16.- Los sementales en San Antonio
En San Antonio, una de las entradas clásicas de Alcalá, había un gran patio y una cuadra. Una vez al año, traían sementales de la Cartuja de Jerez, para cubrir a las yeguas del pueblo. El acontecimiento tenía dos convocatorias: una, oficial, para los ganaderos que tenían cuadras y querían conseguir potros de raza; la otra, clandestina, para los chavales, comunicadas por los amigos, para asomarse al lugar y contemplar el acontecimiento de cubrir a las yeguas.
Cuatro soldados de la remonta los traían de Jerez en un camión el día antes y los metían en la cuadra, para que descansaran y se alimentaran bien. Era un misterio saber cómo se enteraban los chavales de la llegada de los sementales. El caso es que se corrió la voz entre los amigachos. Y, al día siguiente, a la salida del Colegio, un grupito se fue por la plazuela para coger la cuesta de San Antonio sin decir adónde iban..
Como si fueran a cometer una pillería, se acercaron silenciosos al portalón del patio de los sementales, que estaba entreabierto. En medio del terrizo había dos formidables ejemplares, caballos sorprendentes, muy bien dotados, nerviosos, dispuestos a cumplir la misión que se le encomendaba. Los dueños de las yeguas esperaban en la entrada. Yeguas limpias, desnudas, cogidas sólo por la brida. Los caballos parecían conscientes de lo que tenían que hacer, pero las yeguas estaban distraídas, con pundonor, aunque miraban de reojo como sospechando el encuentro.
Un soldado mandó a los hombres que entraran las yeguas. A los chavales les dijeron que no podían entrar, pero dejaron la puerta entreabierta para no privarles del espectáculo. Las yeguas las llevaron a un rincón a esperar su turno. Los chavales no perdían detalle. Sacaron un caballo alazán, limpio, del color de la canela, apuesto y lanzado como para una noche de bodas. Dieron señal de que acercaran una yegua. El soldado comenzó a toquetear al caballo excitándole el sexo. El caballo lanzó un relincho y se echó a temblar.
Cuando vio a la yegua, sacó una verga exagerada, levantó violentamente las patas delanteras y se echó sobre ella. En unos segundos, colocó precipitadamente la verga sobre la matriz de la yegua y la inundó de semen, haciendo honor a su nombre de semental. No se oía una mosca, como si se tratara de un rito sagrado. El espectáculo duró unos minutos. El caballo se retiró satisfecho y los chavales no perdían ningún gesto. Los soldados cerraron la puerta y los chavales se retiraron y se desataron comentando los detalles que habían observado. Fue una lección magistral, limpia y pedagógica, que no olvidarían nunca.
Volvieron por la calle Centeno, el callejón del Gato y la calle Las Brozas hasta la calle Real. Venían orgullosos, bien aleccionados, mucho mejor que con las conversaciones que habían mantenido muchas veces y de las que no sacaban nada en claro. Desde entonces, sugerían lo de los sementales como un grado que no tenían los compañeros.
Y ahora, cuando veían buenos caballos por las calles de Alcalá o en la romería de los Santos, se decían unos a otros: “Ese es hijo de un semental”. Efectivamente, en aquellos tiempos había buenas muestras equinas en Alcalá y buenos jinetes. Recuerdo que en la década de los 40 sólo había en Alcalá tres o cuatro coches, un par de camiones y los dos autobuses de línea, el de Cádiz y el de Algeciras. Lo normal eran los caballos, los carruajes y las carretas.
Cada mañana salían los hombres a caballo, en mulo o en burro y volvían al atardecer. Los animales quedaban atados a unas argollas que había en las puertas de los bares, mientras los hombres se tomaban unos vinos. Algunos, cuando bebían más de la cuenta, se les salía la amistad y se cambiaban el paquete de tabaco, el mechero de yesca y hasta la burra. Pero aquella noche los chavales soñaron con el espectáculo naturista de los sementales.
