cortado a trozos y a esperar que se empape
todo con las sustancias del dornillo. Su “machacao después”. Las mujeres se
comieron su platito pero los hombres arremetieron con las cucharas y las
navajas en el mismo dornillo.
Yo tenía mucho interés en bautizarme con agua de la “Fuente de las Presillas”
que era famosa desde mucho tiempo atrás por romper las piedras de los
riñones. A ella venían desde cientos de kilómetros personas aquejadas del mal
de piedra buscando el alivio para sus males. Años mas tarde cuando la voz se
corrió de que el agua de la fuente era buena, por su composición química para
desmoronar las piedras empezaron los pacientes a depositar en sus
alrededores, entre los acebuches, lentiscos y zarzas, santos rotos, pedazos de
estampas, cartones de almanaque con figuras de santos y a considerar que el
agua hacía milagros. Naturalmente los vecinos tenían otra idea de los milagros,
porque los alrededores de la fuente se convirtieran en un lugar cochambroso y
sucio que era un peligro para los animales que se comían los desperdicios
abandonados en las excursiones sanitarias.
Cuando yo nací aún no les había entrado a los enfermos el pique de la milagrería
y la Fuente de las Presillas era un lugar tranquilo que recogía en el frescor de
su entorno a vaqueros, porqueros...y a cuantos accedían al cigarro amigo y a la
conversación relajada. De allí retiraban agua para todos los alrededores, para
beber, para amasar... para el gasto de la casa. Todos los años se limpiaba por
mis abuelos del Zarandeo y estos tenían como concesión inmemorial el
usufructo del sobrante para el riego de la huerta. Mi abuelo hubiese estado
dispuesto a traer un cántaro de la milagrosa agua de Las Presillas y yo creo que
llegaría hasta a consultárselo al vicario de Alcalá, D. Manuel Barberá Saborido,
pero me temo que para evitar conflictos entre los niños de Alcalá y yo entre
ellos, me bautizaría con el agua de siempre: la de los Regajales, que no es mal
agua pero no es igual que la cantarina y soñadora agua de las Presillas.
¡Qué feliz me encontraba viendo a tanta gente feliz!
Mi padre estaba reluciente y hermoso. Mi madre me tenía en sus brazos. Unos
vecinos entraron y preguntaron ¿Y Manolito?... y dijo alguien “lo conoceréis
porque está envuelto en pañales y recostado en los brazos de su madre”. Y
siguieron pegándole a los avíos del bautizo.
Aquella feliz noche de mi bautizo, mi madre, después de haberme dado de
mamar me depositó entre los calentitos pañales de calostros y miel. Los cuatro
angelitos que cuidaban las cuatro esquinitas de mi cuna me estaban esperando
sentados en el filo, con las alitas colgando, esperándome para felicitarme.
Estaban como “angelitos con alitas nuevas”. No paraban de sonreírme y de
darme la enhorabuena y llevados por la emoción de los acontecimientos
empezaron con el ángel el cuadro donde estaba mi hermanita y yo a revolotear
por la habitación, haciendo figuras de santos en el aire. Sus estelas de luz iban
dibujando caras de niños que se habían bautizado como yo o que habían subido
al cielo y estaban en el jardín de infancia celestial. Los santos inocentes, los
santos nuevos o los nuevos santos. Era la habitación un desfile en el aire de
piedad y de gozo. Desde la cuna se oía una música suave que envolvía cada
rincón. El aire era como azul y ámbar y a través de la luz yo veía el infinito
espacio del cielo. Ya no podía ser más feliz. Ya estaba donde tiene que estar un
cristiano disfrutando en cada momento de lo que la vida tenía de celestial y
ameno. Yo era ya más religioso, desde mi cuna, que todas las mujeres que iban
por la mañana a la misa y por la tarde al rosario y a visitar la capilla de la virgen
de la calle LA SALADA.
