A mi madre no le dieron el premio de familia numerosa porque en aquellos tiempos para que a uno le dieran algo tenía que tener de todo. Mi madre era peluquera, madre de familia, esposa a la antigua, es decir sufrida y paciente y para sacar adelante a tanto churumbel con dignidad y aseo, tuvo que pegar muchos tijeretazos, calentar muchas cabezas, aguantar mucha historia pilífera y otras cosas que ahora no vienen a cuento…
Algunas personas, debido a las especiales características de la época le remuneraban con dinero, otras dejaban fiado y otras le pagaban en especias... así que siempre había por ahí algo que cobrar...
Algunas veces era una gallina, una caja de papas... un par de melones, los presentes de una matanza..., algo, y cuando no lo había, pues eso, no lo había y tan contentos... a dormir ligeritos que de buenas cenas están las sepulturas llenas… con decir que algunas personas no tomaban aceite nada mas que cuando le daban los “santos óleos”...
Mi madre era de las que creían que el mundo era bueno, que el “personal” en general era bueno, ella era una persona de talento y por eso no pensaba que los demás eran como en realidad eran... un tanto estúpidos y miserables, por eso fiaba, prestaba e incluso sufría humillaciones cuando alguna del pueblo, venía de otra peluquería a arreglarse la cabeza que se la habían puesto como el moño de una loca. Su trabajo consistía en aguantar, lavar cabezas, peinar, recortar y sólo una vez pensamos en hacernos ricos; cuando aprendimos, todos, a hacer postizos para taparle las calvas a algunas clientas... ¡la de noches que me tiraba yo bajo la luz del flexo dándoles puntadas a los pelos para que me saliera fino y guapetón el mechón! Se cobraba lo que se cobraba, un precio fijo más los extras, pero no eran muchas personas las que daban el dinerito constante y sonante. Así que nos bandeábamos como podíamos... pero hubo un año en el que una buena señora, llevada por esa generosidad que caracteriza a las personas de campo se ofreció a hacernos un “buen regalo por navidad”. Todos pensamos que se nos iban a venir encima como mínimo, con una caja de polvorones del DIVINO SALVADOR u otra golosina parecida, porque con lo que le daban a mi padre, municipal, como aguinaldo, en la esquina de la Alameda, no teníamos ni para la Noche Buena... Vino, una botella de Calisay, eso fue una novedad un año, jamás mi padre había bebido ese brebaje, una botella de coñac y tres o cuatro kilos de naranjas... también es verdad que en otro, en el reparto de los municipales, nos tocó un melón... que dicho así de pronto, nos traía buenos augurios. Ya se sabe: quien come melón en enero nunca le falta el dinero...
Mi padre se encargaba de comprar la caja de polvorones porque traía el calendario que era muy importante por aquel entonces para medir los tiempos y sobre todo las fiestas de guardar en cuyas vísperas trabajaba mi madre más que en los días de los santos ordinarios.
Un día apareció una buena mujer que respondía al nombre de Belén que a cambio de los arreglos, estaba dispuesta a hacernos un regalo y para ser mas concreto: un pavo.
Esta buena mujer, la que estaba dispuesta a regalarnos el pavo, llevada sin duda por un repentino fervor, cariño o pena y viendo a veces que teníamos que esperar a que mi madre terminara de arreglar a alguien para ponernos el plato y la cuchara, allá por el mes de agosto, apareció por casa con un pavito de esos que vendían en la Plaza de Abastos a tres pesetas y que se te morían a los dos días. Aquel pavito era blanco, pequeño, desaliñado y como todos los pavos...tontorrones…pero se le veían buenas hechuras…eso fue el precio del arreglo capilar…la mujer con el pavo en la caja de zapatos no dejaba de hablar glorias benditas del animal, pero mi madre tuvo que ponerse seria y decir que allí no entraba una boca más, que bastante tenía con tapar las que ya ella había traído al mundo, como para tener que dedicarse al pavo, y que si quería, se llevara el pavo y se lo trajera cuando estuviera en edad de cortarle el pescuezo y de merecer los elogios navideños. La señora se fue y como es natural no pagó, pero eso si, se llevó el pavo en la caja, bajo el brazo, con un tanto de mosqueo por su parte. Aparecía de vez en cuando y no pagaba nunca, porque decía, que el pavo iba para arriba aunque nosotros íbamos cada vez más para abajo...pero, eso sí, con la esperanza de tener algún día al pavo en cuestión bajo nuestro total dominio cucharero.
