XLI
PREGÓN DE LA ROMERÍA EN HONOR A LA VIRGEN DE LOS SANTOS, PATRONA DE ALCALÁ DE
LOS GAZULES
Los Santos, 21 de agosto de 2015
Pilar Peiteado Mariscal
(Dios mío, ven en mi auxilio;
Señor, date prisa en socorrerme)
Dios tres veces Santo contempla a los hombres,
que nacen y mueren, que aman y odian.
Y piensa con pena que todos son pobres
porque no conocen de verdad
su rostro.
No fuimos creados siervos ni soldados, esclavos de un
dueño guerrero o tirano;
Dios nos hizo hijos, nos lo entregó todo;
pero habíamos perdido el camino a casa.
Y la vida pasa,
sin brillo ni hondura.
Así que Dios inventa la absoluta locura: siendo Dios dejar
de ser Dios, descender;
tomar carne en la entraña de una mujer;
Ya que no vamos, venir; puesto que no salimos, salir;
mostrarnos su rostro, entregarnos
su reino, poner en nuestras manos su plan de salvación.
Que cielos y tierra guarden silencio;
que toda rodilla se doble;
porque el Todopoderoso
se encoge hasta hacerse
hombre
Pero, ¿quién puede contener a Dios entero;
Quién será el camino, el sendero,
por el que la Palabra vendrá al mundo? ¿Quién pondrá
sobre la tierra
a la luz que brilla en la
tiniebla?
Y la mirada de la Trinidad
Santa se cruza en María… En María de los Santos…
¿Qué tienes, María, del Padre Eterno? ¿Qué llevas en
el primer Santo de tu nombre?
El creador del mundo te hizo, como Él, creadora;
la nueva Eva que alumbra al nuevo hombre.
María de Dios Padre, María del Padre Santo,
danos tu obediencia, enséñanos tu canto
súmanos a la tarea de dar vida, Madre bendita
a la que Dios Padre
constantemente nos llama y nos invita.
El segundo Santo de tu nombre es de Dios Hijo;
El Señor del tiempo y de la historia, qué profunda
maravilla, lo aprende todo de una mujer sencilla:
la levadura, las ovejas, las monedas;
lo que sucede con el manto ajado y la nueva tela;
los sarmientos y la vid, el grano de mostaza;
la luz que se pone en el candil; el trigo y la cizaña;
los odres viejos y la ropa que se guarda en el arca.
¿Qué ternura, y qué orgullo, sentirías, María, viendo
que su palabra alcanzaba el entendimiento y el corazón de la gente?
Madre de Dios Hijo, María del Hijo Santo, Virgen de
las cosas cotidianas,
tráenos con tu nombre la presencia del Señor cada
mañana;
mézclalo en nuestra vida,
para que alcancemos la Vida plena a que nos llama.
El Espíritu Santo cierra tu nombre, María,
el maestro interior que te guía
para reconocer la presencia de Dios:
en el ángel, en tu prima Isabel, en los pastores y en
los magos;
en las palabras proféticas de Ana y de Simeón;
en la despedida de Jesús, en su bautismo, en su muerte
de ladrón.
María llena de Gracia, María del Espíritu Santo,
enséñanos a mirar, a encontrar en el mundo el rastro
de Dios,
a no temer, a confiar, a buscar en todo el encuentro
con tu Hijo
para poner nuestra vida a su
servicio.
Cómo no cantarte, María de los Santos,
a ti que nos traes a la Trinidad Santa, que juntas
cielo y tierra.
Aquí vengo hasta tus plantas,
en el día de tu pregón.
Que sea para tu gloria, Madre mía;
hazme contigo instrumento sencillo de la eterna música
de Dios. Amén.
Madre mía, Virgen de los
Santos; Hermano mayor y miembros de la Junta de Gobierno; pregoneros y
camaristas; Hermanos mayores de peñas marianas y cofradías; Señor párroco y
señor alcalde; hermanos en María de los Santos.