Plantearme estas cuestiones desde mi cuna no sólo me hacían feliz, sino que
consideraba que a parte de ser un niño tremendamente religioso que era en lo
que me estaba convirtiendo con tanta oración y tanto recogimiento, mi espíritu
estaba madurando por días. Lo que para los demás niños era un estado de
imbecilidad puro y duro, repitiendo palabras o ruidos como ¡ajo! ¡Ta-ta-ta! y
pegando suspiritos para impresionar a los mayores, para mí era un ir
madurando desde mí mismo. Cuando sonaba “el maldito timbre” del despertador
a las seis de la mañana, yo ya llevaba un par de horas de meditación y
recogimiento. Algunos niños de mi edad, en el momento en que despertaban
empezaban a berrear como vacunos desconsolados, dándoles a sus madres y a
sus padres disgustos y sobresaltos; yo me despertaba y cuando veía que mi
madre y mi padre dormían, me estaba quietecito y empezaba a repasar y
recordar las canciones que mi madre me cantaba, y si no, me ponía a hablar solo
y a recitar plegarias para sentirme protegido.
Cuatro ángeles tiene mi cama
Cuatro ángeles que me la guardan.
Cuatro ángeles mi mesa tiene.
Cuatro ángeles
que la abastecen.
Cuarto ángeles
tiene mi arado
cuatro ángeles
para el trabajo.
Cuatro ángeles
El carro que me lleva.
Cuatro ángeles
Para mover sus ruedas
Cuarto ángeles
Tiene mi espíritu
Un solo ángel
el más antiguo.
Me veía en la penumbra de la noche revoloteando por la habitación con los
cuatro angelitos, haciendo, como las golondrinas, piruetas en el aire.
Recortando el espacio de la cuna jugando al esconder. Yo creía conocer mi casa
y siempre me escondía en los sitios donde pensaba que los angelitos jamás
lograrían encontrarme; en el zapato de mi madre, en el comedero del canario,
detrás del crucifijo... pero me equivocaba... siempre me encontraban. Me daban
unas avemarías de ventaja para que me diese tiempo a esconderme, pero
siempre el más regordete de los cuatro, cuando cantaba:
...Quien no se haya escondido
Tiempo ha tenido.....
Se iba derecho al sitio y me decía ¡¡te pillé!! Había un ángel que el pobre era
más bien flacucho, con decir que yo estaba más gordo que él...Estaba
aprendiendo a ser Ángel de la Guarda ya que antes, según decía él, había
estado de mandadero y se tiraba todo el día dando aletazos de un sitio a otro
del cielo y los Ángeles mayores que él se “cachondeaban” llamándolo de un sitio
o de otro y cuando llegaba al lugar le decían: no te he llamado yo, ha sido aquel
y lo trataban como a un aguador novicio de los corcheros de Alcalá. Pidió el
traslado a Ángel de la Guarda que aunque era más trabajoso, era más cómodo y
más si te toca un niño tan bueno como yo. Eso es lo que contaba a los demás y a
mí cuando nos sentábamos los cinco en la cuna para hablar y descansar de los
juegos.
Mi madre a veces se quedaba mirándome, como preocupada, sin entender qué
estaba pasando conmigo. Yo le sonreía y le decía con mis luminosos y brillantes
ojos: Mamá, no te preocupes, estoy bien, son cosas de mi vida interior.
Maduraba tan bien y comía tan bien que pronto empecé a meterle mano a la
cuchara. La cuchara para quien no se acuerde, al principio tiene un
inconveniente, que hay que agarrar y tirar y nuestros padres cuando tienen
prisa te la meten sin miramientos. No iba a ser yo como esos niños grandes que
no han soltado la cuchara en su vida y siempre que había que meterla estaban
dispuesto a hacerlo, tanto mas cuando lo que había que rebañar era de
“gañote”. Esa costumbre que todavía sigue por parte de algunos que han
inventado lo que se llama “cuchara bolígrafo” y siempre la tienen dispuesta para
llevársela a la boca en platos oficiales. ¡Qué esfuerzo tuve que hacer yo para
acostumbrarme! ¡Qué bien estaba yo agarrado al pezón suave y calentito de mí
madre!
Pero ya venía yo despuntando en parvulito. Sin darme cuenta había pasado, de
estar sentado en la zalea de piel de oveja que mi abuelo Manuel Martínez me
había traído para que mi sonrosado culito no estuviera en contacto con el suelo,
al gateo feliz cual perdigoncillo alegre y vivaracho. Ya dirigía mis primeros
besitos a las personas mayores cuando éstas venían a visitarme a mí y a mi
madre. Ya protestaba y hacía pucheritos cuando mi hermana me quitaba los
objetos de mis juegos o cuando interrumpía mis pensamientos. Ya balbuceaba
las letras y en el almanaque de la pared ponía Enero, 1951.
