jueves, 22 de octubre de 2009

LOS VUELOS DE CUESTA ARANA

VIGESIMO SEGUNDO VUELO. Los Toros.

La huella mítica del toro bravo ha impregnado siempre –desde que el campo es campo- al paisaje alcalaíno de un tono de misteriosa presencia. No en vano, ahí al lado, al pie de Sanlúcar se fraguó la leyenda tartésica de los toros colorados de Gerión tan bien cantados por Fernando Villalón, el ganadero poeta de Andalucía la Baja. El hombre que se hizo enterrar con el reloj puesto en marcha.
Alcalá ha sido –y es- acandelado foco de ganadería brava. Un paisaje propicio de dehesa y monte ofrece al fiero animal unas condiciones de vida únicas. Por los cuatro costados de la geografía alcalaína, el toro bravo ha ido escribiendo a golpe de la libretilla de campo del ganadero o el conocedor, su historia universal. Desde Las Cobatillas (Ana Romero) a Vega Blanquilla (Gavira) pasando por el Monte Bajo (Marcos Núñez) hasta El Pradillo (Diego Romero) y Luis Pérez Pacheco, se puede ver el moteado bravo calando la hierba y el cielo. La milenaria visión del toro bravo corneando el aire por entre el gamonal, es estampa acostumbrada en los confines del campo gazuleño. El silencio roto por el reburdeo o el bramido celoso del toro, esa pesadilla que ronda a los caminantes de día y de noche, como una gotera trágica.
La negrura del toro al contraste con las garcillas blancas (los garrapateros) sobrevolando el aura brava, es mirada antigua que enciende la ley abierta del campo. Por eso no es de extrañar que la luna engordara por la noche ilusiones de gloria a un puñado de alcalaínos. El vientecillo trágico y alborotador de la afición a los toros, se hizo alma y carne. Y aunque la historia o la memoria taurina no se escribiera nunca en Alcalá en grandes caracteres, sí hubo al martilleo del tiempo un veneno, el caño de la Salada de vocaciones toreras para el buen recuerdo. A la sombra del toro brillaron muchos sueños de luces.
Aquella memorable plaza de toros del Paseo de Mochales (hoy La Playa), sanctasanctórum de vigilia torera, que abrió y cerró unos episodios sin olvido de la voz y la presencia taurina en Alcalá.
Aquella película en tecnicolor se ha reducido hoy a un puñado de fotografías en sepia, varadas en la memoria, que sólo el soplo o el vuelo de la imaginación las puede animar. Desde aquellas estampas costumbristas de una función de toros, en la Alcalá retardía y decimonónica en la lidia y muerte de seis novillos de Don Pedro Mariscal, para los valientes espadas El Pollo y El Primito de Medina (en pequeño cartel de seda que tengo a la vista), ha descargado mucho agua el cielo –y muchas levanteras-. Y muy pocos son ya los viejos que se acuerdan de cuando los cabestros traían por el Valle arriba, a los toros de media sangre, que se iban a lidiar en la feria. Los cencerros en la punta de la madrugada parecían campanadas a media noche y la gente se despertaba.
