martes, 8 de septiembre de 2015

XLI PREGÓN DE LA ROMERÍA 2015 - ALCALÁ DE LOS GAZULES

 

XLI PREGÓN DE LA ROMERÍA EN HONOR A LA VIRGEN DE LOS SANTOS, PATRONA DE ALCALÁ DE LOS GAZULES



Los Santos, 21 de agosto de 2015
Pilar Peiteado Mariscal


(Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme)

Dios tres veces Santo contempla a los hombres,
que nacen y mueren, que aman y odian.
Y piensa con pena que todos son pobres
porque no conocen de verdad su rostro.
No fuimos creados siervos ni soldados, esclavos de un dueño guerrero o tirano;
Dios nos hizo hijos, nos lo entregó todo;
pero habíamos perdido el camino a casa.
Y la vida pasa,
sin brillo ni hondura.
Así que Dios inventa la absoluta locura: siendo Dios dejar de ser Dios, descender;
tomar carne en la entraña de una mujer;
Ya que no vamos, venir; puesto que no salimos, salir;
mostrarnos su rostro, entregarnos su reino, poner en nuestras manos su plan de salvación.
Que cielos y tierra guarden silencio;
que toda rodilla se doble;
porque el Todopoderoso
se encoge hasta hacerse hombre
Pero, ¿quién puede contener a Dios entero;
Quién será el camino, el sendero,
por el que la Palabra vendrá al mundo? ¿Quién pondrá sobre la tierra
a la luz que brilla en la tiniebla?
Y la mirada de la Trinidad Santa se cruza en María… En María de los Santos…
¿Qué tienes, María, del Padre Eterno? ¿Qué llevas en el primer Santo de tu nombre?
El creador del mundo te hizo, como Él, creadora;
la nueva Eva que alumbra al nuevo hombre.
María de Dios Padre, María del Padre Santo,
danos tu obediencia, enséñanos tu canto
súmanos a la tarea de dar vida, Madre bendita
a la que Dios Padre constantemente nos llama y nos invita.
El segundo Santo de tu nombre es de Dios Hijo;
El Señor del tiempo y de la historia, qué profunda maravilla, lo aprende todo de una mujer sencilla:
la levadura, las ovejas, las monedas;
lo que sucede con el manto ajado y la nueva tela;
los sarmientos y la vid, el grano de mostaza;
la luz que se pone en el candil; el trigo y la cizaña; los odres viejos y la ropa que se guarda en el arca.
¿Qué ternura, y qué orgullo, sentirías, María, viendo que su palabra alcanzaba el entendimiento y el corazón de la gente?
Madre de Dios Hijo, María del Hijo Santo, Virgen de las cosas cotidianas,
tráenos con tu nombre la presencia del Señor cada mañana;
mézclalo en nuestra vida, para que alcancemos la Vida plena a que nos llama.
El Espíritu Santo cierra tu nombre, María,
el maestro interior que te guía
para reconocer la presencia de Dios:
en el ángel, en tu prima Isabel, en los pastores y en los magos;
en las palabras proféticas de Ana y de Simeón;
en la despedida de Jesús, en su bautismo, en su muerte de ladrón.
María llena de Gracia, María del Espíritu Santo,
enséñanos a mirar, a encontrar en el mundo el rastro de Dios,
a no temer, a confiar, a buscar en todo el encuentro con tu Hijo
para poner nuestra vida a su servicio.
Cómo no cantarte, María de los Santos,
a ti que nos traes a la Trinidad Santa, que juntas cielo y tierra.
Aquí vengo hasta tus plantas,
en el día de tu pregón.
Que sea para tu gloria, Madre mía;
hazme contigo instrumento sencillo de la eterna música de Dios. Amén.

Madre mía, Virgen de los Santos; Hermano mayor y miembros de la Junta de Gobierno; pregoneros y camaristas; Hermanos mayores de peñas marianas y cofradías; Señor párroco y señor alcalde; hermanos en María de los Santos.
Es impresionante encontrarse aquí. Sobrecoge solo imaginarlo, como me ha pasado a lo largo de todo el año; y, completamente, vivirlo. Siendo, además, muy consciente de que no he llegado aquí por mí misma, de que no estoy aquí por mis méritos. Socialmente tiene hoy justa fama el hombre hecho a sí mismo, el que lo ha ganado todo con su esfuerzo y valía. Pero no es mi caso; yo tengo que reconocerme como fruto de la bondad, la generosidad y el trabajo de otros, comprenderme como hija, como heredera. Para mí todo es don y todo es Gracia, todo lo he recibido.
Recibir no es situarse en una postura pasiva; requiere humildad; actitud de apertura y adaptación para lo que llega; disposición de aceptar; y capacidad para la sorpresa y el agradecimiento. Estamos toda la vida pensando en dar, en entregar y entregarnos y luego resulta que colaborar con el plan de Dios consiste en buena parte en recibir. En recibir y en dejar que fluya a través de nosotros lo que recibimos, sin apropiarnos ni apoderarnos de ello. Como María. Tratar con la Virgen es contemplar el ciclo eterno de recibir a Dios mismo y proyectarlo hacia el mundo; de recogerlo al pie de la cruz, y anunciar su resurrección y su vida. Contemplar esa dinámica y, con la Gracia de Dios y la ayuda de su madre, sumarse a ella.
