Su hermana Jacinta lo escamondó en el gran lebrillo del corral con agua calentada en el anafe. Lo vistió y le puso el babi que heredaba de su hermano Pepe. Lo llevó al Beaterio donde acogían a los párvulos y lo entregó a una Hermana. Tenía unos cuatro años. Su madre se había educado, desde su niñez hasta los dieciséis años, en el Beaterio, y quiso que todos sus hijos pasaran por allí. Sabía que los recuerdos más perennes son los de la primera niñez, los que acompañan a las personas toda la vida.
Se quedó desolado, pero la Hermana lo cogió en brazos y lo introdujo en la clase. A las doce del mediodía ya estaba integrado en la sociedad infantil de los niños y niñas del bendito lugar. Casi todo se aprendía cantando: las letras, los números, las primeras palabras... Y era como una continuación de la familia. Lo recogían por la tarde, pero los niños y niñas estaban deseando de volver al Beaterio cada mañana. La gente quería a las monjas como si fueran de la propia familia.
El recreo en la cerca con el aljibe en el centro, a la sombra del muro que quedaba de la torre del homenaje, fueron dos impresiones que no olvidará nunca. Era un marco donde las piedras hablaban, aunque todavía no sabía interpretar lo que decían. Los cernícalos merodeaban los huecos que dejaban las piedras derruidas y los parvulitos corrían y gritaban organizando una auténtica algarabía. Asomarse al aljibe para ver al moro que la había construido era una aventura que todos querían tener.
Tiene también evocaciones de otro centro escolar que había en la calle la Amiga, varias casas más arriba de la suya. Era eso, una “miga”, que acogía a niños pequeños durante el verano. Era una especie de guardería para que los niños no estuvieran todo el día en medio de la calle. La regentaba una mujer que cree que se llamaba doña María de los Santos. Era de pago, porque debían entregar diariamente una moneda de diez céntimos, aquellas monedas de cobre, grandes y pesadas, con cuyos céntimos se podían comprar muchas cosas. La mujer los hacía cantar, contaba cuentos y debían llevar una pizarra, un pizarrín y un trapo atado al marco de la pizarra para borrar. Llevaban también una botella de agua y, no sabe por qué, le echaban dentro regaliz y se tornaba de color rojo profundo, como si fuera vino.
Pero donde comenzaban a aprender con cierta seriedad era en la Escuela Nacional, regentada por don Manuel Marchante. Don Manuel era viudo, tenía dos hijo, vestía siempre de negro y era mayor. La clase la integraban cuarenta o cincuenta alumnos. El aula estaba situada en un callejón que bajaba desde la calle Real al Llanete.
Tenía forma de “L” y el mobiliario se reducía a un crucifijo, la mesa y el sillón del maestro, una gran pizarra, unos mapas murales y un armario para los libros. Llevaba siempre unas gafas de gruesos cristales de miope. Por la mañana, las clases eran ordenadas y se aprovechaba el tiempo. Pero, por la tarde, don Manuel llegaba recién comido y con cierto sopor que, a veces, le hacía dar unas cabezadas. La Escuela era una unitaria de niños, donde convivían desde los 5 ó 6 años hasta los doce. Los mayores enseñaban a los más pequeños a leer. Pero cuando los alumnos veían a don Manuel dar una cabezada, se organizaba un auténtico follón. A pesar de todo, los alumnos terminaban por querer a don Manuel. Por aquella fecha, los maestros de Escuela estaban mal pagados y se veían obligados a dar clases particulares para poder subsistir dignamente. Don Manuel también daba clases extras después de la jornada escolar. De aquellas clases de don Manuel, recuerda que le daba mucha importancia a la lectura. El libro de lectura era “Corazón” de Amicis, un libro italiano que se impuso en muchos colegios durante la República. Era bonito y, cada semana, proponía un cuento aleccionador. Pero, además, don Manuel dedicaba cada semana una jornada de tarde para leer a los clásicos españoles. Ponía a los alumnos mayores en corro y leían por turno algún libro de relato o cuentos. Los pequeños oían atentamente la lectura de los mayores y vibraban emocionados con aquellos relatos breves. Don Manuel tenía dos hijos y cree que también fueron maestro en Alcalá, pero ya él se había marchado a Jerez.
A veces, don Manuel no podía atender la clase por enfermedad o porque se desplazaba a Cádiz. Entonces lo suplía don Jorge, un joven que era maestro y estudiaba en la Universidad. La juventud de don Jorge se notaba desde que entraba por las puertas de la Escuela. Nadie chistaba, mantenía la disciplina con eficacia y se aprovechaba muy bien el tiempo. No obstante, don Manuel dejó una buena huella pedagógica y se ganó el aprecio de los alumnos.
Unos diez o doce años más tarde, don Manuel se jubiló. Todas las generaciones de alumnos que habían pasado por sus manos organizaron un homenaje y una comida, como reconocimiento a su labor pedagógica. También él acudió al homenaje. Fueron muchos años los que pasó don Manuel arañando la incultura, para que Alcalá pudiera contar con una juventud más culta y preparada. Y, sin embargo, aún así, recuerda que, en aquellas fechas, se decía que más del 60 por ciento de la población de Alcalá era analfabeta.
Había otra escuela en el Carril Alto que regentaba un maestro que andaba con muletas, de cuyo nombre no puedo acordarme. No tuve ningún contacto con aquella escuela. Sólo veía pasar al maestro por la calle “La Amiga” andando con gran dificultad. Es la figura que le quedó en la memoria infantil.
JUAN LEIVA
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