Pasaba el tiempo y nosotros ya estábamos mosqueados porque el pavo no daba señales de vida, tanto más cuando ya estaban llevando los pavos liados en las “aljofifas” para los regalos que la gente del pueblo le hacían a los de capital...médicos, maestros...boticarios, curas...en fin...a personas de respeto y autoridad.
Se acercaba la navidad, esa fiesta tan familiar, juguetona, panderetera y buñuelera, y la buena señora vino a arreglarse como cada temporada en mi casa. Las clientas de mi madre eran fijas, y nos habló de las excelencias y de la hermosura del pavo que se había criado con cigarrones, yerbas tiernas de albinas, caracoles “burgaos” y algún que otro pienso de maíz. A los de casa se nos encendieron los ojos, ¡pavo para Navidad!...y que cuando quisiera fuera a recogerlo...Pensábamos que como a la señora la había obligado mi madre a llevarse el pavo debajo del brazo, ésta, en justa compensación, querría que fuéramos por él, a la suya.
Todos nos peleamos por ir por el animal, todos queríamos ver el pavo en su estado natural...en contacto con la naturaleza alcalaína, con las fuentes, con los arroyos, con el aire fresco, con la lentisquina roja y morada en jugueteo con las gotas de agua fresca, de la lluvia recién caída, el sabor medio amargo de la acebuchina...un acontecimiento de esas características no se daba todos los días... y después de deliberar mucho, mi madre me eligió a mí, como representante familiar y portador de los valores eternos de mi familia para tal suceso portátil. Yo quise que mi hermano Pedro me acompañara para darle un sentido mas corporativista al evento y así ir iniciándolo en los trabajos domésticos, puesto que hasta entonces, mi susodicho hermano Pedro, sólo se había dedicado a “jugar a la casita” haciendo de padrino de los muñecos, eso si, yo llevaría la responsabilidad del tema como correspondía al primogénito de la familia.
Mi hermano Pedro siempre ha sido de chico una especie de pavo pequeño...por eso los animales siempre se les han dado muy bien, y sobre todo el ganado bravo...de mayor siempre se ha tratado con toreros o semi toreros...dice que llegó a conocer a Lagartijo, yo creo que este evento jamás llegó a realizarse, al menos no figura en las crónicas que obran en mi poder. A no ser que se refiera a un tal Manolo que ahora en su nueva afición toreril le ha dado por llamarse “Lagartijo Colino”, aunque yo creo que eso es sólo una broma, vamos, que no es verdad.
Él tiene esa fantasía que no sé de donde le sale y a algunos de sus amigos le pone el nombre de toreros, incluso se empeñó un año en que Corrales, el del bar de la Alameda, tomase la alternativa y le convencía en sus ratos etílicos, tras el mostrador, y a voces desde el cuarto de baño o desde el fondo de algunos de los salones del bar, en que éste si toreara, saludara a los toros al salir de los toriles, con unos capotazos que él llamó “corraleros” y que su señora, como madrina, bautizaría a otro pase por detrás como “el pase de doña Paca”.