Llego hoy hasta los pies de María de los Santos a través de una decisión de la Junta de Gobierno que agradezco profundamente, porque me pone delante de Ella de una forma especialísima y única, don y Gracia, regalo enorme que me hace feliz. Pero, también y sobre todo, vengo ante Ella como hija suya, como hija de la Iglesia y como hija de mi familia; son todos esos brazos, divinos y humanos, los que me traen hasta aquí, tres escalones, como los de este presbiterio.
El primero es el de la fe. Creo firmemente que soy hija de Dios y que la Virgen es mi madre. Qué rápido se dice y qué hondura tremenda, vital, hay en ello. Hace unas semanas cenaba en casa un amigo periodista que ha hecho varios documentales sobre la situación actual de los cristianos en Oriente. Y contaba cómo los refugiados que han tenido que dejarlo todo y huir ante la disyuntiva de apostatar o morir, no se planteaban renunciar a su fe, porque no se comprendían sin Ella, no sabían vivir de otro modo que como cristianos. No pretendo compararme con estos testigos y mártires de nuestro tiempo, aunque desearía responder del mismo modo en una situación similar; pero entiendo lo que les pasa, porque yo tampoco puedo comprenderme sin la fe; soy lo que soy, soy como soy porque creo; soy esencialmente creyente. También limitada y pecadora, pero creyente. Me sucede lo que tan bien expresa Pedro en el Evangelio de Juan, “Y dónde iremos, Señor, si solo Tú tienes palabras de vida eterna”.
Y mi fe no es ciega, no puede serlo tras la resurrección de Jesús. Como Tomás, creo porque he visto, porque me siento habitada por un Dios vivo con el que me relaciono, y porque veo su acción en quienes se dejan llevar por Él. Sé de quién me he fiado, como le dice San Pablo a Timoteo. Lo conozco, como conocían a Jesús los que lo buscaban para ser curados, como lo conoce el centurión que lo ve morir. Llegar a Los Santos y encontrarme en presencia de la Virgen es para mí siempre una experiencia fuerte de todo esto. Estoy segura de que quienes estamos acostumbrados a despedirnos por tiempo, hasta dentro de unos meses, de un año tal vez, le pedirán a la Virgen, como yo le pido, que nos traiga de vuelta junto a Ella. Pero no es una petición que se refiera solo ni principalmente a lo físico, a estar vivos para volver, sino a volver queriéndola como madre, a volver creyente, a volver con el deseo de entrar en la presencia de Dios y de su madre santa, de escucharlos a los dos en el silencio de Los Santos. A volver fiel, como es para mí imagen de fidelidad la Virgen de los Santos esperándonos y recibiéndonos aquí. Y a que volvamos todos así, porque el don de la fe y la disposición de aceptarlo y de dejarse llevar por Ella es mi petición principal para mí y para los que quiero, muy especialmente para mis hijos. El cielo y la tierra pasarán, pero no su palabra, nos anunció Jesús; yo, cada vez que vengo, veo que mi vida pasa, que todo cambia y yo misma también, que hay cosas y personas de mi vida que se van definitivamente; pero el santuario permanece y la Virgen me espera, y un sentimiento de agradecimiento infinito y de tranquilidad por encontrarme en las manos de Dios me llenan.
Decía que no solo los brazos de la fe, sino también los de la Iglesia me traen hasta aquí. De la Iglesia jerárquica, que, santa y pecadora, ha logrado surcar dos mil años de historia porque es al Dios vivo y verdadero al que lleva en sus vasijas, aunque éstas sean de barro, como ya nos advirtió San Pablo. Pero también de la Iglesia que forman todos los hombres y mujeres que a lo largo de los siglos han conservado y transmitido la fe que recibieron, y que llega hasta mí. De quienes hacen por la lucha de la justicia que brota de la fe su prioridad, porque han entendido, como nos dice Isaías, que el culto que Dios quiere que le demos es abrir las prisiones injustas, atender al huérfano y a la viuda y no cerrarnos a nuestra propia carne. De los que han entregado su vida, de mil maneras y en cada rincón del mundo, en el seguimiento de Jesús, a veces oculto, a veces heroico, siempre fructífero.
También este sentimiento de agradecimiento a la Iglesia, y no como a algo abstracto sino como a un cuerpo que se concreta en personas, me brota con fuerza cuando vengo a Los Santos. Porque, aunque es verdad que las madres quieren por igual a sus hijos, y que cada hijo quiere a su madre como los demás, con las solas diferencias del carácter de cada uno y de los distintos modos de expresarnos que tenemos, también es cierto que los hijos que vivimos lejos de nuestras madres tenemos una deuda de gratitud con nuestros hermanos que están al lado de Ella. Ellos la cuidan, la visitan; la atienden en la vida ordinaria y no sólo en los días de fiesta; se preocupan de todas las pequeñas cosas materiales que son necesarias, hablan con Ella y de Ella con frecuencia, hacen hermoso el lugar en el que habita. Conozco a la Virgen y puedo visitarla porque otros lo han hecho y lo hacen; otros que, en muchos casos no sé quiénes son, no están aquí, y no pensarán nunca que en su trato con la Virgen se apoya el mío. Alcalá y la Virgen de los Santos me hacen presente siempre que ni el paso más pequeño de la fe es posible darlo solo, que todo se sostiene a través de esta construcción de piedras vivas que es la Iglesia.