Al abrigo de aquel santuario taurino de la taberna La Taurina, de Pepe Crespo “Cerrajerito”, frente al Cine Andalucía, los niños nos acercábamos entre el asombro y la curiosidad, para contemplar aquel sinfín de exvotos paganos (recuerdos) que colmaban las paredes de la taberna del viejo torero alcalaíno. Aquellos impresionantes carteles de toros, bordados en seda -¡un primor!- con los ídolos locales más señeros: los hermanos Crespo (Pepe y Manolo) o los hermanos “Cerrajerito”, el Grande y el Chico, que venían a ser lo mismo. He oído decir a la gente de edad que eran canela pura. La juncia y el cante de fragua juntos. El valor vestido con el terno de luces de la elegancia. En la taberna de Pepe Crespo con el recuerdo eterno de Manolo presidiendo el festejo principal, se esparcía toda una suerte de cartelería torera con los nombres afiligranados de Niño del Matadero, Rebujina, Reolina, Venturita y hasta el niño de Juan Belmonte que vistió de luces por primera vez en Alcalá. Aquella flama de carteles y fotografías castigadas por el vaho tabernario, más que una colección, retrataba, detenía el momento de un época dorada de la Fiesta en Alcalá. El aroma de la taberna-museo confundido con el rancio olor del vino de la nostalgia. La taberna La Taurina marcaba el norte de una época, el rescoldo de un candelorio que se fue. Cuando cerraron la taberna se cerró para siempre el testimonio de un sueño romántico vestido de luces. Calló para siempre la oración del recuerdo vivo y palpitante. Al socaire del mostrador-burladero ya no se oiría más la épica, la lírica y la dramática de José Alvarez “Niño de la Tenería”, toda la ciencia y la esencia torera que pueda caber en un cuerpo moreno. El duende alcalaíno, por encima del arte, retratado de torero. Por una revolera de “Tenería”, dicen que suspiraban las mocitas. Hasta el final de su vida –uno lo vio- aquel hombre lució el perfume torero. Irrepetible estampa de torero antiguo con descomunal pañuelo blanco aflorándole sobre el bolsillo de la chaqueta. El pañuelo blanco de Tenería marcó el último vuelo de sueño torero de un tiempo, de un calendario bravo y multicolor con la grisalla histórica de fondo. Era la posguerra.

Fíjate si “Tenería”
es buen torero
que es capaz de torear
con un pañuelo.

Rezaba el caletre popular. El pañuelo de “Tenería” fue más allá de un adorno coqueto. Era el vuelo quieto –quieta la planta- de la añoranza, del tiempo agarrado por el ala. El símbolo perfumado de un torero de Alcalá. La sombra del torero es alargada.
Entre el clareo del sol entre la nube negra, del nubarrón trágico de la posguerra, seguía el espectáculo. Y la afición, entre el poquito pan fue dándole capotazos a la bravura del paisaje. El traje de luces refulgía entre el alboroto pardo de los tendidos. El borbotón de sangre del toro de cada feria era solo el intento de aventar la historia dramática más reciente. Con la olla vacía el tendido hasta los topes que así lo canta la fotografía amarillenta. Una fotografía sonriente. A pesar de todo. Aunque se moliera poco el pan y el aceite.
De aquellos tiempos, en la República y después del Movimiento, se quedaron clavados en la memoria una maceta de toreros que el oleaje calmo del recuerdo nos devuelve: Juanito Jiménez, torero alegre, guapetón, con pizca sevillana. Antonio Sánchez “Alcalá”, que sólo le dio tiempo a esbozar sus sueños. Jamás se supe de él. Antonio Muñoz, valiente y con la majeza del torero arquetipo, muerto absurdamente en un incidente y de recuerdo perdurable en la vieja afición. La espada su fuerte. Antonio Galán, una promesa torera que llegó a ser general de la Guardia Civil. Y luego amparo de muchos toreros en agraz. Pico del Campo, torero de “cachondeo”. Torero aviador, más tiempo en el aire que en el suelo de tantos revolcones como recibía. Un monstruo: un torero cómico que se tomaba el toreo en serio. Eso no podía ser. Batata un charlot alcalaíno, el torero más bufo que parió la tierra. Se disfrazaba de “hombre hierba” y el becerro se lo comía de hambre que tenía el animal. Y Potoco en la antípoda de la gracia. Era Ildefonso Delgado Chacón el torero más trágico entre los trágicos. Un quijotillo local que se tomó el drama de su vida de un solo trago. Y la locura aliada con el esperpento lo emborrachó para siempre. Un loco divino que toreaba los coches como si fueran toros. Una fábula de gorriones escapados de la cabeza, molinos y gigantes. Su gloria se la llevó el cuerpo del hambre por delante.
Potoco, confirmó el dicho de “Espartero” que más cornadas daba el hambre. Y Lagartijilla, más atrás en el tiempo, banderillero de Gaona, muerto en Madrid por un toro de Concha y Sierra, el mismo día que el maestro Martín Domingo estrenara un pasodoble dedicado a él. Negra casualidad. Lagartijilla, el único torero alcalaíno –triste privilegio-, muerto por un toro en la flor de la edad.