Mi vida está limitada
Mis días están contados
Y el día de mi muerte
Y se sabe de antemano.
Aún, mi infantil entender, no había tenido ningún contacto con la muerte. Había
oído algunas veces la palabra matanza que era sinónimo de alegría, y debía de
ser muy cierto porque alguien que venía de visita pegaba unos gritos tremendos
y algunos decían: abrázalo fuerte, cógele la mano, no lo sueltes... No había
tristeza y todos corrían de un sitio a otro. La casa cogía un olor muy raro, a
productos desconocidos. El vino corría de mano en mano y alguien hablaba de
que la “pajarilla” estaba riquísima. Mi abuela se remangaba las mangas y dejaba
ver sus blanquísimos brazos y unas manos rojas como nunca las había visto.
Aquello parecía sangre, pero no tenía conocimiento de lo que suponía porque lo
más rojo que había visto había sido el corazón del corazón de Jesús y alguna
estampa de San Sebastián que tenía el pobre unos pinchos clavados en el
cuerpo y por donde le salía algo de color rojo. Al de los gritos jamás lo vi. Al
año siguiente y casi por las mismas fechas apareció de nuevo por la casa, pegó
los mismos alaridos que supongo que serían de alegría y desapareció de nuevo.
Cuando años mas tarde me enteré de qué se trataba, siempre antes de
acostarme rezaba por el moribundo y no me hice musulmán por mi apego a la
morcilla. Todas las noches cuando de rodillas, de cara al Ángel de la Guarda
rezaba mis oraciones siempre me acordaba de pedir por él, por mamá, por papá,
por mi hermanita la chica, por mi abuelito, por mi abuelita, por mi abuelita del
campo, por mi abuelito del campo, por mi tío Andrés, por mi tía Maria, por mi
tío José Maria,, por mi tío Juan, por mi tía María la de mi tío Juan, por mi
primo Pedro, por mi tío José, por mi tía Juana, por mi tío José Maria, el del
campo, por mi tía Aurora, por mi tío Jaime, por mi tío Julio, por mi tía Petra,
por Pepa Rivas, por Francisca Carrillo, por Isabel Piñero, por Anita Herrera,
por su padre y por su madre, por el portugués, por la portuguesa, por su burro
y por su burra, por el borriquillo, por Seña Pepa por los mulos de Seña Pepa, por
Antoñón, por Felisón, por el Batata, por todos los niños del mundo por Juanito,
por Benjamín, por Jesusito el de Manuela Arana, por Agustín Marchante, por
Catalina Andrades... casi nunca terminaba mis oraciones porque mi madre me
cogía y me metía en mi cunita desde donde antes de coger el sueño y el chupe
me remataba con un par de oraciones de propina que me salían sin esfuerzo y
sin que nadie me obligara a ello. Me daba miedo de lo bueno que era y lo
“rezón” que me había vuelto. Todas estas cosas que yo guardaba en mi corazón
de niño cunero, las aireaba el vecindario diciendo siempre que podía: ¡ pero, que
niño mas bueno tienes, María, este va para santo o por lo menos para cura! No
sabían que yo me estaba preparando solito, sin ayuda de nadie para ser por lo
pronto el niño más bueno de la calle, después, ya veríamos. Es más, yo me olía a
santo, que es un olor distinto a los demás olores, difícil de distinguir, pero que
cuando uno huele como huele lo diferencia de los demás. Ya iba para cuatro
añitos. ¡Que bien hablaba! ¡Cómo distinguía las letras mayúsculas de las
minúsculas, cómo me sabía hasta el diez...!
Sólo me faltaba aprenderme los trabalenguas que me recitaba Arroyito en la
zapatería de mi abuelo Pedro.
Guerra tenía una parra
Y Parra tenía una perra.
La perra de parra
Rompió la parra de Guerra
Y Guerra aporreó
A la porra a la perra.
Si la perra de Parra
No hubiese roto
La parra de Guerra
Guerra no hubiese aporreado
Con la porra a la perra.