La Iglesia que me trae hasta aquí no es solo la actual, la nuestra, sino también la Iglesia triunfante, que integran quienes se encuentran ya al lado de Dios; muchas personas vinculadas a mi vida y a la Virgen forman ya parte de esa Iglesia, y es imposible estar un rato en Los Santos sin que se vayan asomando a mi memoria. Mi abuelo Pedro, que tanto hemos echado de menos y que tanto me habría gustado que mi marido y mis hijos tratasen, y mi abuela Pilar, a quien sí tuvieron la suerte de conocer y querer; los hermanos de mi abuelo que veíamos en Alcalá, mi tío Paco y mis tías Juana y Francisca, las primeras a las que recuerdo rezando el Rosario, y tío Gabriel y tía Prudencia; los hermanos de mi abuela que tratamos, tío Pedro y tía María, tía Mari y tío Fernando. Los padres y madres de muchos de mis amigos: Pepa Pastor, la madre de Belén; y Juan Fernández-Armenta y Pepe Prieto, tan cercanos a nosotros como nuestra familia de sangre y tan presentes todavía y siempre en tantas cosas; Juan el padre de Zeneida, y Jaime, el padre de Mari Carmen y de Jaime; mi tío Antonio, padre de Pedro y Francisco; los padres de Ana Pili Pereira; y Elena, la madre de Belén Toscano. Y, tan prematuramente, Agustín, el hijo de Santos y Paco. Todos ellos lucharon bien su combate, corrieron su carrera y conservaron la fe, como dice San Pablo de sí mismo en una de sus cartas a Timoteo. La conservaron para ellos y para los demás; son señal clarísima de esperanza para nosotros y han recibido, estoy segura, la corona y el premio que Dios entrega a los que lo aman, la contemplación serena, gozosa y eterna de su rostro. Todos lo hicieron cogidos siempre de la mano de la Virgen de los Santos. Ella fue, verdaderamente para ellos, porta coeli, puerta del cielo. Le pido muy hondamente que nos la abra también a todos nosotros cuando llamemos a ella.
El último escalón que me sube hasta los pies de la Virgen es mi familia. San Pablo les proponía a los cristianos de la comunidad de Corinto que ambicionaran los carismas mejores, los mejores para la comunidad y para el encuentro con Dios, y creo que eso es, muy sencillamente, lo que mis padres nos han enseñado a Edu, a María del Mar y a mí. Vivir es elegir, y de mis padres hemos aprendido a elegir la fe, la actitud de servir y de estar atentos a las necesidades de otros, la rectitud y la amabilidad y el cariño con todos, aunque eso signifique en ocasiones dejar de lado opciones más tentadoras y llamativas, como el protagonismo, la comodidad o la búsqueda de uno mismo. De manera silenciosa y tranquila nos hemos ido impregnando, como Alcalá, de la presencia de la Sagrada Familia, patente a través del Beaterio y de las Escuelas que tan queridos fueron siempre para mis abuelos y después para mis padres, y del testimonio de las hermanas del Beaterio y de tantas otras personas. Jesús, María y José, rogad por nosotros, para que agradezcamos siempre tanto bien recibido y estemos alegres, como canta el Salmo, porque el Señor ha estado grande con nosotros.
De la mano de Dios fueron llegando Blanca, Álvaro y Manuel, y después Nicolás y Manuel; Óscar, Ígor y Jaime; Ignacio, Pilar y Juan. A todos nos va cubriendo la Virgen con su manto, todos vamos buscando crecer en estatura, Gracia y sabiduría, en la compañía preciosa de la familia de Nazareth. Esto no significa ni que todo sea fácil ni perfecto. Pero, a lo largo de toda la vida, en medio de los campos, como dice también un Salmo que me da mucha luz, la acequia de Dios va llena de agua, y sus carriles rezuman abundancia; pase lo que pase en nuestra vida, estén como estén nuestros campos, por la acequia de Dios corre el agua y todo lo que se planta firmemente en su orilla vive, reverdece y da fruto. A veces, el que sembramos y esperamos. Otras, uno distinto, silvestre, elegido por Dios; mejor con toda seguridad que el que nosotros habíamos previsto, pero que no siempre sabemos reconocer. Por eso no podemos vivir sin la Virgen, que entiende que Dios tiene planes y caminos distintos de los nuestros, como profetizó Isaías, y que nos enseña a entregarnos a ellos con esperanza y sin temor. Así lo hemos experimentado todos en muchos momentos de nuestra vida, y podemos atestiguar que quien se confía a Ella no queda nunca defraudado. Compartir esta seguridad y la fe con Manuel; ver cómo nuestros hijos van creciendo en ellas; sabernos los cinco bajo el manto de la Virgen de los Santos; y tener una parte importante de nuestra vida de familia vinculada a Los Santos y a Alcalá ha sido y es una Gracia y un regalo, que le agradezco a la Virgen y también a mi marido, que tan sencilla y profundamente se ha hecho de aquí. Le agradezco igualmente su presentación. No solo ni especialmente por lo que dice (y por lo que calla), sino porque que sea él quien mejor puede presentarme es el reflejo de nuestra vida juntos; que está puesta desde el principio en manos de Dios y que espero y quiero eterna y para siempre, con la misma claridad y seguridad con las que lo esperaba y quería hace ya algo más de dieciséis años.