Y pian piando la fiesta la Fiesta de los Toros en Alcalá se fue acallando. Varios lustros de silencio. La plaza de toros cerrada a cal y canto. El macetón de la afición sin riego. El laurel se quedó mustio. La afición alcalaína pregonaba el silencio. Mientras que el coso taurino iba criando hierba. Ya solo quedaba echar la vista atrás. De vestir a la nostalgia con el terno rojo de luces.
Pero como la nostalgia es la sumisión ante la apasionante aventura de vivir. A la otra orilla de cualquier tiempo pasado, tarde o temprano, el laurel seco tenía que retoñar por el ánimo de las raíces ocultas en la tierra. El destino suele ser tornadizo, lunero. Al arribo de los años sesenta se vivió en Alcalá una calentura taurina sin precedentes. El cante de una furia taurina que pasaba a recordar y que uno –el que escribe- vio discurrir en carne y hueso (y alma también). No se me destiñe de la memoria la primera vez que fui a los toros. Fue en una charlotada celebrada en la plaza de talanquera que había en el Prado, en el molino de Jara (“la Canasta”, -bautizo del pueblo-). Un espectáculo insólito de payasos toreros.
El primer torero que uno se terció, en persona, al natural fue Curro Montenegro en un tentadero en el Lario. Un ídolo. Estampa y gracia torera a repartir. Lo recuerdo sereno y sonriente acariciando mi testa de niño. Era novillero que venía ya en los periódicos. Poco después, lo vi vestido de luces en una novillada picada celebrada en Alcalá con motivo de la Velada de la Virgen. En una plaza portátil en el Hoyo (donde está el Parque).
A principio de los años sesenta. Sus compañeros de cartel: el chiclanero Nino Vilaplana, que había alfombrado las paredes del pueblo con un desplante suyo arrodillado de espalda a un novillo con la leyenda o reclamo: “¿Quién más se pone así?”. Y Rafaelín Valencia, el otro espada, un zagalillo. Con aquella vocecita de colegial citando al novillo desde el centro del ruedo que enternecía y sobrecogía el ánimo a la concurrencia. Aquel niño torero nos pegó el sarampión a más de un zangolino con pantalones cortos y sandalias. El ganado aquella tarde era de Agustín Pérez Pacheco. Los novillos fetén. La puerta se abrió triunfal para los tres toreros. Apoteosis taurina con el manto de Alcalá al fondo. En la presidencia un hombre con gafas oscuras: José Crespo “Cerrajerito”, el torero antiguo. Por el paseo de La Playa se llevaron en volandas a los tres toreros.
Vestía Currito Montenegro aquella tarde un terno azul purísima y oro. Roja la pañoleta y blanco los remates. Uno de los novillos se lo brindó a una muchacha alcalaína: Pili Sánchez.
El toreo alegre con arreboles de la Alhambra de Currito, entusiasmó aquella soleada tarde a la afición renacida de Alcalá. Lo mismo con el compás abierto que con los pies juntos el novillero granadino abrió de nuevo el sueño perdido de la torería alcalaína. Al día siguiente en las tabernas, en los andamios, al pie del escoplo, en las barberías y por las veredas del campo, por toda la bola del mundo del pueblo no se hablaba de otra cosa: de aquel finísimo torero granadino que ya era medio alcalaíno.
Al rescoldo de Isabelita la de Lucas y Tere la de la Carne, aquel joven torero fue echando raíces y su vuelo hacia la tierra del Albaicín se fue espaciando cada vez más. Y su vida se fue repartiendo entre dos lágrimas de ausencia: Granada y Alcalá.
Casó con la chica del brindis y vio crecer a tres hijos. Y la luz transparente de Alcala se fue tragando, poquito a poco, a un gran torero que canjeó decididamente la calma de un pueblo alto por el bullicio de los tendidos. Cambió el vuelo voluble de la fama por ese otro vuelo más interior de torear para él solo en la tranquilidad del campo.