Es impresionante encontrarse
aquí. Sobrecoge solo imaginarlo, como me ha pasado a lo largo de todo el año;
y, completamente, vivirlo. Siendo, además, muy consciente de que no he llegado
aquí por mí misma, de que no estoy aquí por mis méritos. Socialmente tiene hoy
justa fama el hombre hecho a sí mismo, el que lo ha ganado todo con su esfuerzo
y valía. Pero no es mi caso; yo tengo que reconocerme como fruto de la bondad,
la generosidad y el trabajo de otros, comprenderme como hija, como heredera. Para
mí todo es don y todo es Gracia, todo lo he recibido.
Recibir no es situarse en una
postura pasiva; requiere humildad; actitud de apertura y adaptación para lo que
llega; disposición de aceptar; y capacidad para la sorpresa y el
agradecimiento. Estamos toda la vida pensando en dar, en entregar y entregarnos
y luego resulta que colaborar con el plan de Dios consiste en buena parte en
recibir. En recibir y en dejar que fluya a través de nosotros lo que recibimos,
sin apropiarnos ni apoderarnos de ello. Como María. Tratar con la Virgen es
contemplar el ciclo eterno de recibir a Dios mismo y proyectarlo hacia el
mundo; de recogerlo al pie de la cruz, y anunciar su resurrección y su vida. Contemplar
esa dinámica y, con la Gracia de Dios y la ayuda de su madre, sumarse a ella.
Llego hoy hasta los pies de María
de los Santos a través de una decisión de la Junta de Gobierno que agradezco profundamente,
porque me pone delante de Ella de una forma especialísima y única, don y
Gracia, regalo enorme que me hace feliz. Pero, también y sobre todo, vengo ante
Ella como hija suya, como hija de la Iglesia y como hija de mi familia; son todos
esos brazos, divinos y humanos, los que me traen hasta aquí, tres escalones,
como los de este presbiterio.
El primero es el de la fe. Creo
firmemente que soy hija de Dios y que la Virgen es mi madre. Qué rápido se dice
y qué hondura tremenda, vital, hay en ello. Hace unas semanas cenaba en casa un
amigo periodista que ha hecho varios documentales sobre la situación actual de
los cristianos en Oriente. Y contaba cómo los refugiados que han tenido que
dejarlo todo y huir ante la disyuntiva de apostatar o morir, no se planteaban
renunciar a su fe, porque no se comprendían sin Ella, no sabían vivir de otro
modo que como cristianos. No pretendo compararme con estos testigos y mártires
de nuestro tiempo, aunque desearía responder del mismo modo en una situación
similar; pero entiendo lo que les pasa, porque yo tampoco puedo comprenderme
sin la fe; soy lo que soy, soy como soy porque creo; soy esencialmente creyente.
También limitada y pecadora, pero creyente. Me sucede lo que tan bien expresa
Pedro en el Evangelio de Juan, “Y dónde iremos, Señor, si solo Tú tienes
palabras de vida eterna”.
Y mi fe no es ciega, no puede
serlo tras la resurrección de Jesús. Como Tomás, creo porque he visto, porque
me siento habitada por un Dios vivo con el que me relaciono, y porque veo su
acción en quienes se dejan llevar por Él. Sé de quién me he fiado, como le dice
San Pablo a Timoteo. Lo conozco, como conocían a Jesús los que lo buscaban para
ser curados, como lo conoce el centurión que lo ve morir. Llegar a Los Santos y
encontrarme en presencia de la Virgen es para mí siempre una experiencia fuerte
de todo esto. Estoy segura de que quienes estamos acostumbrados a despedirnos
por tiempo, hasta dentro de unos meses, de un año tal vez, le pedirán a la
Virgen, como yo le pido, que nos traiga de vuelta junto a Ella. Pero no es una
petición que se refiera solo ni principalmente a lo físico, a estar vivos para
volver, sino a volver queriéndola como madre, a volver creyente, a volver con
el deseo de entrar en la presencia de Dios y de su madre santa, de escucharlos
a los dos en el silencio de Los Santos. A volver fiel, como es para mí imagen
de fidelidad la Virgen de los Santos esperándonos y recibiéndonos aquí. Y a que
volvamos todos así, porque el don de la fe y la disposición de aceptarlo y de
dejarse llevar por Ella es mi petición principal para mí y para los que quiero,
muy especialmente para mis hijos. El cielo y la tierra pasarán, pero no su
palabra, nos anunció Jesús; yo, cada vez que vengo, veo que mi vida pasa, que todo
cambia y yo misma también, que hay cosas y personas de mi vida que se van
definitivamente; pero el santuario permanece y la Virgen me espera, y un sentimiento
de agradecimiento infinito y de tranquilidad por encontrarme en las manos de
Dios me llenan.
