Voy a contar una historia… Según el diccionario de la R.A.E., la palabra historia, entre otras acepciones, quiere decir narración de acontecimientos pasados dignos de memoria. En otro apartado, admite la posibilidad de que esta narración no tiene porque estar basada en hechos auténticamente reales, también puede tratarse de sucesos producto de la imaginación del que escribe o entremezclados entre la realidad y la fantasía.
Seguramente, lo que voy a contar, a muchos les parecerá que son acontecimientos dignos de memoria, a otros, todo lo contrario, y tienen razón las dos partes. Porque, como dijo el poeta, “nada es verdad ni es mentira, todo depende del color del cristal con que se mira…”.
De todos modos, vaya por delante este relato, visto a través del cristal del cariño, del agradecimiento mas sincero a quienes hicieron posible que en esa calle fuera feliz de niño, y también a los que envolvieron aquellos años con el pañuelo del afecto sincero y el calor de la gente buena y honrada.
La vida de los vecinos de una calle de Alcalá, allá por los finales de los 60 y principios de los 70, un lugar como otro cualquiera para muchos, no así para mí, y seguramente para todos los que han nacido y se han hecho hombres y mujeres en ella. Todos aquellos para quienes sus blancas paredes han sido testigos mudos -¡ay, si las paredes hablaran!- de su existencia, de sus avatares. Porque de todo hubo, y de todo hay, en la calle del Sol.
Hoy, cuando paso por allí, me parece ver y oír, oler y sentir, tocar y hasta paladear la esencia de aquellos años.
Y conste que no nací allí, que me alumbraron en otra muy cerca, la del Despeñadero, pero mi corazón y mis recuerdos están en la calle del Sol por siempre y para siempre.
¿Por qué “del Sol”? No lo sé, supongo que será porque la luz del sol la inunda desde el alba hasta el ocaso, desde su comienzo muy cerquita de la Alameda hasta el final, en la calle de la Salada o de Ntra. Sra. de los Santos. Esa luz es la primera sensación que cosquillea en mi interior. Blancas fachadas de cal resplandecientes por los rayos de luz natural, imagen de una cultura que todavía habita en nuestras raíces más profundas: la árabe.
Y como vestigio de aquella cultura, en las tardes del estío, los vecinos sentados en la casapuerta una vez el sol en su ocaso, asomándose tímidamente por entre los eucaliptos de la Coracha.
Vecinos, hombres y mujeres, niños y niñas, humildes, por no decir pobres, sin más patrimonio que las manos para trabajar. Y trabajar duro, porque la casa se llenaba de hijos enseguida y el jornal no alcanzaba para todos.
Calle empedrada, cuyo pavimento fue reformado como el de tantas otras, gracias a los fondos del empleo comunitario de principios de los 80.
Calle estrecha, para protegerse del sol, donde se sabía lo que se cocinaba en casa del otro por el olor que les llegaba desde la cocinilla, que muchas veces era un habitáculo contiguo a la vivienda. Y tan estrecha era que se podía mantener conversación con el de enfrente con sólo mantener la puerta abierta.
Casas pequeñas para acoger tantos hijos. Aposentos de apenas 40 ó 50 metros cuadrados donde de día había que recoger las camas de los niños, cuando las había, para poder realizar las tareas domésticas con desahogo. Allí dormían todos, en una misma habitación, de dos en dos, o de tres en tres, dependiendo del tamaño del catre. La habitación, por llamarle de alguna manera, donde yacía el matrimonio quedaba separada del resto por una simple cortina.
Con el paso del tiempo, aquellos cuartos se fueron ampliando con otro más al lado y con el mayor sacrificio y la ayuda de todos, mayores y pequeños, se construía una accesoria encima. Y hoy la tengo de ladrillo, pero mañana, si Dios quiere, la enfosco de cemento y después le doy una manita de cal… y así, poco a poco, se fueron agrandando aquellas casitas para dar cobijo a tanta prole.