Todas las familias de Alcalá tienen el álbum de su vida ligado a Los Santos. También la mía, y eso que somos de muy pocas fotos. A lo largo de estos meses he tenido en mi mente algunas particularmente significativas. A María del Mar y a mí muy pequeñas, cogidas de la mano de mi abuelo y delante de la Virgen, en una ocasión que no identificamos porque la Virgen está en el campo pero es invierno, vamos con abrigo. Y también con mi abuelo y con todos, la última que vez que él, ya en silla de ruedas y con un transporte especial, vino a Los Santos. Muchas antiguas de mi madre y de mis tíos Tere y Andrés, con las que mi madre nos hablaba de Alcalá y María del Mar y yo lo pasábamos en grande intentando adivinar quiénes eran los que salían con ellos. Y siempre la Virgen, siempre la Virgen; la vida pasando por Ella, Ella firmemente presente en la vida. Tengo unas cuantas con mi abuela Pilar y con mi tía Pili, a las que en cierto modo y con menos méritos que ellas siento que represento y traigo. A mi abuela, tan discreta pero tan firme, que ante todas las alegrías, sorpresas o disgustos lo primero que decía era Madre mía de los Santos, y que en toda mesita de noche de donde durmiera siquiera una vez ponía un portarretratos de dos hojas con un foto de mi abuelo y otra de la Virgen. Y a Pili, que ha tenido siempre muchísima ilusión por el pregón y por todas las cosas de la Virgen, inculcada por mis abuelos y mantenida ahora por mi madre y por mi tía Tere. De todo esto sabe la Virgen más de lo que yo puedo contar, y en sus manos lleva el alma de los que no están y la vida y los trabajos de los que quedan.
Una fotografía más sirve de pórtico a la familia hecha de cariño enorme y de compartir la vida que formo con mis amigos de aquí. Y es una fotografía en la que no salen ellos ni salgo yo, sino que salen muchas de nuestras madres el día del pregón de la mía, hace este año veintiséis. Ahí están María, Elvira y Santos; Maribel y sus hermanas Pili y María Luisa; Pili Sánchez y Ana Mari; cerca andarían, seguro, Isabel y María Rosa. Decía al principio que todo es don y Gracia, todo lo he recibido. También a mis amigos. Siempre me ha impresionado que mis padres, sin móvil ni mail ni whattsapp, y sin la facilidad enorme que tenemos ahora para movernos y viajar, mantuvieran con esa fuerza y constancia sus raíces y la relación con sus amigos, de donde brota la nuestra, formidable, y se va fraguando la de nuestros hijos. No caben aquí ahora ni nombres ni fotos, porque son afortunadamente muchos, muchísimos; el núcleo originario de los hermanos y primos Pastor (hay una foto a la que no me resisto, aquí en el patio, Inma y María, Elena y Mari Ángeles, María del Mar y yo, vestidas iguales de dos en dos, con diez u once años) fue creciendo rápido, con otros primos, amigos de Alcalá (¿os acordáis, Belén y Zeneida, de enseñarnos a bailar sevillanas en un cuarto de la azotea de mis abuelos con un calor horroroso?), novios y novias… Hemos atravesado juntos colegios, estudios, trabajos; alegrías muy grandes y dolores terribles, vida corriente, viajes y momentos especiales e importantes. Y estoy muy segura de que no nos mantiene unidos solo el cariño ni la amistad que hemos heredado, sino también la devoción a la Virgen de los Santos y la fe que igualmente todos hemos recibido. Una estampa final pone broche a este trípode de fe, Iglesia y familia que me sostiene: muchos de nosotros compartimos vacaciones de verano en Chiclana, y en la misa de los domingos los más de veinte niños que juntamos, a los que cada año se van sumando nuevos comulgantes, son señal esperanzadora del paso de Dios por las generaciones y por la Historia, conduciéndola hacia su plenitud total. Madre de los Santos, ponnos a todos con tu Hijo, haznos sus parientes, esa familia suya formada por quienes escuchan la palabra de Dios y quieren y desean ponerla por obra.
Un pregón es un anuncio. Un anuncio de algo que llega, y que se avisa con tiempo para poder hacer los preparativos necesarios. Querría que este pregón nos ayudara a preparar el corazón para la fiesta de la Virgen de los Santos y para cualquier encuentro con Ella. Le tomo prestada a la Iglesia para esto la oración preciosa y redonda del Rosario, que es la expresión perfecta de la misión que Dios le encomienda a María con la Encarnación, traernos a Dios mismo para que, contemplándolo, podamos conocerlo, y así amarlo y seguirlo. Os propongo entonces que contemplemos cinco misterios de nuestra fe y devoción a la Virgen, cinco misterios para María de los Santos.
Primer Misterio. Mujer, ahí tienes a tus hijos; pueblo de Alcalá, ahí tienes a tu madre.