Atraídos por el paisaje cuajado de toros bravos, en la década de los sesenta, fueron muchos los toreros que retrataron su presencia en Alcalá. Antonio Poveda, Manolo Segura, Antonio Medina, Emilio Oliva (que vino a recuperarse de aquella gravísima cornada que a punto estuvo de decir adiós), el venezolano Oswaldo Sarmiento, una negrura vestida de luces de hondo calado popular por su abierto carácter. Eran toreros que ya venían sonando en los carteles. Y para más colorido local se dejó caer por aquí hasta un torero italiano Salvatore Romano.
Tiempos aquellos en que los zagaletes, al correr la noticia, nos acercábamos expectantes al bar La Parada para ver de cerca de las figuras de la torería reinante que iban o venían, de paso, de las ferias de Algeciras o La Línea. La majestad de Antonio Ordoñez bromeando con Juan Panera. La torería sonriente de Antonio Bienvenida bebiendo a sorbito el café. Julio Aparicio mirando serio. La majeza de Paco Camino bromeando con los chiquillos y dándole motete. La estampa soberbia de Miguelín, una sortija grande de pelo negro... A los niños se nos alborotaba el semblante ante la visión real de ver tanta mitología junta. Al día siguiente, cambiábamos el repertorio de los juegos por un trapillo o saco de “churra” con que emular a los dioses que habíamos visto fresquitos, de carne y hueso. La fama era para nosotros nido de colibrí de tan chica y cercana como se pintaba. Todos queríamos ser toreros, hasta los regordetes. Para darle más tronío a la cosa, recortábamos una varita de mimbre que portábamos como cetrillos a la vista de las niñas limonares. Sin probar un pitón nos sentíamos toreros con solo tres pases al viento. Si no, que se lo pregunten a Francisco Vara Gil y a Miguel del Cerro, (hijos de guardias civiles), y a Rafael Acedo y a Diego Mateos y a Dieguichi –y yo que sé-; había más toreros que gente en la calle.
Bajo la columnata romana del bar de Bernal, los niños aficionados nos extasiábamos escuchando las aventuras y desventuras de El Melleto, la bíblia en pasta de revolcones, y los mil y un cuentos de calleja de episodios imaginarios. Nunca supimos si El Melleto era un héroe o un perdedor, porque delante de las vaquillas se llevaba la peor parte. Melleto era un torero a la “remanguillé”.
El cuadro siempre memorable de aquellos improvisados sanfermines alcalaínos, de cuando por las calles, enmaromadas llevaban las reses, de media casta, camino del matadero que estaba en la calle la Salada. La gente se ponía alas en los pies a la busca desesperada de un boquete. Las calles semejaban el fin del mundo de lo limpias que quedaban. Y las tiendas cerraban con postigo y todo igual que cuando venía la fiscalía.
En el centro de la Alameda, albero de piedra, aguardaban el momento, los torerillos de ocasión armados con saquillos, alguna telilla roja, y palillos de adelfa. Botones, el hijo del municipal, era la figura y norte de los aficionados locales, de los torerillos callejeros que ensayaban, cada día, las suertes ante el temido toro ensogado que dejaba la calle sin un alma. Uno recuerda, desde un balcón, aquellas faenas aliñadas de Botones, al pie del mudo reloj de hierro, y el ánimo y el aplauso de la gente que colmaba la Cervecería, (donde está Radio Hogar), y los refugios aledaños. Y Juanito Rarro con la risa gargajosa aplaudiendo entre el racimo de la gente.
Botones y Melleto fueron las figuras, sin sombra, de la torería callejera. Toreros domésticos. Toreros jornaleros sin sueldo. Ninguno de los dos se vistieron nunca de luces. Parece que estoy viendo a Anita Pérez, un monumento a la gracia alcalaína, aplaudiendo, todo risa y entusiasmo, a la fábula cotidiana de aquellos torerillos callejeros. Cuando mudaron el matadero se voló para siempre, se lo tragó para siempre el aire, la fantasía de aquel sueño torero alcalaíno pan de cada día.
