Incluso en nuestras conversaciones
cotidianas podemos comprobar cómo las palabras son unos recipientes amplios
que, como si fueran cocteleras trasparentes, cada interlocutor, al
pronunciarlas o al escucharlas, las llenan y las vacían permanentemente de
diversos significados personales. El valor de las palabras depende, en gran
medida, de la huella afectiva que le produce al que la emplea, al que la
pronuncia o a que la escucha. Nuestras múltiples experiencias como hablantes y
las diferentes circunstancias que concurren en nuestras vidas determinan que
los objetos, los sucesos y las palabras se tiñan de colores, adquieran sabores
y provoquen resonancias sentimentales que, no lo olvidemos, constituyen el
fundamento más profundo de nuestros juicios, de nuestras actitudes y de nuestros
comportamientos. Las palabras las vivimos o las
malvivimos, nos nutren o nos enferman.
Las palabras poseen un fondo
permanente, que es el que figura en los diccionarios, pero, además, se llenan
de esos otros significados emocionales que son mucho más importantes y más
poderosos. Son valores que los enriquecen o los empobrecen y los convierten en
eficaces instrumentos de la construcción y de la destrucción del cada ser humano
y de cada sociedad.
¿Qué sentidos tienen, por
ejemplo, las palabras “mar”, “río”,
“montaña”, “valle”, “hombre”, “mujer”, “niño”, “anciano”, “amor” u “odio”? ¿No
es cierto que las palabras, poseen unos sentidos diferentes que les damos los
hablantes y los oyentes cuando establecemos la comunicación, cuando,
integrándolas en la cadena de un discurso, las usamos como vehículos para
transmitir nuestras ideas, nuestras sensaciones o nuestros sentimientos, como
vínculos para unirnos, como látigos para agredir o como pistolas para matar? La
palabra “mar” no significa lo mismo pronunciada por un pescador de Barbate, por
un pasajero de un trasatlántico de lujo, por un cordobés que veranea en Conil
de la Frontera o por un emigrante que atraviesa en patera el Estrecho de
Gibraltar.
Los vocablos, efectivamente, no
están completamente llenos hasta que los pronunciamos y los escuchamos. Es
entonces cuando las palabras adquieren sustancia humana, calor vital y
vibración emocional, de la misma manera que las cuerdas de una guitarra sólo
expresan sensaciones, sólo transmiten sentimientos, cuando unos dedos maestros
las acarician.
Pero también es verdad que
algunas palabras pueden estar vacías, son las que carecen de contenido humano:
no nos hieren, no nos envenenan ni nos matan, pero nos aburren, nos hastían y
pueden hartarnos, enojarnos e irritarnos. Son canales de meras flatulencias
que, quizás, desahogan a los que las emiten, pero nos aburren a quienes las
escuchamos. Las palabras, para que sean humanas, han de estar vivas, han de
latir y tener temperatura. Hablamos y escribimos con
experiencias y con imágenes, más que con gramáticas y con diccionarios por muy
importantes que éstos sean.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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