Los días grandes, las fiestas, provienen siempre de una historia anterior; celebramos los cumpleaños de quienes amamos, conservamos con cariño objetos que nos hablan del momento en que los usamos o de las personas que los poseyeron. Los días de fiesta que vamos a vivir forman parte de la historia de amor, varias veces centenaria, entre Alcalá y María de los Santos, entre María de los Santos y Alcalá. Recuerdo de cuando era pequeña mi sensación de que en Alcalá todo se llamaba Nuestra Señora de los Santos: Ella, su nombre, te envuelven desde que llegas y en cualquier sitio en el que estés; recuerdo también que cuando pasábamos el verano en Cádiz e íbamos a ver a nuestras amigas a Chiclana, nos bajábamos corriendo del coche y no teníamos que esperar a nuestros padres para encontrar la casa entre todas las de la calle, era la que tenía el azulejo de la Virgen de los Santos. Me hace gracia y me alegra que este sea el mismo modo que tienen hoy mis hijos de identificar la casa de Andrés y Bárbara también en Chiclana, la del azulejo de la Virgen. Siempre que me encuentro con el relato de la salida de los israelitas de Egipto, junto con la imagen de la sangre del cordero en las jambas que hace pasar de largo al ángel que hiere a los primogénitos, surgen ante mis ojos los azulejos en las puertas, las marcas de un pueblo que pertenece a la Virgen y, a través de Ella, a Dios. El Dios vivo y verdadero del pueblo de Israel se distingue de los ídolos del resto de los pueblos que cruzan el Antiguo Testamento porque es capaz de amar, porque elige un pueblo y le es fiel y lo sostiene con palabras y obras; conmueve cómo cuenta el profeta Oseas el modo en que Dios enseñó a andar a Israel, y cómo se inclinaba para darle de comer. Todo en este Santuario, las paredes y la vida que contienen, habla igualmente de un pueblo elegido por Dios para ponerlo en el regazo de la Virgen de los Santos, para hacer de él, a través de la Virgen, una señal de la presencia fiel y amorosa de Dios.
Dice el Evangelio de Juan que, desde que Jesús se la encomendó como madre, el discípulo la recibió en su casa; no la puso solo en la puerta, sino que le hizo sitio bien dentro, la Virgen se sumó a su vida cotidiana. El espacio natural del amor, de cualquier amor verdadero, es la vida ordinaria, ningún amor que valga la pena vive solo de días de fiesta o especiales. Nuestro amor por María no es un escondite ni una evasión de ese mundo real sino que, al contrario, tiene que arraigarnos firmemente en medio de las tristezas, alegrías y esperanzas de los hombres; querer a la Virgen de los Santos no es solo un sentimiento íntimo, privado y hermoso, sino que tiene una dimensión pública importantísima, nos compromete a traer a Dios al mundo, a cambiar la historia con nuestras decisiones y actitudes, como Ella hizo. Estamos llamados a reproducir lo que adoramos; si no, nuestra alabanza está vacía. Sean la presencia y el ejemplo de María para nosotros como pueblo como la de los ángeles que espabilaron a los discípulos tras la ascensión, galileos, alcalaínos, qué hacéis ahí mirando al cielo, que la tarea del Reino urge y os espera…
Las Avemarías de este misterio son una oración por el pueblo de Alcalá, por la gente a la que Tú, madre mía, quieres tanto. Por quienes tienen dificultades y sufren por la falta de trabajo, la enfermedad o el desgaste de la vida; por quienes no encuentran la plenitud o la esperanza; por quienes confían en tu compañía y tu apoyo para ponerse a la tarea que el Señor les encomienda; y para que tus hijos, Señora, te amen por siempre y te sigan cuidando y proclamando para bien del mundo.
Segundo misterio. El camino de Alcalá a los Santos.  
Todos hemos hecho muchos caminos de Alcalá a los Santos. En coche y a pie, por gusto y en fiestas de la Virgen, deseando contarle cosas o necesitando ser escuchados y consolados. Pero salir de camino para encontrase con la Virgen es también una actitud, una manera de estar en la vida que nos saca de nosotros mismos y que pone nuestro objetivo fuera, que nos descentra, como se manifiesta muy plásticamente en la vocación de Abraham que nos relata el libro del Génesis; sal de tu tierra y ven a la tierra que yo te mostraré. Para aprender a ir de camino en nuestra vida, nada mejor que fijarnos en la Virgen, que también fue caminante; sabemos que fue aprisa hasta Ain Karem para ver a Isabel; que hizo el largo camino de Egipto; que anduvo hasta Jerusalén viarias veces para celebrar la Pascua y que acompañó a Jesús en el camino del Calvario. Y yo, además, la imagino muchas veces caminando cuando contemplo la vida oculta de Jesús, ocupada en las tareas de un ama de casa de entonces que tendría que salir a por agua, a lavar y a tantas cosas; y la veo por los caminos escuchando a Jesús en sus tres años de vida pública. Pero cuando voy de Alcalá a Los Santos, imagino especialmente el camino de la visitación. La señal que el ángel le ha dado a María de que para Dios no hay nada imposible es que su prima Isabel espera un hijo. Y María corre para ayudar a su prima, y también para buscar a Dios, para ir donde le han dicho que se ha hecho presente. María se pone en camino no sólo para encontrase con Isabel, sino para encontrarse con Dios; no sólo para acompañar a su prima, sino para confirmar lo que ya intuye, que la obra de Dios se hace a través de lo pequeño y lo sencillo. No es que viene el mesías lo que le asombra; eso, como buena judía, María lo espera; le asombra ser Ella el instrumento, y cuando lo confirma viendo a Isabel le brotan la risa y la alegría por cómo es Dios en forma de Magnificat. María entiende a Dios porque lo busca donde Dios ha dicho que está, y para eso hay que mirar hacia abajo, que es donde Dios se coloca con la Encarnación. Arriba ya estaba, es Dios…
Durante el camino de Alcalá a los Santos, el de la próxima romería, por qué no, hay tiempo para todo: para admirar el campo y sabernos peregrinos, per agrum, atravesando hacia Ella el campo de nuestra vida; para cantar y alegrarnos con todos; para desayunar y reponer fuerzas, porque no sólo de pan vive el hombre pero también vive de pan, y qué importante es y cuánto sentido tiene compartirlo; y para rezar, para desear caminar como María, yendo a la búsqueda de las señales de Dios. Pero no las que nosotros creemos que son; yo veo a veces que me parezco a los discípulos, que espero otro tipo de salvador y lo busco en otros sitios y en otras cosas, que miro hacia lo poderoso, lo fuerte, lo famoso, lo exclusivo, lo lujoso… Pero hay señales en el Evangelio que me vuelven a poner rápido sobre la pista: “encontraréis a un niño envuelto en pañales”, se les dice a los pastores. Y a los emisarios que manda Juan desde la cárcel para preguntarle a Jesús si es Él quien va a venir o tienen que esperar a otro, Jesús les responde que le cuenten a Juan lo que está pasando, que los mudos hablan, los cojos andan y a los pobres se les anuncia la buena noticia; y la señal que trasciende el Evangelio mismo que es la presencia real de Jesús en la sencillez absoluta del pan y del vino, la maravilla de la Eucaristía.
