Es
domingo y son las diez de la mañana. Luce el sol. Alcalá está quieta y
silenciosa. Nada se mueve, nadie se oye, nadie se ve. De vez en cuando alguien
baja por la calle Guillén Moreno procedente del Lario. Vuelve la esquina de la
tienda de los “chinos”. Otro comienza a subir lentamente la calle Río Verde.
Domingo
y soleado, pero no se oye nada. Solo el viento ululante de “levante”, fuerte y
áspero, recorre todo el espacio, todas las calles, todos los tejados. Azota con
furia las copas de los árboles de la “Playa”. Es un viento que nos hace saber
que algunos sí estamos despiertos y levantados, y miramos y oímos. Solo unos
pocos y yo. Los demás duermen o descansan en sus camas, en sus sofás, en sus
casas. Alcalá parece muerta, como ciudad sitiada por un enemigo invisible,
ciudad escondida, quieta, agazapada. Ráfagas de viento rugen como lobos. Un
cojo con dos muletas intenta subir lentamente la pequeña pendiente de mi calle.
Va por la acera e enfrente.
Lo
demás, las calles, el paseo, el parque son dominio del viento; ese viento que
no cesa, que no se cansa, que te achica el espíritu. Las puertas no se abren,
las ventanas no se abren, los balcones tampoco se abren. No se oye ningún
sonido de televisores. No se oye el ruido de un motor de coche, de camión, de
moto… ¡Qué horror! Con lo que molestan y fastidian cuando pasan, algunos, a
toda potencia, a todo gas. Muertos están mi pueblo y mi calle. Esta calle
pequeñita que la han destinado a ser la entrada y salida del 90% del movimiento
de los vehículos que se mueven por Alcalá. Hoy no se mueve ni uno solo. Sus
habitantes han huido o no se han levantado. Presiento esto último. Solo yo,
desde mi balcón miro y no observo nada. Bueno, algo, sí. Coches aparcados,
algún perro que vagabundea. Y veo los naranjos, la farola, la carretera y poco
más. Como veis todo inerte.
Corren
papeles por el suelo, y hojas de árboles y envases de chucherías infantiles… Ni
siquiera los pájaros se atreven a volar. Creo que existe solamente una Alcalá
solitaria y yo, coches inmóviles y yo, naranjos y yo, viento que sopla y ulula
y yo. Lo demás parece no existir. Pero sé que cuando pase un rato algo
cambiará. Alguien más cruzará ante mis ojos, algún niño gritará, alguna
golondrina volará. Yo, mientras tanto, también seguiré volando. Volará mi
fantasía, volará mi imaginación, volará todo mi ser y veré otra Alcalá algo
distinta y viva. Veré una Alcalá que se mueve, que se agita, que se pasea y que
bulle, se encuentra y se saluda.
Veré
la Alcalá distinta y auténtica, real y verdadera, la de siempre. La de ahora,
la de estos momentos es una Alcalá ficticia que duerme y sueña, que descansa o
que huye, que no se ve, que no está. Alcalá es edificación y población, casas y
gentes, vehículos y niños, y tejados y cabezas, y chimeneas y cabelleras al
aire. Veo la primera y no siento la segunda. Prefiero la segunda, la que está
llena de vida y movimiento, sentimiento y pasión, y virtudes y defectos. La
primera es el continente, la segunda es
el contenido; y nadie se bebe la copa por muy fino que sea su cristal sino el
champán que hay dentro de ella. Y son ya las once de la mañana y nada me indica
que vaya a cambiar por el momento. Pueblo sin apenas trabajo y pueblo con
suficiente descanso.
Ya
se ve algún movimiento; ya se ve algunos que miran; ya se oyen algunos ruidos
de motores. Y se nota la vida. Giro 180 grados en mi sillón. Veo una pantalla y
oigo el rugido de unos potentes motores de Fórmula Uno en ella, porque alguien
ha conectado el televisor. Inclinado mi cuerpo ya no miro por el balcón. Ahora
solo veo la tele. Todavía en la calle sigue sin haber nadie. Pero Alcalá
despertará. De esto estoy totalmente seguro. Y así sucederá.
José Arjona Atienza
Alcalá, 12 de mayo de 2013
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