Decía que no solo los brazos
de la fe, sino también los de la Iglesia me traen hasta aquí. De la Iglesia
jerárquica, que, santa y pecadora, ha logrado surcar dos mil años de historia
porque es al Dios vivo y verdadero al que lleva en sus vasijas, aunque éstas
sean de barro, como ya nos advirtió San Pablo. Pero también de la Iglesia que
forman todos los hombres y mujeres que a lo largo de los siglos han conservado
y transmitido la fe que recibieron, y que llega hasta mí. De quienes hacen por
la lucha de la justicia que brota de la fe su prioridad, porque han entendido,
como nos dice Isaías, que el culto que Dios quiere que le demos es abrir las prisiones
injustas, atender al huérfano y a la viuda y no cerrarnos a nuestra propia
carne. De los que han entregado su vida, de mil maneras y en cada rincón del
mundo, en el seguimiento de Jesús, a veces oculto, a veces heroico, siempre
fructífero.
También este sentimiento de
agradecimiento a la Iglesia, y no como a algo abstracto sino como a un cuerpo
que se concreta en personas, me brota con fuerza cuando vengo a Los Santos. Porque,
aunque es verdad que las madres quieren por igual a sus hijos, y que cada hijo
quiere a su madre como los demás, con las solas diferencias del carácter de
cada uno y de los distintos modos de expresarnos que tenemos, también es cierto
que los hijos que vivimos lejos de nuestras madres tenemos una deuda de
gratitud con nuestros hermanos que están al lado de Ella. Ellos la cuidan, la
visitan; la atienden en la vida ordinaria y no sólo en los días de fiesta; se
preocupan de todas las pequeñas cosas materiales que son necesarias, hablan con
Ella y de Ella con frecuencia, hacen hermoso el lugar en el que habita. Conozco
a la Virgen y puedo visitarla porque otros lo han hecho y lo hacen; otros que,
en muchos casos no sé quiénes son, no están aquí, y no pensarán nunca que en su
trato con la Virgen se apoya el mío. Alcalá y la Virgen de los Santos me hacen presente
siempre que ni el paso más pequeño de la fe es posible darlo solo, que todo se
sostiene a través de esta construcción de piedras vivas que es la Iglesia.
La Iglesia que me trae hasta
aquí no es solo la actual, la nuestra, sino también la Iglesia triunfante, que
integran quienes se encuentran ya al lado de Dios; muchas personas vinculadas a
mi vida y a la Virgen forman ya parte de esa Iglesia, y es imposible estar un
rato en Los Santos sin que se vayan asomando a mi memoria. Mi abuelo Pedro, que
tanto hemos echado de menos y que tanto me habría gustado que mi marido y mis
hijos tratasen, y mi abuela Pilar, a quien sí tuvieron la suerte de conocer y
querer; los hermanos de mi abuelo que veíamos en Alcalá, mi tío Paco y mis tías
Juana y Francisca, las primeras a las que recuerdo rezando el Rosario, y tío
Gabriel y tía Prudencia; los hermanos de mi abuela que tratamos, tío Pedro y
tía María, tía Mari y tío Fernando. Los padres y madres de muchos de mis amigos:
Pepa Pastor, la madre de Belén; y Juan Fernández-Armenta y Pepe Prieto, tan
cercanos a nosotros como nuestra familia de sangre y tan presentes todavía y
siempre en tantas cosas; Juan el padre de Zeneida, y Jaime, el padre de Mari
Carmen y de Jaime; mi tío Antonio, padre de Pedro y Francisco; los padres de
Ana Pili Pereira; y Elena, la madre de Belén Toscano. Y, tan prematuramente,
Agustín, el hijo de Santos y Paco. Todos ellos lucharon bien su combate,
corrieron su carrera y conservaron la fe, como dice San Pablo de sí mismo en
una de sus cartas a Timoteo. La conservaron para ellos y para los demás; son
señal clarísima de esperanza para nosotros y han recibido, estoy segura, la
corona y el premio que Dios entrega a los que lo aman, la contemplación serena,
gozosa y eterna de su rostro. Todos lo hicieron cogidos siempre de la mano de
la Virgen de los Santos. Ella fue, verdaderamente para ellos, porta coeli, puerta del cielo. Le pido
muy hondamente que nos la abra también a todos nosotros cuando llamemos a ella.
