El
jesuita francés, Teilhard de Chardin, hizo un bellísimo “Himno al Universo”, en
el que decía: “Bendita tú, desnuda materia”. Teilhard vio el mundo con mirada
limpia, serena y optimista; era un místico. Cien años más tarde, el Concilio
Vaticano II decía que la Iglesia aceptaba el diálogo con la naturaleza sin
reservas, aceptaba la vida, las esperas, las alegrías, los dramas, las
tragedias…Pero no todos se mostraron de acuerdo y aún hoy hay recalcitrantes
que no lo aceptan.
Alcalá,
en junio, era un formidable espectáculo de una naturaleza pura. El refrán lo
decía sin miedo: “Junio claro y fresquito,
para todo es bendito.” Acudamos al himno de Teilhard cuando dice: “Bendita
seas, materia universal, duración sin límites, río sin diques, triple abismo de
estrellas, de átomos, de generaciones; tú que desbordando nuestras medidas
estrechas, nos revelas la dimensión misma de Dios.”
Alguien
ha dicho que la bienaventuranza de los limpios de corazón, se podría traducir
por “Felices los que saben abrazar castamente al universo.” Ser limpios es eso,
abrazar con pureza las cosas; ser impuros es abrazarlas de manera libidinosa,
ensuciarlas, prostituirlas. Se abraza castamente a la propia esposa, a la
propia casa, al propio trabajo, a los hijos, a los amigos…Pero el camino de la
posesión es el camino de la culpa. ¡Cuántas lágrimas están haciendo derramar! “Por junio, el mucho calor, nunca asusta al
labrador.” Abrazará la cosecha como el mejor obsequio de su trabajo.
Pocos
espectáculos de la naturaleza son tan bellos como el cielo azul de Alcalá sobre
el Prado desde el mirador de la Coracha. Y pocos también el formidable bosque
de Los Alcornocales o la alfombra verde sobre los montes y las colinas de
Alcalá preñadas de vida. Ninguna persona que se abra a este espectáculo puede
correr el riesgo de dudar de la existencia de Dios. Sería como meter las piezas
de un reloj en una bolsa, agitarlas y esperar que salga, casualmente, una máquina
de medir el tiempo. Junio era el augurio del verano y a veces llovía. Y decían
los hombres: “Junio lluvioso, verano caluroso.”
En
junio, Alcalá era el mes de los niños. Una vez recogidas las notas que
arrojaban las evaluaciones, se levantaba la veda y se iniciaban los tres meses
de vacaciones, el verano. Las mañanas eran espléndidas y frescas, pero las
tardes acumulaban temperaturas sin límites. En la década del 40, Alcalá no
conocía las piscinas. Sólo había albercas de riego que llenaban los humildes
borriquillos. Los niños ya sabíamos lo que teníamos que hacer, bajar la cuesta
de La Salada y zambullirnos en los charcos del Barbate. Allí pasábamos las
horas del calor, de los juegos, de la
libertad.
Cuando
el sol se ocultaba tras la Coracha, nos entraba la prisa, porque nuestros
padres no soportaban la intranquilidad
de la espera. Entonces, subíamos corriendo la cuesta de “La Salá” y
llegábamos sedientos y hambrientos a casa. En el Prado quedaban las vacas organizando
el concierto nocturno hasta que salía la luna. Todo estaba impregnado de
libertad y de naturaleza pura, pero la vida era dura para mucha gente que, no
tenían otros medios que la siega, la vendimia jerezana o la gratuidad de las
plantas silvestres que abundaban en los montes. Ya lo decía el refrán: “En
junio, hoz en puño.” La noche la rematábamos en la Alameda de la Cruz.
JUAN
LEIVA
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