Cómo me sabía la vida de algunos santos.¡ Cuánto odio le cogí al romano Daciano!
¡Cómo intentaba seguir los pasos de mis modelos!.
Con cuatro añitos ya podía seguir una conversación con cualquiera que se
prestase a ello. Ya me podía tragar, sin menoscabo de mi integridad física y
química, la vida de santa Casilda, de San Fernando o las aventuras del Cid
Campeador. Yo repetía a todo aquel que lo quisiera oír: “El Cid fue un valiente
guerrero cristiano que conquistó a los árabes la ciudad de Valencia y los venció
en muchísimas batallas. Muchos fueron los caballeros que pelearon contra los
moros; pero por su virtud y valor el Cid fue el mejor de todos.”
Victorioso vuelve el Cid
A la ciudad de Cerdeña
De las guerras que ha tenido
Con los moros en Valencia.
Las trompetas van sonando
Por dar aviso que llega
Y entre todos se señala
El relincho de Babieca.
Con estas características, no podía ser más que un repelentazo niño pelirrojo,
pero no era así que yo fui humilde desde chico ante la ciencia y la cuna, pero,
¿qué queréis que os diga? Uno es como es y Dios hizo en mi maravillas para
envidia del vecindario.
Desde el balcón de mi casa, desde la zapatería de mis abuelos o desde el
silencio de la lluvia y el frío oía el latir de la calle La Salada. Juan Gutiérrez
(Juan Panera), era el primero que calentaba el aire de la mañana con los
panecillos y los molletes. Algunas veces venía a mi casa a que mi madre le
arreglara un poquito el pelo rizado que le caía por el cogote pero que se le iba
yendo de la frente cada vez con más velocidad, por más que él intentara
disimularlo. Venía cuando mi madre estaba agobiada, a cambiar peinado por
plancha o por faenas de la casa. Me limpiaba los mocos y otras cositas, me
dormía en sus brazos y me cantaba tiernas canciones con voz de legionario. Yo
me apretujaba en sus brazos oliendo a pan caliente y a jabón de Gibraltar. Juan
fue un extraordinario cocinero que dominaba como nadie el manejo del cochino,
las mantecas, los chicharrones, las manitas... además de los gazpachos y los
refritos. Cuando llegaban los carnavales de Trebujena se ponía en manos de mi
madre y ésta le colocaba un postizo que le cubría toda la cocorota, le adornaba
la cabeza de flores y colorines, se colocaba el traje rojo de faralaes que era
como la carpa de un circo y a disfrutar.
¡Calentitos los llevo!
El Patio del Horno se convertía todos los días en un hervidero de personas que
entraban y salían. Unos colocando leña en el patio para alimentar el fuego,
otros amasando, los clientes pidiendo el pan del último amasijo, los kilos, los
medios kilos, las teleras, las bobas...
Los niños tenían casi prohibida la entrada a aquel patio. ¡Cómo guardaba Pepa
Rivas su entorno! El día que no eran las plantas era la ropa, cuando no era la
ropa era el jaleo, cuando no era el jaleo era que se fueran a jugar a la puerta
de sus casas. Ni tan siquiera dejaba jugar a los chiquillos en el pórtico de la
entrada los días de lluvia. Yo no sé que le pasaba a Pepa Rivas que no se
ablandaba ni con mis oraciones. La única vez que me cogió en sus brazos fue
cuando me puse tan malito con la barriga que parecía que las tripitas se me iban
a salir de dolor y lo único que pedía a Jesusito, al Ángel de la Guarda, al
Corazón de Jesús y a la Santa Cena, era que el cura viniera me diera la
comunión y me dejaran morir. Ese día sí, ese día se le saltaron las lagrimas a
Pepa Rivas y me cogió en sus brazos mientras el médico llegaba, pero cuando
me puse bueno, en cuanto al cuerpo, que de la otra forma yo ya lo era, volvió
otra vez a las andadas con los chiquillos. ¡Cómo lloraba el vecindario viéndome
con mis manitas juntas pedir la comunión cuando ni tan siquiera se podía nadie
figurar que yo tenia uso de razón. ¡Cómo me dirigía con mis ojitos llorosos a
todos los santos de mi casa y a los de las casas de los demás. !
El niño Jesús nació, mientras no se demuestre lo contrario en un pesebre y en
Belén le daban calor un buey y una mula.