En medio de tanta torería forastera, emergió en un suspiro un torero local con tintes de mayor gloria: Diego Ortega. El hijo del ciego. De aquel hombre enjuto y cano con lazarillo que cada día iba pregonando el jornal de la suerte: “¡Iguales para hoy!”. Sabor melodramático con fondo alcalaíno para el guión rancio de una película. El hijo de un pobre ciego que quiere ser torero. Apuntó Diego Ortega buen trazo y oficio en eso de las suertes del torero.
No quiso el destino que ese otro cupón de la fama –tan distinto del que pregonara su padre- nunca le tocara. No quiso la Divina Providencia. Y eso que hasta la parroquia alcalaína fue a verle a Algeciras en autobús reventando con pancartas en la popa.
“Diego Ortega, el torero de Alcalá”. Pero todo aquello fue un espejismo, humo al viento. El aburrimiento le llenó la maleta a aquel torero, en el camino, y se fue silencioso, a pasarse por la faja –retirado de la tierra- las cornadas del alma, del hambre del alma (y del cuerpo también) a un paisaje distinto donde ya no oiría más bramido del toro, si no fuera más que en la pesadilla de los sueños testarudos de haber querido coger por el rabo el milagro de ser torero. No pudo ser. Por más que el padre ciego pregonara cada día la suerte. Tiene que tener el hombre algún dolor interior, que nunca viene por aquí, a buscar el tiempo perdido.
Pero la noria de agüita fresca de los sueños taurinos seguía y seguía dándole marcha a los cangilones, con el frenesí de un tiovivo, de los caballitos de la feria. La suerte se siguió repartiendo con otra ilusión local: Pepe Ramírez. Esta nueva revelación local encendió otra vez el rayo de la afición. Torero de mucho, arte y por ende, de valor justito, eran los rasgos principales que definían al hijo torero del maestro de obra Juan Ramírez. Su retrato sereno, la tez pálida, en vivo contraste con el ondulado negro del pelo le daban a Ramírez un encanto de pasión meridional. Su toreo era un trasunto de su personalidad. Su muleta un vuelo etéreo que iba y venía. Se le transparentaba a Joselillo su temple interior. Como el hombre que sonríe a la vera del peligro. El recuerdo a fuego de la presentación torera de Pepe Ramírez en Alcalá. Vestido de luces con su gente. Mano a mano con el Estudiante. Lucía Pepe Ramírez aquella tarde, un terno negro bordado en plata. Apoteosis. En medio de una colmena de gente se lo llevaron a hombros, en un vuelo, entre el ruido de la feria, los voladores, las cunitas, los caballitos, la noria. Y la zagalería local detrás del nuevo ídolo. Y El Terremoto, el corredor, diciendo: “Ese sí que va a ser un terremoto y no yo”. Se perfilaba Ramírez como carne de gloria. Después de un manojo de novilladas económicas, se anuncia como Ramírez Puerto con caballos. Llegó a torear con las promesas gaditanas del momento. Pero vino una mala tarde en San Fernando. Estuvo el torero mal. A la deriva. La afición alcalaína en vez de darle ánimo, le echó el perro. Poco a poco se fue apagando el entusiasmo. La moral del torero se fue resquebrajando y caminó a probar suerte por otros vientos lejanos. En Palma se doctoró para una sola corrida y anduvo algún tiempo de sobresaliente con una rejoneadora francesa (La Princesa). La biografía de Ramírez Puerto, se escribió así de sucinta en la obra Los Toros de Cossío: “Matador de novillos que durante la temporada de 1964 actuó en un par de corridas picadas, una de ellas la celebrada en San Fernando (Cádiz), el 14 de Agosto donde estoqueó discretamente ganado de Manuel Camacho en presencia de Manuel Aibar y Antonio Pérez”. Cinco líneas cierran la larga lucha de una promesa eterna del toreo en Alcalá, que pudo haber sido y no fue ¿Porqué? Alcalá y el torero tienen la respuesta.