De allí, en una mañana de Diciembre, donde el aire pegaba de fresco a frescachón; tempranito, salimos hacia el cortijo de la buena señora, cuando el grajo volaba muy bajo, sinónimo de que el frío era notable, rascándonos los sabañones de las orejas y parte de los pies, camino del ranchito de la buena señora, “donante pavera”, distante del pueblo, unos cinco kilómetros, poca cosa, para unos críos que estaban acostumbrados a recorrerse el pueblo tres o cuatro veces al día con sus juegos... ranchito que estaba cerca de los Santos, un poco mas allá para ser exactos. Íbamos contentos y felices con la mirada puesta en el horizonte gris del otoño que empezaba ya a darnos las frías ventiscas del invierno y el pensamiento puesto en el pavo...siguiendo el camino que nos llevaba a Belén, o mejor, a su campo. Llevábamos la “ajofaifa” para liarlo si necesario fuere, e incluso hasta una caña para conducir al animal al sacrificio pascual, si se dejaba.
Ya lo he dicho, hacia frío y llegamos allí, pasado el medio día…y cuando la mujer después de darnos un trozo de pan con morcilla que nos supo a gloria (la gloria tiene que ser algo riquísimo) nos llevó al “gallinero” para enseñarnos el pavo que con tanto misterio había cuidado la buena de la señora. El pavo no era un pavo... aquello era un “mazacote” de animal que pesaba, echándole kilos sobre unos veinticinco, que traducido al argot campero son más o menos unas doce arrobas y media. Sabiendo que la arroba castellana son once kilogramos y medio.
“El animalito” estaba en un corral de paredes altas y nos miraba con cara de curiosidad. Sus compañeros se arremolinaban en una esquina del recinto, mientras el pavo, nuestro presunto pavo, se paseaba de un lado a otro como un senador romano esperando echar a alguien a los leones. De vez en cuando miraba a alguna pava y esta se echaba a temblar. Ya la historia ha demostrado que entre los pavos hay muchos piques. Los demás animales...los perros, un gato y algún que otro burro dulcificaban su molicie en el aire puro de la mañana y disfrutaban de la luz del blanquecino sol que se filtraba entre el resquebrajado vaho de los primeros suspiros del invierno.
Era el sol como un guante suave de ceniza clara que se sentaba brillante en los charcos del río donde el agua se remansa cristalina.
El pavo al principio parecía buena “gente” pero tenía, entre otros muchos, el defecto de estar “empicado” a embestir como los becerros bravos…seguramente por haberse criado entre animales destinados al lucimiento de los espectáculos de tauromaquias. Cosa muy frecuente en las ganaderías que se precien...
Nosotros, jóvenes varones, ateridos por el frío y por el miedo al animal...no sabíamos qué hacer, y menos mal, que el buen señor, esposo de la dadivosa señora, agarró el pavo por el pescuezo y en un momento de descuido, lo amarró a modo de cochino por una pata y dijo; ¡EA, ahí lo tenéis! El animal, no se puede decir que era cuatreño, porque no lo era, sabíamos que tenía solo cuatro meses, pero sí podemos decir sin error en el término que era cuatrimestral, y que era de unas dimensiones tan descomunales que hasta al mismísimo Hércules (el de los trabajos y los días, no lo confundamos con el héroe moderno de las novelas de Ághata Christie) hubiese tenido dificultades para poner orden en aquella situación.
El pavo amarrado por una pata, parecía que estaba un tanto tranquilo al principio, y así se quedó hasta que embistió al dueño y le hizo saltar el olivo, que en este caso era una padereta de piedras. Pero ¿quién dijo miedo? Así como barriga llena alaba a Dios, nos encomendamos a nuestros patronos más próximos y les dijimos: SANTOS TARCISIO Y PANCRACIO, DANOS LA FORTALEZA NECESARIA PARA LLEVAR ESTE PAVO A ALCALA, COMO PROCEDE, PARA ALEGRARNOS LA NAVIDAD.
Mira por donde, nuestras oraciones fueron oídas. El pavo se vino abajo, entendió el mensaje o se apiadó de nosotros, el caso es que con un “guruguru” que hizo temblar el cielo empezó a andar detrás de mi hermano Pedro que lo llevaba agarrado por la pata derecha para ser más exacto, como un tierno corderillo. Y es que no hay nada como decir las oraciones en su momento y en su justo punto, yo le seguía con la caña al hombro tarareando cancioncillas infantiles para distraer al pavo y evitarle traumas.