Quiquiriqui
Cristo nació.
¡En donde?
En Belén.
¿Quien te lo ha dicho?
Yo que lo sé.
Mi nacimiento fue quizás lo más parecido al del niño Jesús. Aunque yo no nací
en un pesebre, lo hice en la cama de mi madre y ayudado por Doña María, la
partera. Toda mi infancia estuvo rodeada por cuadras, estancias y posadas.
Casi enfrente de mi casa estaba la cuadra de Seña Pepa, en la calle del Sol,
estaba la de los Márquez, en la esquina de la calle Sol Bajo, junto a la calle de
la Salada, la de Andrés Benítez, donde cabían cerca de cincuenta animales, con
su bar, su posadero y su tienda de primeros alimentos, sin contar las dos que
existían a la entrada de la calle, junto a la capilla de la Virgen de los Santos.
En la plaza de la Cruz, en el lugar llamado LA ALAMEDA estaba la Posada de
la Cruz que también era fonda y pensión. Como se ve mi salud podía ser
resquebrajada en cualquier momento por las picaduras de los mosquitos
“cagajoneros” que pululaban por el pueblo buscándose la vida y la sangre. Todo
esto sin contar, corrales de gallinas, herrerías etc. Menos mal que las
golondrinas que siempre han sido bondadosas con los niños buenos se posaban
en los cables que daban al balcón de mi casa y arremetían contra los mosquitos
que querían chuparme la sangre y se llevaban todos los día los buches llenos a
costa mía. La vigilancia de mis carnes sonrosadas y tiernas, servían de cebo
para los dípteros que disfrutaban más conmigo que con el bueno de Jesucristo,
a quien le quitaron las espinas de la corana, no sin llevarse las pobres algún
pinchazo en sus aplanados picos.
Cuando las golondrinas les quitaron las espinas de la corona de Jesús
adquirieron de por vida el derecho a no ser molestadas jamás. Nadie se atrevía
a caer un nido de golondrina, una vez que estuviese hecho. Mientras los
animales estaban embarrados te podía permitir caérselo, una y otra vez en un
pulso a ver quien tenía más paciencia, pero una vez que el animal había colocado
la primera puesta, adquiría el titulo de intocable. Lo que más se podía hacer era
quejarse por el modo cómo te ponían el suelo y la pared Si por cualquier
casualidad se te ocurría caerle el nido ya hecho “el Señor te castigaba y te
podían salir unos golondrinos en el sobaco que te podían causar unas fiebres
muy altas y en algunos casos producirte la muerte”. Estas historias corrían
entre los chiquillos que al llegar la primavera rebuscaban por los alrededores
del pueblo los nidos de jilgueros, de chamarines, de sisones... y todavía no se
les había caído el moco de encima del labio cuando ya andaban en las labores de
las perchas, las jaulas y los grillos.
Cada día era para mi una aventura, una experiencia nueva. Cuando salía de la
manita de mi madre, no tenía oídos ni vista nada más que para el aprendizaje.
Cualquier cosa me llamaba la atención. A pesar de haberme dado cuenta ya de
que el hombre era el ser más perfecto de la creación, no por ello dejaba de
admirar a cada animal que me encontraba en la calle. Las plantas de los patios
en sus latas me traían perfumes que la naturaleza había puesto allí par mí. El
rosal lleno de flores diminutas y encarnadas me alegraban mi infancia feliz y
despreocupada.
Y yo preguntaba con mi pequeña voz.
¿Qué es el perro? Y contestaba mi mamá: un animal ¿Y la rosa? Un vegetal. ¿Y
el hierro? Un mineral y mi madre me decía llena de cariño y compresión:
pués estas tres cosas,
que tú me has nombrado,
son los tres reinos,
que Dios ha creado.
Yo estaba hecho un campo abonado para la cultura y los conocimientos.
Cualquier migaja de saber que cayese sobre mí, florecía al instante, enraizaba
en mi alma y al poco tiempo se me iba al tallo buscando dar sus frutos. Yo
observaba que los demás niños, no eran como yo. Eran más duros en la
adquisición de materia cultural. Les costaba mas digerir la alfalfa pedagógica
que la vida les ofrecía a sus tiernos dientecillos infantiles. Sus mentes
parecían pedregales yermos donde sólo crecían malas palabras y malos modos.