Pero la baraja taurina no se rompió con Ramírez y la historia siguió “echando la pata adelante” al conjuro del reparto de la suerte. Dos espadas nuevos en los carteles, en el eje de los años sesenta: Vicente y Rafael Gallego Benítez. A la sombra de Carlos Corbacho, estos dos hermanos, criados en la finca “El Torero” (¡sugerente paisaje!) fueron aprendiendo el “con que” de la Tauromaquia. Prontamente se vistieron de luces. Uno, vio a los dos hermanos torear. Dos espigas morenas. Estoicismo alcalaíno a raudales. Los dos tenían una concepción clásica y grave del toreo en su línea vertical. Aunque abrían más el compás evidenciaban ciertos rasgos manoletistas. Se me viene a la menta a Vicente en Vega Blanquilla, en un tentadero, donde estuvo sensacional ante una vaca playera de mucha leña en la cabeza.
Después de la escuela en el campo, los hermanos Gallego, vistieron el terno de luces en un puñado de ocasiones. La olla del oficio se iba calentando cada vez más. Tenían buen acento personal que imprimían a sus faenas. Toreo serio sin alharacas, ni falsos desplantes, como el toreo bravío del campo. Dicho esto no quiero decir que los hermanos Gallego fueran dos almas siamesas del toreo, no. Se bañaban en el mismo río pero con distinta corriente. Andaban en una misma preocupación estética; pero con entendimientos distintos. Vicente era más “arrondeñado” y Rafael “acordobesado!.
Pero el terco destino, tampoco se iba a bajar esta vez del burro de los imponderables, de la adversidad. El mal lucero dio al traste de nuevo con estas dos porvenidas glorias del arte de Belmonte. El pájaro de la ilusión remontó el aire y cualquiera lo atrapaba ya.
Los dos hermanos toreros se hicieron cazadores de recuerdos, cada vez que retornan al campo abierto del sueño perdido.
La llamada fiebre de los sesenta tuvo también su fiel reflejo en los Toros. Manuel Benítez “El Cordobés”, vino a ser en el Toreo como los Beatles en la música. Cuando llegó el torero del flequillo, el toreo andaba adormecido, de capa caída. Las nuevas formas –casi delirantes- concitaron el aplauso mayoritario de la afición. Aquella vida de novela, de la nada; de mal raterillo a la fama, al dinero, llenó la cabeza a pájaros a toda una generación de aficionados a la greña. Hervía la afición en Alcalá. Como se ponía el San Antonio, una riada de gente, para ver la corrida televisada en el bar Cristóbal. Toreaba El Cordobés. Al terminar la corrida, la gente salía como si fuera de una plaza de toros, con sus discusiones y todo.
Pues bien, la irrupción del fenómeno cordobesista, fue soplando una gata de jóvenes seguidores, mimétricos, emuladores de la vida y prodigios del mito paradigmático. La legión de maletillas no dejaron de crecer las broza del camino. La oruga y la marabunta.
Mucha gente joven recorre caminos con la barriga vacía. La fama ganadera de Alcalá atrajo a un enjambre de torerillos venidos desde todos los vientos que canta la veleta. Alcalá por aquellas calendas, era terreno abonado para “orientarse” (en la jerga maletilla) en eso de los tentaderos. Las tapias de Las Cobatillas, Vega Blanquilla, La Capitana, El Lario, El Pradillo o en Monte Bajo se ponían a tente bonete a la espera del turno. Y los ganaderos de cabeza con tanta torería andante. Era digno de ver como se ponía el paseo –que entonces se acostumbraba en la calle Real- de torerillos de todo pelaje y condición. Los más afortunados andaban en “jechares” con las preciosidades locales. Los demás se tenían que conformar con los requiebros bien plantados o los exabruptos.
Aquella algarabía de muchachos impregnaba la atmósfera alcalaína de un fuerte colorido, de un gallo colorido local. La diversidad de sus atuendos: botos camperos y zapatos de gamuza. Una síntesis bien expresiva.