Mi hermano Pedro tiraba, yo tiraba y por fin el pavo se dio cuenta de que tenía que colaborar porque de lo contrario íbamos a hacer el ridículo...los tres.
El pavo le cogió cariño a mi hermano Pedro y este le seguía como un perrillo. Hasta le hacia gorgoritos… He de recalcar de nuevo que mi hermano Pedro tiene una mano especial para los animales y sobre todo si estos están rellenos de pajaritos...
¡Qué escena más idílica! En las estampitas de mi primera comunión figuraba el niño Jesús, portando en sus infantiles y tiernos hombros un manso corderillo. Ese día llevábamos en nuestra compañía un hermoso pavo que nos aclararía la voz para seguir cantando sus alabanzas. Es decir... las del Niño Jesús.
El pavo estaba como Francisco Rojas (Pilón) antes de perder los treinta kilos últimos.
¡Qué paciencia infantil mostró mi hermano y de qué modo sacó todos sus hábiles encantos para conducir como un experto pavero el pavo a través de los prados y recovecos del camino! ¡Cómo le hablaba, cómo le dirigía miradas cómplices!!Cómo le mostraba confianza y de vez en cuando se sacaba de su bolsillo un pedacito de pan y se lo entregaba como a un perrillo faldero mientras yo contemplaba a los dos, pavo y hermano, en tan tierna y bucólica escena. Cruzamos, cantarinos y alegres, por la pasada del Barbate, cuando ya el sol estaba intentando dejarse ir camino de Cádiz. Mi hermano le recitaba poesías infantiles mientras yo miraba el paisaje y me iba dando cuenta de que a poco que mi hermano se lo propusiera podría ser uno de los más finos paveros del pueblo. Veía a mi hermano como al yegüero oficial del pueblo, pero en pavo, recogiendo los pavos de todo el pueblo a la caída del sol y llevándoselos a los predios y cañadas de los alrededores del Barbate, para su engorde.
El pavo parecía por las palabras de mi hermano que iba reconociendo cada lugar del camino por su nombre, “aquí bebieron y corretearon los hijos del viento del Rey Gazul”, “ahí pastaban las gacelas traídas de Mauritania por un primo de Boabdil”, “allá se celebraban torneos para demostrarle a las damas el valor de los caballeros árabes”, “en aquellos acebuchales anidaban las garcillas del sultán”... y “acullá, en esa pasaba del río tan placentera y calma, algún día, ¡Oh tú!, pavo tridimensional, será colocada una placa en honor de Nuestra sin par Patrona la Virgen de los Santos”. El pavo iba como Fernando Toscano, nuestro erudito historiador, cuando se pone en plan cultural, con todos los sentidos puestos en las palabras de mi hermano y éste le recordaba, al pavo, no a Fernando, que gracias a los jesuitas, él estaba hoy entre nosotros disfrutando de la paz y tranquilidad que el pueblo de Alcalá muestra a todos y a cada uno de sus visitantes. Si no, estaría allí, en un país de indios, para vergüenza de los nativos y de él mismo. E incluso aquí en Alcalá, a través de la amistad de un familiar de mi hermano lo podrían hacer pregonero de las fiestas del pueblo. Gente más torpe y más atrevida se habían subido a la tarima y...después le darían un pienso de “CATI” de los que Juan el de la Tabernilla vendía.
Entre tirones del pavo, cañazos para que no se volviera, repeticiones de la morcilla, estábamos más reventados que un cargador del SANTO ENTIERRO después de haber subido la cuesta de San José y haberse pegado “unos cuantos latigazos” en un bar de la Alameda.
El pavo iba en principio, con estas conversaciones que mi hermano le prodigaba, yo diría, que hasta contento.
