Por aquellos años de la década de los 40, había una canción que llevaban en el alma todos los que, por algún motivo, tuvieron que emigrar de sus pueblos. Decía así: “La torre de mi pueblo no la puedo olvidar./ No la puedo olvidar, porque le tengo amor./ No quisiera morir muy lejos de ella, no.” Y, efectivamente, quizás el símbolo más entrañable que todos conservamos de nuestro pueblo es la torre.
La torre de Alcalá es, por añadidura, una formidable construcción de la época del templo; es decir, del siglo XV, hecha a expensas del primer Marqués de Tarifa, don Fadrique Enríquez de Rivera. Después experimentó otras reconstrucciones en los siglos XVI, XVII y XVIII. Se asoma a todos los rincones de Alcalá y domina airosamente los términos del municipio.
La torre tiene una altura de 785,45 metros sobre el nivel del mar. En la cúspide hay cinco campañas, cuatro grandes y una pequeña. La corona una pirámide con el signo de la cruz, rematada por azulejos muy vistosos. La visión que se obtiene desde el lugar del campanario es bellísima, sin obstáculo alguno, a excepción del muro que queda de la torre del homenaje del castillo.
El sonido de sus campanas es profundo, intensivo por su altura y extensivo por la gravedad de su escala. La única que rompe el cuarteto de sus sones es la campana pequeña, que viene a poner un grito de alegría entre tantos sones tenebrosos. Las otras aportan un concierto melancólico, apesadumbrado y abatido. Cuando los monaguillos subían a tocar las campanas el día de los difuntos, durante toda la noche, sus notas caían sobre el pueblo como un trágico manto de pesar por los ausentes y desaparecidos.
Las torres de Alcalá, siempre fueron dos: la de San Jorge y la de las Monjas Clarisas Concepcionistas. La de las monjas era de dos cuerpos, lo suficiente para comunicar al pueblo las horas de la misa y los aspergios que la comunidad de religiosas entonaban en las horas litúrgicas. El convento, la iglesia y la torre se construyeron, en el siglo XVI, a iniciativa de la familia de los Duques, especialmente por el hijo natural, que luego fue San Juan de Ribera. Su campana tenía un sonido muy familiar para los alcalaínos, pero dicen que un cura que estuvo destinado en Alcalá, cuando desaparecieron las religiosas, se la llevó a Benalup.
Los otros campanarios no eran torres, sino espadañas. Las espadañas estaban formadas por una pared con huecos para las campanas, rematada con una cruz. En esos años, había en Alcalá cuatro espadañas: la de la Victoria, con dos campanas, datadas a mediados del siglo XVI. Era la iglesia de los frailes mínimos o victorios. Aún el templo tiene vigencia y utilización, pero los frailes se marcharon cuando la desamortización. La de Santo Domingo no se utilizaba porque la iglesia estaba cerrada desde las mismas fechas. La de la capilla del Hospital de la Misericordia todavía existía con una campana, pero tampoco se utilizaba desde hacía bastantes años. Y la del Beaterio, que aún sigue prestando su servicio a la capilla del convento y al colegio.
Anteriormente, Alcalá tenía, además, otras muchas ermitas que fueron desapareciendo. Todas tenían su pequeño campanario para llamar a los fieles. La mayoría eran espadañas, pero otras tenían campaniles, un trozo de pared separado de la ermita con un soporte de hierro para colgar la campana. La más antigua es la de San Vicente, relacionada con la dominación visigoda de la antigua Torre Lascutana en el siglo VIII, situada en la cima del cerro de la Coracha. Otra de las más antiguas es la de San Ildefonso, erigida tras la conquista de Alfonso X el Sabio en el siglo XIII.
En el siglo XV, existía una iglesia adosada a la parroquia de San Jorge con el nombre de Santa Águeda. Asimismo, desde el siglo XVI, existía también la ermita de San Antonio, anteriormente llamada de Nuestra Señora de la Consolación. Fue la primera sede de los mínimos en Alcalá, mientras se construía el convento de la Victoria.
La iglesia de Santa Catalina es mencionada por el Visitador general diocesano, don Felipe de Obregón, en el siglo XVI. Parece que se ubicaba en la antigua Casa de los Ribera, dentro de lo que fue después Convento de las Clarisas, cuya torre perteneció a la iglesia. Hay que recordar, también, la espadaña de la ermita de la Vera Cruz, situada en la Alameda desde el siglo XVI. Después, en el siglo XVIII, se llamó de la Soledad. Con la marcha de los mínimos, la ermita debió decaer y ser abandonada.
Esta es, brevemente, la historia de las torres de un pueblo con viejas raíces, uno de los pioneros de la fe cristiana, arraigada en el pueblo hispano-romano y los visigodos. Desgraciadamente, casi todos los vestigios han desaparecido, pero gracias al tesón e investigación de los historiadores podemos saber cuál es nuestra historia. Y, gracias a su torre, podemos cantar: “La torre de mi pueblo no la puedo olvidar./No la puedo olvidar, porque le tengo amor./No quisera morir muy lejos de ella, no.”
JUAN LEIVA
0 comentarios:
Publicar un comentario