El último escalón que me sube
hasta los pies de la Virgen es mi familia. San Pablo les proponía a los
cristianos de la comunidad de Corinto que ambicionaran los carismas mejores, los
mejores para la comunidad y para el encuentro con Dios, y creo que eso es, muy
sencillamente, lo que mis padres nos han enseñado a Edu, a María del Mar y a mí.
Vivir es elegir, y de mis padres hemos aprendido a elegir la fe, la actitud de
servir y de estar atentos a las necesidades de otros, la rectitud y la
amabilidad y el cariño con todos, aunque eso signifique en ocasiones dejar de
lado opciones más tentadoras y llamativas, como el protagonismo, la comodidad o
la búsqueda de uno mismo. De manera silenciosa y tranquila nos hemos ido
impregnando, como Alcalá, de la presencia de la Sagrada Familia, patente a través
del Beaterio y de las Escuelas que tan queridos fueron siempre para mis abuelos
y después para mis padres, y del testimonio de las hermanas del Beaterio y de
tantas otras personas. Jesús, María y José, rogad por nosotros, para que
agradezcamos siempre tanto bien recibido y estemos alegres, como canta el
Salmo, porque el Señor ha estado grande con nosotros.
De la mano de Dios fueron
llegando Blanca, Álvaro y Manuel, y después Nicolás y Manuel; Óscar, Ígor y
Jaime; Ignacio, Pilar y Juan. A todos nos va cubriendo la Virgen con su manto,
todos vamos buscando crecer en estatura, Gracia y sabiduría, en la compañía
preciosa de la familia de Nazareth. Esto no significa ni que todo sea fácil ni
perfecto. Pero, a lo largo de toda la vida, en medio de los campos, como dice también
un Salmo que me da mucha luz, la acequia de Dios va llena de agua, y sus
carriles rezuman abundancia; pase lo que pase en nuestra vida, estén como estén
nuestros campos, por la acequia de Dios corre el agua y todo lo que se planta
firmemente en su orilla vive, reverdece y da fruto. A veces, el que sembramos y
esperamos. Otras, uno distinto, silvestre, elegido por Dios; mejor con toda
seguridad que el que nosotros habíamos previsto, pero que no siempre sabemos
reconocer. Por eso no podemos vivir sin la Virgen, que entiende que Dios tiene
planes y caminos distintos de los nuestros, como profetizó Isaías, y que nos enseña
a entregarnos a ellos con esperanza y sin temor. Así lo hemos experimentado
todos en muchos momentos de nuestra vida, y podemos atestiguar que quien se
confía a Ella no queda nunca defraudado. Compartir esta seguridad y la fe con
Manuel; ver cómo nuestros hijos van creciendo en ellas; sabernos los cinco bajo
el manto de la Virgen de los Santos; y tener una parte importante de nuestra
vida de familia vinculada a Los Santos y a Alcalá ha sido y es una Gracia y un
regalo, que le agradezco a la Virgen y también a mi marido, que tan sencilla y
profundamente se ha hecho de aquí. Le agradezco igualmente su presentación. No
solo ni especialmente por lo que dice (y por lo que calla), sino porque que sea
él quien mejor puede presentarme es el reflejo de nuestra vida juntos; que está
puesta desde el principio en manos de Dios y que espero y quiero eterna y para
siempre, con la misma claridad y seguridad con las que lo esperaba y quería
hace ya algo más de dieciséis años.