Había niños de mi edad que se peleaban por los chupetes, escupían e incluso
decían palabrotas y es que sus padres los llevaban con ellos a los bares y en los
bares aprendían lo que aprendían. Ya pasaba mi tiempo oyendo vidas de santos.
¡Cuántas veces me tiraba horas y horas esperando que viniera alguien a mi casa
para deleitarme con las historias de los niños que entregaron su vida por sus
creencias! ¡Cómo lloraba oyendo la vida de Santa Eulalia a quien Daciano mandó
que rasgaran sus carnes con garfios de hierro, chamuscaran su cuerpo con
antorchas, desencajaran sus huesos en un potro y echaran cal viva sobre ella...
y la catalana o extremeña, gritando: ¡Podréis quitarme la vida del cuerpo, pero
no me quitarás la vida eterna! Finalmente la pusieron en una cruz y su cuerpo
subió al cielo. O la vida de esos niños, los santos Justo y Pastor. Estos
chiquillos eran de Alcalá (de Henares) y se enteraron que Daciano quería que
todos adoraran a los dioses paganos y ellos le dijeron que no. Y Daciano que
tenía la mano ligerilla, no hay mas que ver lo que le hizo un poco mas arriba a
Santa Eulalia, después de azotarlos, les mandó cortar el cuello. Cuenta la
leyenda que sobre las piedras donde le rebanaron las cabezas quedaron
impresas milagrosamente sus huellas.
A estos santos les pasó lo mismo que al ladrón que fue a robarle a la Virgen a
nuestro Santuario y con los nervios, porque le estaba robando las cosas a la
madre de Dios, en su carrera perdió pie y vino a caerse en la puerta que está
mirando al olivar y allí dejo grabada su mano pera recordarles a todos que a la
Virgen no se le roba, que eso es un sacrilegio que es muy difícil de perdonar.
Cuenta la leyenda que para que la huella se quedara grabada, la Virgen de los
Santos contó con la colaboración de un picapedrero de los muchos que
trabajaban la arenisca en los alrededores de la ermita. La historia está ahí y no
deja de ser bonita y además reforzaba el valor del poder de los santos y de las
vírgenes.
Pero había alguien por el que yo tenía verdadera devoción y no me hubiese
importado haber nacido muchos años antes y haberme perdido un montón de
cosas en la vida por haber gozado de su compañía y por que no decirlo, del olor
de su santidad. Este no era otro que el sin par San Tarsicio a quien yo no me
cansaba de imitar aunque solo fuera con el pensamiento.
San Tarsicio era monaguillo nada menos que de San Calixto, yo solo lo era y aun
no estaba fijo, del padre Lara, del padre Quintero y excepcionalmente del
Padre Barberá. Y los cristianos se valían de él para llevar la comunión a los
presos cristianos que estaban en la cárcel “mamertina”. El día quince de Agosto
del 257, cuando iba a cumplir su sagrada misión fue detenido por un grupo de
soldados. Le dijeron que le enseñara lo que llevaba escondido debajo de su
vestido, pero él se negó rotundamente. (El romano tenía que ser un mondrigón
imperial). Le dieron cuartelillo y quisieron quitarle las Sagradas Formas pero se
negó a ello y dijo con energía: ¡¡Jamás entregaré a perros rabiosos el cuerpo de
mi Dios”!! Si Morilla, el hijo del sastre, hubiese tenido la suerte de haber
nacido en aquel tiempo se hubiese lanzado al pescuezo del romano y le hubiera
dado una “tragantá” que al romano se le hubiesen quitado las ganas de meterse
con Tarsicio: Bueno era Morilla con las cosas de Tarsicio. Pero Morilla no
estaba allí ni yo tampoco y así pasó lo que pasó. Al pobre de Tarsicio nuestro
ídolo lo enviaron al cielo de una paliza. ¡Qué bruto hay que ser¡
¿Dónde estabas Viriato?
Por su valor y heroísmo
Viriato, Pastor lusitano,
Es llamado por la historia
El terror de los romanos.
Desde chico tengo la ilusión de ir a París a la casa de San Vicente de Paúl,
donde están sus restos para rezar ante sus reliquias.