A lo largo del camino hasta Los Santos que es nuestra vida, en cada uno de los caminos concretos a Los Santos que hacemos, María camina con nosotros, y nos va enseñando, si la dejamos, si la escuchamos, a reconocer a Dios, dónde están en nuestra vida Isabel, el pesebre y el portal, los ciegos y los mudos, Dios vivo que se nos entrega. Y hay algo tremendamente conmovedor, también una señal, en cómo nos recibe María de los Santos: seguro que recordamos otras imágenes de la Virgen y el niño muy bonitas, muy maternales, donde parece que hay un diálogo o un juego entre ellos. La Virgen de los Santos, en cambio, nos lo muestra, y por delante de Ella: ni Ella es el centro, ni Jesús es para Ella, sino para nosotros. Cuando caminamos hasta Los Santos buscando a María y acompañados por Ella, nos encontramos cara a cara con el mismísimo Dios.
Con las Avemarías de este misterio te vamos poniendo delante, Virgen de los Santos, a quienes recorren hoy los caminos de Egipto y del Calvario: inmigrantes, refugiados que huyen de la guerra y del hambre, explotados por todo tipo de maldad y egoísmo, perseguidos por la fe y la justicia. Y a quienes como Tú, llenos del Espíritu Santo, caminan para mostrarnos a todos el rostro de Dios. Y a nosotros mismos, madre, para que lo conozcamos y reconozcamos, y para que así enteramente lo amemos y lo sirvamos. 
Tercer misterio. María elevada al cielo por las manos de sus hijos y coronada por sus cantos, lágrimas y oraciones.
No puedo contemplar los misterios de la asunción de la Virgen y de su coronación sin que se me superpongan por delante las imágenes de la Virgen de los Santos saliendo de su camarín y caminando entre nosotros, sostenida tanto por nuestras manos como por nuestros corazones. No habría en el cielo más emoción, alegría y cariño de los que hay al pie de las escaleras y en el olivar, ni hay mejores perlas para la frente de una madre que las que le ponen sus hijos compartiendo con Ella lo que llevan en el alma. El comienzo de la carta a los Filipenses cuenta de un modo impresionante cómo es Jesús, que, a pesar de ser Dios, se despojó de su rango y, pasando por uno de tantos, se humilló hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso, Dios lo levantó sobre todo y le concedió el nombre sobre todo nombre. Pues María igual: creada libre y dueña de sí misma, como todos nosotros, por amor se hizo esclava, y esclava humilde y discreta, pasando por una de tantas la llena de Gracia; y también Dios la levantó sobre todo, y le concedió un nombre altísimo. Y cuando nosotros la elevamos al cielo, porque algo vamos aprendiendo de Dios, y le vamos dando todos los nombres que nuestra ternura y nuestra devoción nos susurran, proclamamos con Ella que el camino para subir pasa por bajar y que sólo gana la vida, la plenitud de esta terrenal maravillosa y también la eterna, quien pone la suya a disposición de Dios, del que nos la da, nos la regala, la ha creado para nosotros.
A Jesús lo coronan de espinas la entrega libre de su vida, y nuestro pecado. A María, de gloria, la coronan la misma entrega libre de su vida, y nuestro amor. Elevamos al cielo a María de los Santos, y le tejemos de canto, oración, aplauso y lágrimas una corona viva, bellísima, palpitante, real. No somos amados por ser perfectos sino por ser hijos, qué tranquilidad más enorme, qué poca necesidad de aparentar ni de mantener el tipo, qué fácil abrir el alma y dejarnos mirar en profundidad cuando nos sabemos incondicionalmente queridos. Y nosotros la amamos porque es nuestra madre, porque nos dio la vida, nos alumbró al aceptar la palabra de Dios sobre Ella. Desde muy pequeña, desde que supe leer, me intrigó primero y me ha acompañado después la leyenda del escudo de las monjas del colegio, las Esclavas del Divino Corazón: servir es reinar. María de los Santos, nuestra Reina, nuestra Señora, lo es porque sirvió a Dios y nos sirvió a nosotros, porque entregó su vida al plan de salvación de Dios y ganó así su vida y la salvación para todos los hombres. Mientras la alzamos con nuestras manos y la coronamos con lo que va saliendo de cada una de nuestras almas, pidámosle que Ella nos vaya introduciendo en este misterio tan increíble de cómo es Dios, que se empobrece para enriquecernos, que cambia el manto de rey por la toalla de criado, que enaltece a quien se abaja y corona como Reina sobre los ángeles a la que se hizo esclava del Señor. Contemplándola como reina porque sirvió, Ella nos irá llevando al deseo de en todo amar y servir también nosotros a este Señor, a este Rey.
