Fue el jueves día
16 de julio de 2015. Eran las nueve de la noche. De las cuatro esquinas de
nuestro pueblo convergían gentes, solas o acompañadas que se dirigían al centro
de nuestra Alcalá, todos nos dirigíamos al mismo sitio, a la Iglesia de la
Victoria.
Llegué como siempre y ya casi no se podía entrar,
de manera que tuvieron que abrirse las grandes puertas de la entrada,
pudiéndose decir que desde la Alameda podría verse el retablo del altar mayor.
En frase popular “no cabía un alfiler”.
Compañeros, amigos y fieles de toda condición.
Hombres y mujeres, jóvenes y niñas, coro y guitarra. Pero cuando cantaban y
tocaban el instrumento, todos los sonidos y notas dejaban volar al aire tonos
de honda y reciente tristeza. Y no era para menos.
El día antes y de accidente doméstico, moría Juan
Coca; el alcalaino, el maestro, el compañero y el amigo de todos, al menos de
los que llenábamos el recinto sagrado, el que fuera años atrás el Director de
la SAFA y de la Escuela Hogar. Todos lo
conocíamos, lo apreciábamos, y lo queríamos. A sus hermanos y demás familiares
todo les parecía raro y casi no se creía que ya no existiera Juan.
Ayer convivía entre nosotros y hoy ya no. La vida
es puro tránsito o como decía Santa Teresa, es como “pasar una mala noche en una
mala posada”.
Todos lo conocíamos y apreciábamos, pero se nos
marchó para siempre y hoy yo estaba allí. Antes del comienzo de la misa, un
hijo suyo, creo recordar que Agustín, atravesó la Victoria portando en sus
manos un recipiente que contenía las cenizas de Juan. Los miércoles de ceniza
nos lo lo recuerda la Iglesia con estas palabras: “Memento,
homo, quia pulvis es et in pulverem
reverteris”, o sea, acuérdate hombre que polvo eres y en polvo te has de
convertir. Juan le hizo caso a la Iglesia en este aspecto.
Después del acto litúrgico, el sacerdote bajó del
altar y con el hisopo, esparció el pequeño recipiente situado sobre una mesita.
El oficiante por cierto, entre sus aditamentos litúrgicos, concretamente la
estola, la llevaba de color morado como símbolo de luto presencial.
Casi todos los asistentes devotamente abigarrados,
pretendían quitarse de su cuerpo el calor que invadía la Victoria, calor en el
cuerpo y calor en el corazón. Los que poseían un abanico no dejaban de agitarlo
con toda vehemencia como si quisieran quitarse de su cara una invasión de
furiosas abejas. Dichos artilugios manuales figuraban enormes mariposas que
giraban enérgicamente y repetidamente sobre rostros sudosos.
La Santa Misa terminó y llega el momento de los
pésames. La Iglesia se convirtió en solo unos momentos, en una especie de
mercadillo sabático de bullicio y ajetreo. El personal se apresuraba en
llegar los primeros para darle el pésame a los dolientes, hermano, hijos,
nietos y, sobre todo a la esposa del fallecido que se hallaba toda exhausta.
Pero había algo que no era ni personas ni cosas.
Ese algo era nada más y nada menos que el espíritu de Juan que se hallaba
presente en todas las mentes, en todos los espíritus y en todas las almas de
los allí reunidos.
Toda una persona, un ser, un padre y un esposo,
todo lo que era, tenía y sentía se hallaba dentro de una pequeña urna de tan
solo un metro. Lo que quiere decir que una persona, un ser, un cuerpo, no es
solamente lo que exteriormente se ve; una persona es un espíritu, un alma
inmortal que ya marchó a otro lugar. El que se fue a ese otro sitio está aquí
convertido en ceniza. Su espíritu, el verdadero ser, voló a otros espacios.
Entonces ¿a quien se lamenta y se llora? Parece ser
que a esa misma ceniza no. La prueba es que no nos importa arrojarla al campo
con el riesgo de que sea pisada por los zapatos de los caminantes o las pezuñas
y cascos de los animales, mas no olvidemos que de la tierra salimos y a ella
tenemos que regresar.
Entonces a quien se lamenta y se llora es al ser, a
la persona que se marchó, a su espíritu, a su alma. Y todo esto no se queda
aquí abajo, va, ciertamente, a un “más allá” y que nadie puede saber de
antemano qué lugar es ése.
Solamente ha habido una persona que sabía el día y
la hora exacta de su partida de este mundo. Ese ser privilegiado era un santo
español que antes había sufrido insoportablemente. Fue San Juan de la Cruz. Ese
día, no fatídico para él, 13 de diciembre de 1531, el santo sabía y deseaba que
a las doce de la noche de se gozoso día entraría en la Patria Celestial a
cantar maitines.
Terminemos con una nota alegre recordando al cubano
Antonio Machín, afincado en Sevilla y que por cierto lo vimos en nuestro pueblo
en el cine Andalucía.
Yo Juan, compañero y amigo tuyo durante sesenta
años, que es el tiempo que llevo aquí, podríamos pedirle a Machín con su arte y
su voz inigualable, su emblemática canción “Espérame en el Cielo cariñito
adorado...etc”.
A JUAN COCA
Esposo, padre y maestro
desde siempre alcalaíno
tú ya hiciste tu camino
como cada cual el nuestro.
En algo serías diestro
quizás fuera tu destino
tu final, como un secuestro
del “más allá”, adivino.
Tal vez tuvieses prisa
y algo también de desvelo
dejando aquí nuestra brisa.
Dirigiéndote hacia el Cielo
espérame puntual
en la puerta celestial.
José Arjona Atienza
Alcalá de los Gazules,
28 de Agosto de 2015
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