La taberna de José Gutiérrez (Bigornia) un punto de encuentro y referencia de muchos torerillos, que encontraron allí filón cálido de hospitalidad ventajosa. Fue José Gutiérrez, aficionado antes de que el tiempo le plateara la cabeza. Se sabía el percal. Sabía templar la vida y era generoso a más no poder. Buena conversación y una torre de erudición. Fue tanta la afición que pasó por la taberna, que vio el dueño a figuras renombradas en los carteles, como Miguel Márquez y Ricardo de Fabra, y una tanda de novilleros de buena cosecha. Tenía la taberna de José Gutiérrez un aroma intemporal, fuera del tiempo, o quizás, fuera más bien, el tiempo detenido. Ese espacio castizo donde la albahaca le presta el olor a la solemnidad de un cuadro viejo y ennegrecido por el humo. Y la sabiduría natural bendiciendo los cuatro rincones de la estancia. La emoción me embiste por dentro recordando aquella taberna, con viento antiguo, que tanto sopló los sueños de una juventud torera (con toro o sin toro) entre el chato de vino y el aliño de la aceituna. Y de vez en cuando, el pajarillo a la brasa de carbón. Lo que se come se cría, reza el tópico popular. De comer tanto pájaro a más de uno le crecieron las alas, o le revolotearon en la cabeza. Por eso en las noches de vino y pájaros se nos abrían más las alas de los sueños, seguramente.
Hubo un tiempo, que en Alcalá, se desató una corriente de gente soñadora. Un canto general entre la majeza y lo desarrapado. Entre la pelambrera y la brillantina. El retrato de un hatillo y una gorrilla a cuadros con Alcalá de fondo. De la memoria me vienen saliendo los nombres de Antonio Maldonado, Morenito de Brenes, José Luis Morales, Cabrerito (de gran parecido con Belmonte), Rafael de Rosario, José Lozano, Jesús Manso “Monedero”, Quinito (que recibió una grave cornada en El Pradillo), José Yañez “Figurita” (el maletilla escultor), Pepe Ortega, Fontiveros, “El te diré” de Algeciras, Juan Arias (desertor de la jábega), Platerito de Cádiz (el más loco), “El Piojo” (tartamudo), José Julio (el terror de las niñas), El Madrileñito (torerillo con gabardina). El Chiclanero (inventor de suertes), y un tal Paquetillo (torerillo de matute que nunca fue a dar un pase). Y José Jiménez “El Águila” (antes Pepete) que fue capaz de subirse a lo más alto del edificio Fénix en las Tendillas de Córdoba, para pedir una oportunidad con una pancarta extendida donde se leía: “O toreo o me tiro”. El suceso echó tinta en toda la prensa nacional. Le dieron la oportunidad en Granada, pero ya no fue necesario de que se subiera a ninguna torre más, de lo mal que estuvo. En fin, y muchos y muchos torerillos más cuyos nombres se lo ha llevado la neblina de mi olvido.
Entre tanto torerillo suelto se veía venir, tarde o temprano, la epidemia, o mejor dicho: alentó la pandemia latente iba a remover el espíritu torero de la tierra. Fernando Rengel “El Piconero”, torero solanesco, casi un ganapán del toreo. Un gladiador que se volcaba sobre el morrillo de los toros a cara de perro. Como queriendo estoquear la estrechura de su vida que no se presentaba rosa precisamente. Al final, otra vez, perros para arriba perros para abajo, como si no hubiera pasado nada.
Y Paquito Riveriego (el que esto escribe bautizó como Paquito de Larios y así se le quedó). Paquito, nacido en Cortes de la Frontera, con la ternura de la edad, vino a posarse en Alcalá, en la finca Vega Blanquilla, destino de su padre como encargado del ganadero José Quesada. En medio de la ganadería de Juan Belmonte, recién adquirida, Paquito, un “soplido” rubio, de lo endeblito que era, fue fijándose en el misterio cotidiano de los toros bravos. Y sin levantar un palmo del suelo, se hizo diestro, a lomos del caballo “Ropero”, en el manejo de la garrocha en los días del recogida del ganado, junto al “conoseó” Diego Mateos y Manuel Toro. Así que el niño, pronto echó pié a tierra. Los primeros pases a una becerra le trastocaron el sueño. La idea de ser torero era hurón que se le estiraba por día. Y llegó la hora. Un niño todavía, en que alborearan de verdad ilusiones ocultas.