Todas las familias de Alcalá
tienen el álbum de su vida ligado a Los Santos. También la mía, y eso que somos
de muy pocas fotos. A lo largo de estos meses he tenido en mi mente algunas
particularmente significativas. A María del Mar y a mí muy pequeñas, cogidas de
la mano de mi abuelo y delante de la Virgen, en una ocasión que no
identificamos porque la Virgen está en el campo pero es invierno, vamos con
abrigo. Y también con mi abuelo y con todos, la última que vez que él, ya en
silla de ruedas y con un transporte especial, vino a Los Santos. Muchas
antiguas de mi madre y de mis tíos Tere y Andrés, con las que mi madre nos hablaba
de Alcalá y María del Mar y yo lo pasábamos en grande intentando adivinar
quiénes eran los que salían con ellos. Y siempre la Virgen, siempre la Virgen;
la vida pasando por Ella, Ella firmemente presente en la vida. Tengo unas
cuantas con mi abuela Pilar y con mi tía Pili, a las que en cierto modo y con
menos méritos que ellas siento que represento y traigo. A mi abuela, tan
discreta pero tan firme, que ante todas las alegrías, sorpresas o disgustos lo
primero que decía era Madre mía de los Santos, y que en toda mesita de noche de
donde durmiera siquiera una vez ponía un portarretratos de dos hojas con un
foto de mi abuelo y otra de la Virgen. Y a Pili, que ha tenido siempre muchísima
ilusión por el pregón y por todas las cosas de la Virgen, inculcada por mis
abuelos y mantenida ahora por mi madre y por mi tía Tere. De todo esto sabe la
Virgen más de lo que yo puedo contar, y en sus manos lleva el alma de los que
no están y la vida y los trabajos de los que quedan.
Una fotografía más sirve de
pórtico a la familia hecha de cariño enorme y de compartir la vida que formo
con mis amigos de aquí. Y es una fotografía en la que no salen ellos ni salgo
yo, sino que salen muchas de nuestras madres el día del pregón de la mía, hace
este año veintiséis. Ahí están María, Elvira y Santos; Maribel y sus hermanas
Pili y María Luisa; Pili Sánchez y Ana Mari; cerca andarían, seguro, Isabel y
María Rosa. Decía al principio que todo es don y Gracia, todo lo he recibido.
También a mis amigos. Siempre me ha impresionado que mis padres, sin móvil ni
mail ni whattsapp, y sin la facilidad enorme que tenemos ahora para movernos y
viajar, mantuvieran con esa fuerza y constancia sus raíces y la relación con
sus amigos, de donde brota la nuestra, formidable, y se va fraguando la de
nuestros hijos. No caben aquí ahora ni nombres ni fotos, porque son
afortunadamente muchos, muchísimos; el núcleo originario de los hermanos y
primos Pastor (hay una foto a la que no me resisto, aquí en el patio, Inma y
María, Elena y Mari Ángeles, María del Mar y yo, vestidas iguales de dos en
dos, con diez u once años) fue creciendo rápido, con otros primos, amigos de
Alcalá (¿os acordáis, Belén y Zeneida, de enseñarnos a bailar sevillanas en un
cuarto de la azotea de mis abuelos con un calor horroroso?), novios y novias…
Hemos atravesado juntos colegios, estudios, trabajos; alegrías muy grandes y
dolores terribles, vida corriente, viajes y momentos especiales e importantes.
Y estoy muy segura de que no nos mantiene unidos solo el cariño ni la amistad
que hemos heredado, sino también la devoción a la Virgen de los Santos y la fe
que igualmente todos hemos recibido. Una estampa final pone broche a este
trípode de fe, Iglesia y familia que me sostiene: muchos de nosotros
compartimos vacaciones de verano en Chiclana, y en la misa de los domingos los
más de veinte niños que juntamos, a los que cada año se van sumando nuevos
comulgantes, son señal esperanzadora del paso de Dios por las generaciones y
por la Historia, conduciéndola hacia su plenitud total. Madre de los Santos,
ponnos a todos con tu Hijo, haznos sus parientes, esa familia suya formada por
quienes escuchan la palabra de Dios y quieren y desean ponerla por obra.