Ampara, María de los Santos, a través de esta decena de avemarías a quienes sirven y nos sirven. Cuida de los sacerdotes, los religiosos, los misioneros, los consagrados. Protege y sostén a quienes trabajan para nosotros o hacen posible nuestro trabajo. Y alienta con cariño y cercanía a todos los que a nuestro alrededor, y hay muchos, bendito sea Dios, traen, con su modo de hacer las cosas, el reinado de quien no vino a ser servido sino a servir.
Cuarto misterio. La fiesta se desborda alrededor de María.
Al terminar la romería de hace dos años, la de 2013, José Vicente y María nos escribieron a los que vivimos en Madrid y, por niños, trabajo y fechas, llevábamos años sin venir. Nos decían que, de todos los días del año, el de la romería era el más importante para vivirlo juntos, y que los demás amigos estaban incompletos, aun pasándolo estupendamente, si los que faltábamos no hacíamos un esfuerzo por estar. Dieron perfectamente en el clavo, tenían razón. Reunirnos en torno a la Virgen tiene algo especial y único, porque la alegría y la fiesta no son por nosotros, por lo que nos pasa, por lo que hacemos, sino por cómo es Ella y por la acción de Dios en Ella. Ésa es la alegría que canta María en el Magnificat, y también la que les muestra Jesús a sus discípulos cuando éstos vuelven encantados de la misión y le dicen ¡¡Señor, hasta los espíritus se nos someten!! Jesús, a quien siempre imagino con una sonrisa divertida en la cara ante la emoción de los apóstoles, los anima a no poner su alegría en eso, en lo que ellos hacen, sino en que sus nombres están escritos en el cielo, en el amor que Dios les tiene. Nosotros elevamos al cielo a la Virgen de los Santos y Ella lleva nuestros nombres en sus manos. Y la fiesta se derrama por todos los rincones del santuario.
Pero sin vino no hay fiesta, como sabe bien María en Caná. Uno de mis recuerdos más queridos de la romería está fuera del santuario, en los días previos y en el patio de la casa de los Pastor, donde los niños teníamos la tarea de lavar botellas y llenarlas con vino de Chiclana. Esta imagen se me funde con el milagro de Caná, que siempre me ha parecido curioso, único por su contexto de fiesta y por la intervención de María y casi innecesario o poco importante comparado con las curaciones, las resurrecciones o la multiplicación del pan para dar de comer a la multitud. Pero últimamente voy entendiendo que contiene la clave del reinado de Dios y de nuestra vida plena, y tal vez por eso Juan lo coloca el primero, en el comienzo de la vida pública de Jesús: Dios cambia nuestro pecado por su salvación, el agua sucia de las tinajas que los judíos usaban para purificarse, donde simbólicamente quedaba su impureza, por el vino de su vida nueva, plena y eterna. Sin ese vino, el mejor que los convidados han probado jamás, no hay fiesta posible, sólo humillación para los novios y fastidio para los invitados. Y la única que se da cuenta de esto es la que ya conoce la alegría de la salvación y la ha cantado en el Magnificat. María. La alegría, la fiesta, la comunión, cantar y bailar, reunirnos, las risas, compartir, son posibles porque hay vino, porque ha llegado la salvación, porque Dios viene y está vivo y presente entre nosotros. Pero este modo de presentarse Dios, esta manera de hacernos entender a qué viene, se la debemos a la intuición de María. La que enseñó a lo largo de treinta años al Hijo de Dios a ser hombre, tiene que señalarle en un momento concreto al hijo del hombre cuál es el tiempo de Dios. Mujer, no ha llegado mi hora; ¡¡sí, sí, había llegado, y de esa manera, y María lo sabía, bendito sea Dios!!
María de los Santos contempla la alegría que se desborda en los cuartos y en los patios, como contemplaba la celebración de Caná. Y se alegra con nosotros, y celebra que por un día abandonemos nuestras preocupaciones, nuestras prisas, las tareas que a veces nos hacen sentirnos tan importantes y que nos comportemos como hijos pequeños y confiados de un padre y una madre que no nos dejan nunca. Y creo que mientras nos mira sonriente, recita para nosotros un salmo que Ella habrá rezado mil veces: Devuélveme la alegría de la salvación, renuévame por dentro con espíritu firme; Señor, ábreme los labios y mi boca proclamará tu alabanza.
Y las Avemarías de esta decena, Madre mía, van transcurriendo quedamente, para que todos podamos escuchar en nuestro corazón tu voz, como la oyeron los criados de Caná, Haced lo que Él os diga…
Quinto misterio. Y María de los Santos conservaba todas estas cosas en su corazón y las meditaba en el silencio de la tarde
Nuestra propia vida es materia de oración. Igual que contemplamos la Escritura, que vemos los textos sagrados con los ojos del corazón buscando lo que Dios quiere decirnos en cada momento a través de ellos, el Señor se revela en nuestra vida, y podemos encontrarlo si miramos con sus ojos las personas, los acontecimientos y las experiencias que la van atravesando.