JUAN LEIVA
En San Antonio, una de las entradas clásicas de Alcalá, había un gran patio y una cuadra. Una vez al año, traían sementales de la Cartuja de Jerez, para cubrir a las yeguas del pueblo. El acontecimiento tenía dos convocatorias: una, oficial, para los ganaderos que tenían cuadras y querían conseguir potros de raza; la otra, clandestina, para los chavales, comunicadas por los amigos, para asomarse al lugar y contemplar el acontecimiento de cubrir a las yeguas.
Cuatro soldados de la remonta los traían de Jerez en un camión el día antes y los metían en la cuadra, para que descansaran y se alimentaran bien. Era un misterio saber cómo se enteraban los chavales de la llegada de los sementales. El caso es que se corrió la voz entre los amigachos. Y, al día siguiente, a la salida del Colegio, un grupito se fue por la plazuela para coger la cuesta de San Antonio sin decir adónde iban..
Como si fueran a cometer una pillería, se acercaron silenciosos al portalón del patio de los sementales, que estaba entreabierto. En medio del terrizo había dos formidables ejemplares, caballos sorprendentes, muy bien dotados, nerviosos, dispuestos a cumplir la misión que se le encomendaba. Los dueños de las yeguas esperaban en la entrada. Yeguas limpias, desnudas, cogidas sólo por la brida. Los caballos parecían conscientes de lo que tenían que hacer, pero las yeguas estaban distraídas, con pundonor, aunque miraban de reojo como sospechando el encuentro.
Un soldado mandó a los hombres que entraran las yeguas. A los chavales les dijeron que no podían entrar, pero dejaron la puerta entreabierta para no privarles del espectáculo. Las yeguas las llevaron a un rincón a esperar su turno. Los chavales no perdían detalle. Sacaron un caballo alazán, limpio, del color de la canela, apuesto y lanzado como para una noche de bodas. Dieron señal de que acercaran una yegua. El soldado comenzó a toquetear al caballo excitándole el sexo. El caballo lanzó un relincho y se echó a temblar.
Cuando vio a la yegua, sacó una verga exagerada, levantó violentamente las patas delanteras y se echó sobre ella. En unos segundos, colocó precipitadamente la verga sobre la matriz de la yegua y la inundó de semen, haciendo honor a su nombre de semental. No se oía una mosca, como si se tratara de un rito sagrado. El espectáculo duró unos minutos. El caballo se retiró satisfecho y los chavales no perdían ningún gesto. Los soldados cerraron la puerta y los chavales se retiraron y se desataron comentando los detalles que habían observado. Fue una lección magistral, limpia y pedagógica, que no olvidarían nunca.
Volvieron por la calle Centeno, el callejón del Gato y la calle Las Brozas hasta la calle Real. Venían orgullosos, bien aleccionados, mucho mejor que con las conversaciones que habían mantenido muchas veces y de las que no sacaban nada en claro. Desde entonces, sugerían lo de los sementales como un grado que no tenían los compañeros.
Y ahora, cuando veían buenos caballos por las calles de Alcalá o en la romería de los Santos, se decían unos a otros: “Ese es hijo de un semental”. Efectivamente, en aquellos tiempos había buenas muestras equinas en Alcalá y buenos jinetes. Recuerdo que en la década de los 40 sólo había en Alcalá tres o cuatro coches, un par de camiones y los dos autobuses de línea, el de Cádiz y el de Algeciras. Lo normal eran los caballos, los carruajes y las carretas.
Cada mañana salían los hombres a caballo, en mulo o en burro y volvían al atardecer. Los animales quedaban atados a unas argollas que había en las puertas de los bares, mientras los hombres se tomaban unos vinos. Algunos, cuando bebían más de la cuenta, se les salía la amistad y se cambiaban el paquete de tabaco, el mechero de yesca y hasta la burra. Pero aquella noche los chavales soñaron con el espectáculo naturista de los sementales.
JUAN LEIVA
0 comentarios:
Publicar un comentario