Un pregón es un anuncio. Un
anuncio de algo que llega, y que se avisa con tiempo para poder hacer los
preparativos necesarios. Querría que este pregón nos ayudara a preparar el
corazón para la fiesta de la Virgen de los Santos y para cualquier encuentro
con Ella. Le tomo prestada a la Iglesia para esto la oración preciosa y redonda
del Rosario, que es la expresión perfecta de la misión que Dios le encomienda a
María con la Encarnación, traernos a Dios mismo para que, contemplándolo, podamos
conocerlo, y así amarlo y seguirlo. Os propongo entonces que contemplemos cinco
misterios de nuestra fe y devoción a la Virgen, cinco misterios para María de
los Santos.
Primer Misterio. Mujer, ahí
tienes a tus hijos; pueblo de Alcalá, ahí tienes a tu madre.
Los días grandes, las
fiestas, provienen siempre de una historia anterior; celebramos los cumpleaños
de quienes amamos, conservamos con cariño objetos que nos hablan del momento en
que los usamos o de las personas que los poseyeron. Los días de fiesta que
vamos a vivir forman parte de la historia de amor, varias veces centenaria,
entre Alcalá y María de los Santos, entre María de los Santos y Alcalá. Recuerdo
de cuando era pequeña mi sensación de que en Alcalá todo se llamaba Nuestra
Señora de los Santos: Ella, su nombre, te envuelven desde que llegas y en
cualquier sitio en el que estés; recuerdo también que cuando pasábamos el
verano en Cádiz e íbamos a ver a nuestras amigas a Chiclana, nos bajábamos
corriendo del coche y no teníamos que esperar a nuestros padres para encontrar
la casa entre todas las de la calle, era la que tenía el azulejo de la Virgen
de los Santos. Me hace gracia y me alegra que este sea el mismo modo que tienen
hoy mis hijos de identificar la casa de Andrés y Bárbara también en Chiclana,
la del azulejo de la Virgen. Siempre que me encuentro con el relato de la
salida de los israelitas de Egipto, junto con la imagen de la sangre del cordero
en las jambas que hace pasar de largo al ángel que hiere a los primogénitos,
surgen ante mis ojos los azulejos en las puertas, las marcas de un pueblo que
pertenece a la Virgen y, a través de Ella, a Dios. El Dios vivo y verdadero del
pueblo de Israel se distingue de los ídolos del resto de los pueblos que cruzan
el Antiguo Testamento porque es capaz de amar, porque elige un pueblo y le es
fiel y lo sostiene con palabras y obras; conmueve cómo cuenta el profeta Oseas
el modo en que Dios enseñó a andar a Israel, y cómo se inclinaba para darle de
comer. Todo en este Santuario, las paredes y la vida que contienen, habla
igualmente de un pueblo elegido por Dios para ponerlo en el regazo de la Virgen
de los Santos, para hacer de él, a través de la Virgen, una señal de la
presencia fiel y amorosa de Dios.