María es maestra en esto; va recogiendo pedazos de vida, alegrías, perplejidades, para recordarlas, para pasarlas de nuevo por el corazón, para conocer y comprender a Dios, para configurarse con Él, que es a lo que todos estamos llamados. Y así como quien empieza a leer busca la cercanía de alguien que ya lo hace bien para que le ayude con las palabras o los pasajes difíciles, todos vamos viniendo en muchos momentos, también cuando va cayendo la tarde de la Romería, a sentarnos a tus pies, Señora. San Ignacio, en los Ejercicios, le propone en muchas ocasiones al ejercitante que al comenzar cada rato de oración se coloque delante de la corte celestial, de los ángeles, de los santos y, por supuesto, de María Santísima. Porque la Virgen y los santos nos acompañan a buscar la voluntad de Dios en nuestra vida, y son ejemplo clarísimo de que es posible hallarla y cumplirla, y mediante ella alcanzar la plenitud.
Venir a Los Santos a repasar con la Virgen lo que tenemos en el corazón, sentarnos a sus pies a hacerlo con Ella, tiene dos cosas que a mí me dan mucha luz. Una es que Ella está arriba, muy arriba; para contemplar la propia vida con María de los Santos hay que levantar la mirada. La Virgen de los Santos nos ayuda a no volvernos hacia nosotros mismos, volcados en nuestra mirada y nuestro propio juicio, sino que al hacernos mirar hacia arriba dirige nuestros ojos hacia Ella y hacia su hijo, y nos abre a ser mirados por ellos, por su amor infinito, y a seguir esa mirada y no la nuestra. No hacemos entonces un examen de conciencia, sino de consciencia, no buscamos nuestros fallos sino luz para hacernos conscientes del paso de Dios por nuestra vida, por cada día, para volver así a los lugares donde lo encontramos y evitar, con su Gracia, lo que nos aleja de Él; para agradecer su presencia y caer en la cuenta del vacío que sentimos cuando nos falta su Espíritu, como dice de forma bellísima la secuencia del Espíritu Santo que se lee en Pentecostés. Lo segundo que nos ofrece el amparo de la Virgen de los Santos es el silencio. Dios, muchas veces, y como experimentó el profeta Elías, no está en el huracán ni en la tormenta, sino en la brisa suave, y nos hace falta un poco de calma, por dentro y por fuera, para encontrarnos con Él. Incluso en el bullicio de la Romería, a los pies de la Virgen hay silencio para escuchar, contemplar y rezar, y para caer en la cuenta, aquí, en medio del campo, de que todo nos habla de Dios. Como dice el salmo, el firmamento entero proclama la obra de sus manos; el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. María de los Santos se deja inundar por la obra de Dios, la guarda en su corazón, la medita y la irradia. Y nos va enseñando a hacerlo a quienes rezamos a sus pies o nos cubrimos con su manto.
Estas últimas avemarías, madre, son por quienes no tienen fe; por quienes están aburridos o agobiados; por quienes sufren sintiéndose más culpables que salvados; por nosotros mismos, en los momentos de desolación y oscuridad. Condúcenos a todos hasta quien es el camino, la verdad y la vida.
Hemos venido a Los Santos. Y tenemos que volver. La Escritura está llena de caminos de vuelta, que son siempre distintos a los de ida. A veces, hasta el camino es otro, como les sucedió a los magos de Oriente. Y, a veces, el que ha cambiado ha sido el caminante, que puede volver loco de alegría y glorificando a Dios por lo que le ha pasado, como los de Emaús cuando regresan a Jerusalén o el leproso que vuelve a darle las gracias a Jesús; o regresar silencioso y meditando lo que se le ha revelado, como les pasaría a José y María volviendo a Nazareth tras encontrar a Jesús en el templo, a Nicodemo después de su conversación nocturna con Jesús o a los apóstoles que bajaban del monte tras presenciar la transfiguración. Nosotros, como ellos, también estamos muy bien aquí, contemplando a María de los Santos, pero nuestro sitio está abajo, en el mundo, y a él nos devuelve el encuentro con Ella, transformados, para seguir estableciendo el Reino de Dios. Y vamos a hacer nuestro camino de vuelta cerrando el Rosario con la letanía, con la alabanza que brota del corazón que ha pasado un rato contemplando a la madre de Dios.
Madre de los Santos querida, Arca de Alianza,
convierte nuestra alabanza
en un compromiso serio.
Si te decimos consuelo de los afligidos,
abre nuestro corazón a los que lloran;
Si te adoramos como Virgen clemente
pon en nuestra alma una fuente
de la que fluya misericordia.
Auxilio de los cristianos, llena de justicia con los pobres nuestras manos,
que todo lo demás ya se nos da por añadidura.
Madre de la Divina Gracia, Vaso Espiritual que contiene a Dios mismo,
queremos vaciarnos de lo que estorba y ofrecerle a Él todo nuestro sitio.
Haznos como Tú al contemplarte, Estrella de la Mañana,
para iluminar el mundo con la Palabra de Dios, clara y cercana,
y salar la tierra con obras que le den Gloria.
Míranos, Señora de los Santos, rendidos a tus pies;
cobíjanos bajo tu manto;
mantennos a tu lado
como a los discípulos de Pentecostés,
para que podamos vivir proclamando
el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Viva la Virgen de los Santos.
Amén


Chiclana, a 12 de agosto de 2015, en el 44 aniversario de mi bautismo

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