Por primera vez en su Cortes natal, se vistió Paquito de luces. Lucía un terno rosa pálido y plata alquilado (más bien descolorido que pálido). En un colegio del pueblo vistióse para la ceremonia. La historia resultó a pedir de boca. Orejas y salida en hombros. Y los amigos celebrando.
Entendía Paquito el toreo abiertamente ortodoxo, rondeño, de “pata adelante” y chaquetilla abierta al aire del viaje, al son de cada pase. Sembrado justito de valor, era sin embargo, en tarde encendida, capaz de esperar al novillo a “porta gayola” o iniciar la faena con una tanda de hinojos, al hilo de las tablas. Se embraguetaba con el capote y en tardes de inspiración era un portento corriendo la mano. Lo mismo alegraba que dramatizaba la faena. Era un ecléctico, ponía las reglas al servicio de los sentimientos. Lo que mejor se le daba –lo más difícil- era la suerte suprema: la espada. Parece que lo estuviera viendo, altanero, parsimonioso, pasitos cortos, la mano despegada al aire del cuerpo, envuelto en el capotillo de paseo, al son del pasodoble “Amparito Roca”. Y la niña enamorada en el tendido para que nada falte.
Toreó Paquito de Larios, catorce novilladas, con buen balance, aunque con algunos aperreos, como con aquel toro cinqueño que le echaron en San Roque. Tarde de espanto, donde la tragedia se paseaba viciosa por el ruedo. Al final, una estocada de potra abrió las puertas de la Providencia. ¡Cuántas noches de pesadilla vivió uno junto al amigo torero!. Oí de cerca el latido pálido del miedo. Y hasta le apreté la pañoleta y los machos para que saliera bonito a la plaza. Con traje tabaco y oro salió Paquito de luces, por última vez, en Alcalá en una plaza portátil, en el llanete de Pico del Campo. Y desde entonces, a la estrella de la ilusión, le vino para siempre el día. Toreaba aquella tarde con Paquito otro torerillo local: Lázaro Jiménez. Imprimía Lazarillo al toreo una extraña belleza de flor bravía. De tez retostada entre la seda más que al novillo toreaba el peligro. Un “tabarro” (como decimos por aquí) vestido de luces. Pero salió virgen del trance porque antes, por una y mil razones, como le sucediera a todos, se le enfrió el caldo de la afición, y se fue a su oficio de siempre. Lazarillo Jiménez fue el epígono, la última ilusión alcalaína vestida de luces.
Acaba aquí, este breve paseo, esta crónica sentimental, a través de la torería alcalaína. Un vuelo mágico por la suerte escrita del sueño eterno del hombre y el toro entre la luna y el sol.

“Un toro malo en la vida
no le temo aunque derrote
yo le daré la salida
con el vuelo del capote”.

Cantábamos, a dúo, Paquito de Larios y yo en los días de juventud y rosa. Luego, lo que son las cosas, el toro se convirtió en pájaro y se fue volando por la raya del aire. Uno nunca ha visto a nadie –si no es en los sueños- pegarle un capotazo a un pájaro. Si acaso, si acaso, al dulce pájaro de la juventud, pero ese hace ya algún tiempo que se escapó de la jaula. Pero queda la conformidad de que vendrán los días, vendrán otros, a los que se le llenaran la cabeza de gorriones y le abrirán el capote a la gloria, a la fama tornadiza. Y la fábula del toro volador seguirá vigente, mientras sigo asomando por encima del Lario, el lucero del alba.

Jesús Cuesta Arana

1 comentarios:

Unknown dijo...

Jesús me vas a permitir que te de una idea, no sobre lo escrito que es magnífico y lo he leido con verdadero placer, me refiero a "Vigesimo segundo vuelo. Los Toros", es la dificultad para leerlo, se podría intercalar una especie de ladillo, que llamamos en la profesión, que es sacar del mismo texto una frase e ir intercalandola, con un tipo y un cuerpo algo mayor, en la parrafada.

Un saludo
Juan Romero

El tiempo que hará...