Yo no quería nada más que ser santo. Y me hubiese ido a tierra de moros para
recibir la palma del martirio, pero... ¿a dónde me iba?, ¿A la Alameda a que el
moro Oncala me sacrificara?, ¿A la mesa del Esparragal para que el moro Juan
me crucificara o me jugara a las cartas? ¿A Ceuta?... no lo tenía yo muy claro
pero para ir moldeando mi carácter en santidad me metí de lleno a monaguillo y
empecé a prepararme para recibir a Jesús en mi pechito. Es decir: LA
PRIMERA COMUNIÓN.
No fui feliz, al contrario de lo que se ha escrito por ahí sobre mí, el día de mi
primera comunión no fue feliz, al menos no todo lo feliz que yo hubiese deseado
y que me merecía. A algunos niños se les partía la boca diciendo: “Este es el
día más feliz de mi vida porque recibí en mi albino pechito a Jesús bajo la
especie de pan”. Las niñas decían lo mismo, pero en vez de albino pechito
decían: pechillo en flor que a mí me sonaba mejor y sin duda es más florido. Y
no fui feliz porque empecé a darme cuenta (bueno yo ya me daba cuenta de
todo, pero a darme mas todavía), que la primera comunión algunos niños la
hacían no para recibir en su “albino pechito” o en su “pechillo en flor” el divino
cuerpo de Jesús, sino para presumir. Y lo demuestro.
Pepa Candelera, costurera a domicilio, me había hecho un traje de marinerito
que me quedaba de dulce. Si acaso me faltaba el “lepanto” para ser un
auténtico héroe de la armada española. Mis zapatitos blancos de charol me los
había comprado mi madre en lo de Vasconia, que tenía una niña llamada Juanita
que ya conocía las mieles del Sagrario del año anterior y sabía de zapatos y
comuniones, y le ayudó a mi madre a escogerlos. Los zapatos fueron regalo de
mis padrinos de bautizo, mi mudita nueva, calzoncillos a media pierna con su
rajita, camisetita blanca a mitad del brazo porque aunque era Mayo, aún se
podía coger relente. Todo del paquete que mi tía Paca me había mandado de
Almacenes Eduardo, calcetines de punto fino, haciendo juego con el blanco de
mis ojos, un cordón con su crucifijo de oro y nácar y “mi librito” donde estaban
grabados todos los compromisos que iba a adquirir con el nuevo sacramento. Mi
madre elegantísima y guapa, como siempre, me llevaba cogidito de la mano
derecha, mientras en la izquierda llevaba un montón de estampitas en las que
figuraba el niño Jesús, como un pastorcillo, en un pequeño prado cuidando a dos
ovejitas, mientras vigilaba a otra que estaba cruzando un puente en un tímido
arroyo. Debajo del puente, las tablas de la ley con “ocho mandamientos” y una
inscripción en pequeño que decía: Print in Spain. Y por detrás. Recuerdo de la
primera comunión de Manuel Guerra Martínez, alumno del colegio de la Sagrada
Familia. Recibida en la Parroquia del Mártir San Jorge el día 29 de Mayo de
1955.
RECIBE, OH JESÚS, MI CORAZON DE ANGEL PARA PODER LUEGO
OFRECERTE UN CORAZON SANTO. Y esto me lo decía a mí la Imprenta
Navarro. Hasta Chiclana había llegado mi bondad, mi inocencia y mi pureza.
Mi padre se había parado un momento en el bar de las Columnas, para
solucionar un problema con un tal Vélez pero enseguida nos alcanzaría.
Cual no sería mi sorpresa, cuando ya camino de enderezar la calle Carrera, mi
madre y yo, vimos venir a Paquito María, el sobrino de Rafaela, la peluquera de
la calle Los Pozos, vestido, no de marinerito, como habíamos quedado en el
colegio, sino de Almirante de la Real Armada Española, con lo cual todos los
niños estábamos a las órdenes de Paquito Maria, el sobrinito de Rafaela. Los
maestros colocaron en la cabeza de la fila al “almirante” y todos íbamos detrás
del ”almirante” como si fuésemos a una jura de bandera. Se rumoreó que
Paquito María, con eso del traje de almirante llegó a coger en las visitas que
hizo a los familiares y amigos para que le vieran a él y al traje de almirante una
buena cantidad de pesetas e incluso se dijo que un tío suyo, llamado “Perdigón”,
de Sevilla, le dio un billete de mil pesetas.
