lunes, 12 de marzo de 2007

Recuerdos de José Sánchez Romero

Me pide mi buen amigo Andrés Camacho, Presidente de la Asociación de Antiguos Alumnos de la Safa de Alcalá de los Gazules, una colaboración para el libro de fotografías que se va a editar con motivo del cincuenta aniversario de la apertura del centro de Alcalá.
La colaboración, me dice Andrés en su atenta carta, ha de consistir en un texto con impresiones, recuerdos y anécdotas de aquellos años ya lejanos en el tiempo y en mi memoria.
Es difícil, al menos para mí, recordar con nitidez las vivencias de un tiempo que, aunque no olvidado, sí está en la parte del álbum de los recuerdos donde las fotografías comienzan a adquirir ese barniz amarillento que el tiempo se encarga de ir aumentando inexorablemente.
Inevitable y afortunadamente, -señal de que estamos vivos- nuestro devenir cotidiano se encarga de renovar esas fotografías, unas en color, -las alegrías- otras en blanco y negro, -las tristezas- que cada uno manejará a su antojo cuando la ocasión lo requiera. Toda nuestra vida está impregnada por las sensaciones que percibimos a través de los cinco sentidos: la vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato.
Y, en esta coyuntura, abro el libro de recuerdos por la página donde, además del olor peculiar a papel viejo, comienzan a llegar a mi olfato una multitud de sensaciones que casi tenía olvidadas.
Desde algún rincón escondido de mi cerebro, las neuronas se encargan de recordarme el aula que mis pies de niño asustado pisaron por primera vez: la clase de Doña Paquita, aquél olor a lápiz de madera de cedro y goma de borrar.
El olor de la tela nueva del babi azul recién estrenado, que los más pequeños abrochábamos por detrás y los mayores por delante.
El aroma de la leche en polvo americana, -qué buenos los americanos por aquel entonces- que ascendía desde el comedor hasta las clases, se encargaba de avisarnos que estaba próxima la hora del recreo.
Viene a mi memoria, -como no- el insufrible olor del yodo que nos suministraban para combatir el bocio, y de cuya dosis intentaban inútilmente escapar algunos colocándose reiteradamente el último de la fila creyendo que alguna vez se agotaría...
Y, después de las sensaciones olfativas, las auditivas. Resuena de nuevo en mi oído el sonido agudo del silbato del director, -“ya ha tocado el pito”- que marcaba los tiempos de entrada, final del recreo, y salida.
La canción monótona de una clase recitando la tabla de multiplicar –dos por una dos, dos por dos...-. Los cantos en la antigua Iglesia de Santa Clara en el mes de Mayo, mes de María, -venid y vamos todos...-. Las pruebas de canto que D. Manuel Mansilla –q.e.p.d.- nos hacía pasar a formar parte del coro y que un servidor nunca superó...
El recitar una y otra vez las oraciones del catecismo, las confesiones con el padre Mansilla al comenzar la Cuaresma, -¡qué pecados podíamos cometer en aquel tiempo que no fueran el de la holgazanería y la boca abierta para zamparse cualquier cosa comestible que llegara a nuestras manos!- las clases de permanencia –que eran de pago-.
El ruido del tropel que descendía escaleras abajo buscando la vuelta a casa.
A veces ocurre que, cuando buscamos algo en un cajón repleto de objetos, después de removerlo todo, aparece. Igual sucede con nuestra memoria, cuando removemos, van surgiendo aquellas imágenes que, aunque borrosas, considerábamos perdidas. Afloran aquellos recuerdos de tantos y tantos instantes que vivimos y sentimos en aquel centro.
Olores, sonidos, imágenes y recuerdos... Recuerdo un patio blanco y azul. El blanco del mármol y el azul de unos uniformes, en formación de a uno –a cubrirse...- Gracias a esto los que hicimos el servicio militar aprendimos antes a formar...
Recuerdo a mis compañeros de clase durante los seis años, aproximadamente, que pasé en aquel centro. Algunos se marcharon para siempre, Jorge Blanco, Diego Lozano... que Dios los tenga en su gloria.
Los que marcharon a otros lugares, en busca de un porvenir que, por culpa del butano, en Alcalá se tornaba oscuro. Los Gameros, los Collantes, los Muñiz, los Alconcheles, los Lobón, -uno blanco, “El ceniza” y otro negro, José-, los Ríos –José Antonio, Tomás y Jorge-. Una lista interminable de la que seguro me olvidaría de alguno. Lo mismo que olvidaría mencionar a alguno de los que, para fortuna nuestra, hemos conseguido vivir en nuestro pueblo y de nuestro trabajo.
Recuerdo sobre todo a mi maestro de entonces D. Francisco Peláez, que se inventó una competición a base de vales que se conseguían, o se perdían, con los méritos o desméritos académicos. Y su particular interpretación de la disciplina académica al uso, que consistía en que los alumnos se administraran entre ellos mismos la ración de tortas a la que, por razón de la falta cometida, tuvieran derecho –no se me olvida una con Antoñito Leal y un servidor...-.
A los directores, D. José Palomino, que imponía cuando te miraba a través de aquellas gafas oscuras. A D. Juan Lozano, a D. Juan Coca...
Son tantos los recuerdos y tantas las sensaciones, que es imposible condensarlas en un texto reducido. Hoy he vuelto a rememorar aquellos instantes, he desempolvado los momentos que viví, me he dejado llevar por la nostalgia de un pasado que no volverá, o quien sabe, puede que haya vuelto...
Mis tres hijos han recorrido también los mismos pasillos, han percibido los mismos olores, han recibido educación y formación en las mismas aulas...
Seguro que, desde su altura, la torre-campanario del antiguo convento que domina el patio los ha visto entrar cada día, y los verá, como a todos nosotros nos sucedió, salir algún día con un ciclo de enseñanza cumplido.
Yo le pido a Dios que esa torre siga ahí, pendiente de quien entra y quien sale. Y permita el Señor que sean los hijos de nuestros hijos y así, de generación en generación, por los siglos de los siglos. Amén.


Alcalá de los Gazules, 2 de julio de 2004
José Sánchez Romero

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El tiempo que hará...