Dice el Evangelio de Juan
que, desde que Jesús se la encomendó como madre, el discípulo la recibió en su
casa; no la puso solo en la puerta, sino que le hizo sitio bien dentro, la
Virgen se sumó a su vida cotidiana. El espacio natural del amor, de cualquier
amor verdadero, es la vida ordinaria, ningún amor que valga la pena vive solo
de días de fiesta o especiales. Nuestro amor por María no es un escondite ni
una evasión de ese mundo real sino que, al contrario, tiene que arraigarnos
firmemente en medio de las tristezas, alegrías y esperanzas de los hombres; querer
a la Virgen de los Santos no es solo un sentimiento íntimo, privado y hermoso,
sino que tiene una dimensión pública importantísima, nos compromete a traer a
Dios al mundo, a cambiar la historia con nuestras decisiones y actitudes, como Ella
hizo. Estamos llamados a reproducir lo que adoramos; si no, nuestra alabanza
está vacía. Sean la presencia y el ejemplo de María para nosotros como pueblo
como la de los ángeles que espabilaron a los discípulos tras la ascensión, galileos,
alcalaínos, qué hacéis ahí mirando al cielo, que la tarea del Reino urge y os
espera…
Las Avemarías de este
misterio son una oración por el pueblo de Alcalá, por la gente a la que Tú,
madre mía, quieres tanto. Por quienes tienen dificultades y sufren por la falta
de trabajo, la enfermedad o el desgaste de la vida; por quienes no encuentran
la plenitud o la esperanza; por quienes confían en tu compañía y tu apoyo para ponerse
a la tarea que el Señor les encomienda; y para que tus hijos, Señora, te amen
por siempre y te sigan cuidando y proclamando para bien del mundo.
Segundo misterio. El camino
de Alcalá a los Santos.
Todos hemos hecho muchos
caminos de Alcalá a los Santos. En coche y a pie, por gusto y en fiestas de la
Virgen, deseando contarle cosas o necesitando ser escuchados y consolados. Pero
salir de camino para encontrase con la Virgen es también una actitud, una
manera de estar en la vida que nos saca de nosotros mismos y que pone nuestro
objetivo fuera, que nos descentra, como se manifiesta muy plásticamente en la
vocación de Abraham que nos relata el libro del Génesis; sal de tu tierra y ven
a la tierra que yo te mostraré. Para aprender a ir de camino en nuestra vida, nada
mejor que fijarnos en la Virgen, que también fue caminante; sabemos que fue
aprisa hasta Ain Karem para ver a Isabel; que hizo el largo camino de Egipto;
que anduvo hasta Jerusalén viarias veces para celebrar la Pascua y que acompañó
a Jesús en el camino del Calvario. Y yo, además, la imagino muchas veces
caminando cuando contemplo la vida oculta de Jesús, ocupada en las tareas de un
ama de casa de entonces que tendría que salir a por agua, a lavar y a tantas
cosas; y la veo por los caminos escuchando a Jesús en sus tres años de vida
pública. Pero cuando voy de Alcalá a Los Santos, imagino especialmente el
camino de la visitación. La señal que el ángel le ha dado a María de que para
Dios no hay nada imposible es que su prima Isabel espera un hijo. Y María corre
para ayudar a su prima, y también para buscar a Dios, para ir donde le han
dicho que se ha hecho presente. María se pone en camino no sólo para encontrase
con Isabel, sino para encontrarse con Dios; no sólo para acompañar a su prima,
sino para confirmar lo que ya intuye, que la obra de Dios se hace a través de
lo pequeño y lo sencillo. No es que viene el mesías lo que le asombra; eso,
como buena judía, María lo espera; le asombra ser Ella el instrumento, y cuando
lo confirma viendo a Isabel le brotan la risa y la alegría por cómo es Dios en
forma de Magnificat. María entiende a Dios porque lo busca donde Dios ha dicho
que está, y para eso hay que mirar hacia abajo, que es donde Dios se coloca con
la Encarnación. Arriba ya estaba, es Dios…
Durante el camino de Alcalá a
los Santos, el de la próxima romería, por qué no, hay tiempo para todo: para
admirar el campo y sabernos peregrinos, per
agrum, atravesando hacia Ella el campo de nuestra vida; para cantar y
alegrarnos con todos; para desayunar y reponer fuerzas, porque no sólo de pan
vive el hombre pero también vive de pan, y qué importante es y cuánto sentido
tiene compartirlo; y para rezar, para desear caminar como María, yendo a la
búsqueda de las señales de Dios. Pero no las que nosotros creemos que son; yo
veo a veces que me parezco a los discípulos, que espero otro tipo de salvador y
lo busco en otros sitios y en otras cosas, que miro hacia lo poderoso, lo
fuerte, lo famoso, lo exclusivo, lo lujoso… Pero hay señales en el Evangelio que
me vuelven a poner rápido sobre la pista: “encontraréis a un niño envuelto en
pañales”, se les dice a los pastores. Y a los emisarios que manda Juan desde la
cárcel para preguntarle a Jesús si es Él quien va a venir o tienen que esperar
a otro, Jesús les responde que le cuenten a Juan lo que está pasando, que los
mudos hablan, los cojos andan y a los pobres se les anuncia la buena noticia; y
la señal que trasciende el Evangelio mismo que es la presencia real de Jesús en
la sencillez absoluta del pan y del vino, la maravilla de la Eucaristía.