Eran las seis de la tarde y aún andábamos nosotros cerca del Puente Viejo arreando al pavo que cada vez tenía más lengua fuera, menos ganas de andar y mucho menos de conversación cultural, que también tanta cultura cansa, y más, si ésta es “oficial y de lo mismo” Eso sí, culturalmente mi hermano Pedro lo tenía como si lo fuera a preparar para un examen de ingreso de los de antes, el pavo se sabía media geografía e historia de Alcalá, solo le faltaba saberse la lista de los reyes godos y estaba mi hermano dispuesto a empezársela, pero yo, inteligente, prudente y callado, le dije, por favor, Pedro, si haces eso, el pavo puede perder sabor... no lo sometas a ese sacrificio. Sé que lo haces por su bien, pero a veces “una mentira piadosa” hace que el pavo sepa más a pavo.
Pero él, cabezón como todos los criados en los linderos de LA CORACHA y haciendo bueno aquello de que mis antepasados, por parte de padre, fueron conquistadores de la MUY NOBLE LEAL E ILUSTRE CIUDAD DE ALCALA DE LOS GAZULES, empezó a remontarse, almanaque atrás, y sin encomendarse ni a Dios ni a la virgen, que hubiese sido lo suyo, cosa rara en él, niño piadoso “do” los hubiera, respirando fuerte y tomándose de chupetón el néctar de unos vinagrillos que ya amarilleaban por el filo de la embarradas veredas, se
dispuso a comenzar:
Todo se remonta, pavo amado... (A estas alturas mi hermano ya había cogido con el pavo tal confianza que lo único que le faltaba era jugar a las canicas con él y lo de pavo amado lo dijo para que el gallináceo creyese que en dos minutos el erudito e infantil Pedro le iba a dar una lección de esas que los docentes llaman “ocasionales” donde se aprovecha la oportunidad del momento para sacar una moraleja o enseñanza práctica para el discente. En este caso, discente pavero.)
Corría el año del 414, después de la venida al mundo de Nuestro Divino Salvador, cuya fiesta tan dignamente celebraremos en honor a ti, éste año con un tal Ataúlfo (410-415) que fue el primero de una larga dinastía de reyes, como si mi abuelo Pedro hubiese sido el primero de los Guerras, pues mas o menos, empezó la genealogía de los Reyes Godos. A este tal Ataulfo, se lo cargaron en Barcelona, que no es mal sitio para morir, pero no deja de ser molesto, dos años después tomó el trono Segérico (415) y ese mismo año también cayó, sólo reinó nueve días. No le dio tiempo ni de hacerse el traje. Después le siguió un tal Walia (415-418), que falleció en Tolosa de donde son las famosas tortas de manteca. Este duró tres años de una subida de colesterol. Le siguieron Gunderico y su hermano Genserico pero como eran unos hijos ilegítimos, pues no cuentan. El pavo cuando oyó de mi hermano lo de ilegítimo volvió el pescuezo como queriendo entender algo mas por lo que mi hermano tuvo que explicarle que sus madres eran unas mujeres de mala reputación y que lo más semejante, para que lo entendiera bien eran las gallinas. El pavo pareció entender perfectamente la observación...
Teodoredo es mi preferido, murió luchando contra el ejército de Atila, rey de los Hunos, azote de Dios y de la cristiandad. Dios le premió con un reinado largo, lo hizo durante treinta y un año en el 451. De Turismundo no te digo nada, se lo cargó su hermano Teodorico en el 453. Después hubo otro Teodorico... ¿no quieres caldo...?... pues, dos tazas y también la palmó. Se lo cargó su hermano Eurico.
El pavo iba pensando... ¡¡qué familia!!. Éste Eurico se lo montó bien y duró dieciséis años. A Alarico se lo cargó Clodoveo, que no tiene nada que ver con Clodoveo Clodoquiero, ese era otro, que murió en Francia peleando con los gabachos en una sangrienta batalla. ¿Familia tuya? dijo el pavo. No, mi familia es Jobacho, le respondió el erudito Pedro. Gabachos son los franchutes. El pavo atendía como si fuera un universitario en espera de recibir su graduación. Este reinó veintitrés años.