Paquito María nos amargó el día. Fue tanto así que los niños que hicimos la
primera comunión en el 1955, “a las órdenes de Paquito Maria”, nos hemos
puesto de acuerdo para repetirla, pero esta vez sin avisar a Paquito Maria
porque éste es capaz de venir vestido de presidente de gobierno, de rey o
incluso hasta de reina Federica, (que ya no te puedes fiar).
Se me pasó el berrinche con el chocolate y el bizcocho del horno de Pileta y
pasando de Paquito María y su almirantazgo me pedí la licencia y me fui a lo
mío: el monaguilleo de donde nunca debí salir ni para hacer la Primera Comunión.
Tenía que haber hecho lo mismo que hizo un niño de la calle de La Salada
llamado Pedro Guerra, Este tierno joven, de gruesas y peludas patas, solía
intercambiar sus estancias vitales entre el pueblo y el campo. Su madre lo
mandaba a la finca de sus abuelos allá en el SARANDEO, donde iba al colegio,
más por no olvidar que por aprender, a una finca que llamaban CABEZA
REDONDA. Allí llegó por primera vez un maestro rural que como todo buen
maestro, además de enseñar a los niños a leer y a escribir que intentaba como
un auténtico misionero de la cultura inculcar, en las bucólicas cabezas de los
antiguos niños de las VIÑAS, no sólo el cultivo de la mente sino también del
espíritu.
Allí estaba el bueno de Pedro el día en el que el Padre Quintero, valiente y leal
legionario, se trasladó para impartir la primera comunión a los niños de los
alrededores. Pedro no estaba aún maduro para tan solemne acto, aun le
faltaban unos días para estar en su sazón espiritual, pero él viendo que los
niños se acercaban al cura y como es tan golosísimo se arrima a la fila, abre la
boca y ¡catapún! Se “engargoló” al niño Jesús.
Aquella primera comunión dada en CABEZA REDONDA estuvo presidida por D.
Francisco Serrano, que en los futuros años llegaría a ser un cristianísimo
electricista que impartiría doctrina en la lucha contra la desigualdad y el
capitalismo. El cristianísimo de Paco tenía entre sus objetos personales hasta
dos guardias civiles, (yo tenía cinco Ángeles de la Guarda) que lo protegían.
Paco daba ejemplo a los chiquillos de lo que era ser un buen cristiano, le besaba
la mano al padre Quintero de tal forma, que si este no se la quitaba, se la
dejaba en los huesos y gracias a él, (eso al menos decía ) se llevo la enseñanza a
los olivares de las Viñas.
A los pocos días, Pedro viene al pueblo llamado por sus progenitores para
HACER LA PRIMERA COMUNIÓN con sus amiguitos del colegio y en las
Escuelas de la Sagrada Familia como estaba mandado y para lo que había venido
preparándose concienzudamente. Retoques en el traje de marinerito de su
hermano que había hecho la primera comunión militar a las órdenes de Paco
María. Prueba de los zapatos de charol blanco por si aún se podían aprovechar...
etc.
¡Esto ¿para qué es mamá?, Preguntó el inocente y tierno viñero. A lo que la
madre le contesta: para hacer la primera comunión, precioso y tierno hijo...
¡¡YO YA LA HE HECHO!!
Dios Santo y Bendito ¿qué hacemos? La madre reflexiona un momento, coge la
alpargata y dándole un alpargatazo y un grito o un grito y un alpargatazo o
ambos a la vez, le dice: ¡Pedrito, ¿pero cómo me has podido dar este disgusto?
Para que te enteres ahora va s a estar haciendo la primera comunión hasta que
yo me canse.
Pero el hecho es que Pedro dejó de ser catequizado en el campo y empezó por
la SEGUNDA PRIMERA COMUNIÓN. Y ahí está el tío con dos primeras
comuniones en el pecho y paseándose por el pueblo tan ancho.





Manuel Guerra Martínez
Apuntes Históricos y de Nuestro Patrimonio
San Jorge 2008
CONTINUARA...

El tiempo que hará...