Viviendas muy humildes, como sus moradores, pero tenían un encanto, un no se qué… Con aquella foto color sepia de los abuelos colgada en la pared. Y la de cuando la boda. O aquella otra del hijo mayor en la jura de bandera. Por aquel entonces no se llevaba el álbum de fotos, no había posibles para tanto dispendio. Ni mucho menos el video del convite… La televisión se veía de contrabando en el bar de Arroyo o en casa de Manuel Cuesta y Manuela Arana, que fueron de los primeros en tener televisor en el barrio…
Casas muy reducidas, pero había calor en ellas. Auténtico calor de hogar, la familia toda junta y algún que otro visitante, alrededor del brasero de picón en las frías y, en aquel tiempo, lluviosas noches de invierno. Tertulias nocturnas donde los mayores contaban a los pequeños historias de sustos y gallinas con pollos andando por el campo de noche. O un cura con sotana que decían que salía enfrente de la Peña la Negra. Y los chiquillos con los ojos abiertos, desorbitados, más por el miedo que por la curiosidad. Como que más de una vez salían corriendo para casa, en la oscuridad de la noche, huyendo del escalofrío de terror que les recorría la espalda.
Calle, también, con su industria. Como la carpintería de Pepe Romero, el Pichi, al comienzo de la calle, donde Paco Pimpinela puso más tarde la tiendecita. Allí tenía Pepe un caballito de madera con su montura, sus estribos y todos los arreos y mi ilusión de niño era que me lo diera. No lo conseguí, por mucho que intenté camelarlo haciéndole algunos recados.
O la otra carpintería, la de Pepe “el largo” como le decíamos. Un hombre que apareció, un buen día, buscando nuevos horizontes y se instaló. Creo que venía de un pueblo de la sierra de Málaga. El taller era una habitación, muy estrecha, donde Pepe tenía el banco de carpintero y una cama de mueble plegable que de día recogía y de noche extendía, un lavabo y una silla por mobiliario. Nunca entendimos que se pudiera ganar la vida arreglando patas rotas de sillas y mesas y lavaderos de madera… Acabó haciendo corchos para las abejas con las tablas que, por unas pocas perrillas, le arrimábamos los chiquillos.
El gorrino que, dentro de un cajón de madera, criaba Juana Méndez con un biberón, hasta que se hacía un poco más grande y se lo llevaba a la cochinera de la Coracha. Porque Juana se ayudaba – hoy se diría en la “economía sumergida” - criando cochinos en aquellas cuevas a base de recoger desperdicios por las casas. Animales que luego vendía a los carniceros de la plaza de abastos y con lo obtenido había para unos cuantos platos de comida. O para pagar la “dita” de la cadenita de oro que le compró a Paca para la comunión. Entonces se hacían los apartijos de las monedas, cuando las había, en las tacitas que adornaban la cómoda o la alacena. Lo del dinero en el banco era cosa de otros…
La Levita, Catalina, también vecina, tenía otra cueva en el mismo lugar, donde criaba igualmente marranos y atendía otros asuntos…
Todavía me parece estar oliendo aquel puchero que ponía y al que, aparte de unos pocos garbanzos, le echaba, para darle alguna enjundia, un pedazo de hueso de vaca. Que, más que fundamento, lo que daba era un olor… Después le añadía un puñado de fideos de los gordos y aquello para ella era un festín.
Y la carbonería de Petronila. Carbón para la cocina y picón para el brasero. Aún me parece verla, con su hijo Jacinto, Catalina la Levita, y Manolo Poley con su madre, cuando juntos iban todos los días al cine de Gómez. Que para eso Poley era allí una autoridad.
O la peluquería de María Martínez, antes de trasladarse al Santo Domingo. En el patio de entrada se jugaba al toro, como mandaban los cánones de la época.