En el 506, Gesaleico, otro hermano bastardo de Amalarico, le quitó la corona a su hermano hasta que se murió. El pavo bostezó, buscando un momento de respiro porque mi hermano Pedro, estaba y estaba, dándole la “vara” al pavo y el animal, se diga lo que se diga, estaba haciendo alarde de una paciencia digna del Santo Job (que la verdad es un santo que está de “matute” en el santoral. Mi hermano Manolo, el que te da con la caña, me lo ha dicho. Él es un tío que sabe de Iglesias y dice que Cristo nos redimió por delante y por detrás, pero no sé muy bien que es lo que quiere decir con eso. El pavo parecía que le entendía todo y si hubiese podido hablar le hubiese dicho, seguro... pues dile que se meta la caña por donde quiera que me tiene ya el lomo fraccionado de tanto golpecito con la jodída caña.
Mi historiador pavero me lanzó una tierna mirada y yo entendí de inmediato su deseo, y el del pavo, y así se hizo y me coloqué la caña a modo de garrota sobre los hombros y así seguimos oyendo el pavo y yo, las magníficas historias que mi hermano lanzaba por su boquita de piñonate histórico.
Después de todo, Amalarico murió en una batalla contra Childerberto, otro francés, después de veinte años de reinado. Esto fue en el 534. Tu aún no habías nacido le dijo mi hermano al pavo para llamar un poco su atención. Después vino Teudis que también fue matado. El que creo que tú podrías haber conocido seria a Teusidelo que murió en Sevilla, este cogía unas borracheras terribles y duró poco. Aquí debo aplicar una moraleja “bebe moderadamente”. La verdad es que el vino de aquella época no debía ser muy bueno. Después le siguió Agila que lo mataron en Mérida cuando recorría la Ruta de la Plata por un tal Atanagildo, después de cuatro años de reinado. Atanagildo murió en Toledo y duró más de lo que dura una carrera de cura. Liuva 1º, el que heredó la corona, gobernaba la Galia gótica y nombró como compañero de reinado a su hermano Leovigildo y le dijo a su hermano: “Ahí te quedas con el reino y con toas tus casta” mas o menos... Esta frase no es rigurosamente histórica, es una pequeña licencia debida a la corta edad de mi hermano y a su parquedad en algunas expresiones. Allí murió el pobre hombre, en paz. Leovigildo murió en el año 585, después de dieciséis años de reinado y le siguió Recaredo, el católico, buena persona. Le siguió Liuva que fue asesinado por Viterico. ¡Joder, dijo el pavo... con menuda gentuza te juntas tú! ¿Hay en Alcalá alguna de esas gentes?...Bueno, quedan algunos. Pero ya no se matan entre ellos ahora sólo se muerden... y ¿quedan muchos amigotes tuyos como estos? Preguntó el pavo con un “guruguru” que fue interpretado por mi hermano como una pregunta un tanto expresiva, como dando a entender que el pavo ya estaba un poco harto de tanto rey godo. Aún quedan más. Si supieras lo bien que nos lo hemos pasado en el colegio aprendiéndonos los nombres de toda esta buena gente y cómo el maestro nos estimulaba ”regleta en mano”, para que nos entraran en nuestras duras molleras los nombres de estos bien amados reyes españoles. O cuando nos ponía nuestro amado profesor los dedos en manojitos y nos soltaba un reglazo que se nos entumecían nuestros tiernos e infantiles deditos. Cómo nos levantaba en volandas, agarrándonos de las patillas en ese estado místico que nos producía un placer extraordinario y todo para que nuestras duras entendederas se fueran empapando de sabiduría y de cultura general, mas de cultura general que de sabiduría. ¡Ay cómo un niño un día se frotó las manos con ajos para repeler el dolor y cómo el dilecto enseñante, oliéndose la tostada, le “zurriagó” por la espalda como a una vulgar acémila!. ¡Toma ajos picados...!
Continuará...
Manuel Guerra Martínez
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