Y qué deciros de Francisca Ramírez y el maestro Perea. Aquél del que cuentan que, cuando se instauró la II República, con la amnistía que se decretó por la efeméride, y bajo los efectos del vino, hizo lo mismo con los jilgueros que tenía en una jaula.
De ahí la coplilla de carnaval que dice:
“Y salieron cantando (los pájaros)
que vivan las ideas
de ese hombre tan bueno,
Antonio Perea”.
Los hombres, la mayoría arrieros. Gente de monte, Cristóbal Ríos, José y Antonio Bermejo. Y Juan Romero Torres,”Chaparro” que fue el albañil de la calle, cuando el maestro Perea abandonó el oficio por causa de la edad. El encargado de hacer todos los “chapús” que salían y el que dejaba mi casa “como un palomar” de blanca cuando tocaba darle la cal.
Buenas personas como Quico, hermano de Juana Méndez, que trabajaba con Visglerio en Patrite. La humanidad entera le cabía en el corazón a Quico, que terminó sus días junto a su hermana en la calle del Sol.
Las mujeres, Micaela y Maria Antonia Bermejo, y Quica y María Cabrera, en sus casas, sacando los chiquillos adelante y haciendo malabares con el escaso jornal. Eran los tiempos de la libreta en la tienda. La cuenta se pagaba, en parte, cuando finalizaban las campañas del rozo, las corchas, etc.
Y así nos criamos, en medio de esta gente que sólo nos dio ejemplo de honradez y trabajo. Gente que con el fruto de su labor, fue agrandando su casa, poniéndole su cuarto de baño, que en el barrio los únicos que tenían cuarto de baño eran Vicente Marchante y nosotros…
Y los chiquillos de la calle, los Chaparritos, los Bermejos, los Cabrera, primos hermanos. Trabajadores y buenos futbolistas, que para eso tenían La Coracha al lado para organizar buenos partidos. Traviesos como tabardillos, no había un nido en aquellos árboles, por muy alto que estuviera, que no fuera visitado. Y las higueras bravías, que nos dejaban la boca como los gorriones, llena de boqueras y un picor por el cuerpo que no se quitaba…
Y las guerrillas con los de la Plaza Alta, que siempre ganaban éstos porque desde el Castillo nos comían a pedradas.
Y la gente que volvía de los entierros, que cortaban camino por esta calle, con su luto y su dolor a cuestas.
Y mi madre, que se asomaba al pico de la Coracha para recordar tiempos mejores en el molino de su padre en el Prado…
Calle del Sol, calle de la ilusión por un mundo mejor, por un mejor pasar, que era la aspiración de todos los que allí vivían. Calle de la solidaridad, que allí nadie se quedaba sin comer un día gracias a la vecina de al lado, o la de enfrente.
Calle de casas con las puertas abiertas todo el día, para quien quiera entrar y sentarse a echar un rato de conversación. Hoy, cuando la vida ha dado más vueltas de la cuenta para algunos, me alegra ver cómo estas familias han salido adelante. Trabajando, con su sudor. Me entristece cuando miro hacia atrás y compruebo cuantos faltan, los que se fueron para siempre. La Calle del Sol, desde el cielo, es la primera que se ve de Alcalá.
Yo sé que, desde allá arriba, nos están viendo. Porque, a pesar de ser tan chiquitilla, tan estrechita, sus paredes tienen una claridad muy particular, brilla la blanca cal sobre el pavimento y la calle se convierte en un espejo por el que nos ven Juana, Chaparro, Bermejo, Poley, la Levita, Quico…en fin, todos aquellos que hicieron de aquella calle algo diferente a las demás.
Podría continuar y dormirme en el recuerdo de un tiempo que no volverá, pero que siempre está ahí latente, para cuando yo quiera despertarlo. Podría hacer de esta historia un relato interminable, pero no es mi intención. La foto fija de la Calle del Sol de aquellos tiempos queda aquí en esta narración. Para quien quiera continuarla, pero cuidado con los retoques…
José Sánchez Romero
Septiembre de 2.007
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