A lo largo del camino hasta
Los Santos que es nuestra vida, en cada uno de los caminos concretos a Los
Santos que hacemos, María camina con nosotros, y nos va enseñando, si la
dejamos, si la escuchamos, a reconocer a Dios, dónde están en nuestra vida
Isabel, el pesebre y el portal, los ciegos y los mudos, Dios vivo que se nos
entrega. Y hay algo tremendamente conmovedor, también una señal, en cómo nos
recibe María de los Santos: seguro que recordamos otras imágenes de la Virgen y
el niño muy bonitas, muy maternales, donde parece que hay un diálogo o un juego
entre ellos. La Virgen de los Santos, en cambio, nos lo muestra, y por delante
de Ella: ni Ella es el centro, ni Jesús es para Ella, sino para nosotros. Cuando
caminamos hasta Los Santos buscando a María y acompañados por Ella, nos
encontramos cara a cara con el mismísimo Dios.
Con las Avemarías de este
misterio te vamos poniendo delante, Virgen de los Santos, a quienes recorren
hoy los caminos de Egipto y del Calvario: inmigrantes, refugiados que huyen de
la guerra y del hambre, explotados por todo tipo de maldad y egoísmo, perseguidos
por la fe y la justicia. Y a quienes como Tú, llenos del Espíritu Santo,
caminan para mostrarnos a todos el rostro de Dios. Y a nosotros mismos, madre,
para que lo conozcamos y reconozcamos, y para que así enteramente lo amemos y
lo sirvamos.
Tercer misterio. María
elevada al cielo por las manos de sus hijos y coronada por sus cantos, lágrimas
y oraciones.
No puedo contemplar los
misterios de la asunción de la Virgen y de su coronación sin que se me
superpongan por delante las imágenes de la Virgen de los Santos saliendo de su
camarín y caminando entre nosotros, sostenida tanto por nuestras manos como por
nuestros corazones. No habría en el cielo más emoción, alegría y cariño de los
que hay al pie de las escaleras y en el olivar, ni hay mejores perlas para la
frente de una madre que las que le ponen sus hijos compartiendo con Ella lo que
llevan en el alma. El comienzo de la carta a los Filipenses cuenta de un modo
impresionante cómo es Jesús, que, a pesar de ser Dios, se despojó de su rango
y, pasando por uno de tantos, se humilló hasta la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso, Dios lo levantó sobre todo y le concedió el nombre sobre todo nombre.
Pues María igual: creada libre y dueña de sí misma, como todos nosotros, por
amor se hizo esclava, y esclava humilde y discreta, pasando por una de tantas
la llena de Gracia; y también Dios la levantó sobre todo, y le concedió un
nombre altísimo. Y cuando nosotros la elevamos al cielo, porque algo vamos
aprendiendo de Dios, y le vamos dando todos los nombres que nuestra ternura y
nuestra devoción nos susurran, proclamamos con Ella que el camino para subir
pasa por bajar y que sólo gana la vida, la plenitud de esta terrenal
maravillosa y también la eterna, quien pone la suya a disposición de Dios, del
que nos la da, nos la regala, la ha creado para nosotros.
A Jesús lo coronan de espinas
la entrega libre de su vida, y nuestro pecado. A María, de gloria, la coronan
la misma entrega libre de su vida, y nuestro amor. Elevamos al cielo a María de
los Santos, y le tejemos de canto, oración, aplauso y lágrimas una corona viva,
bellísima, palpitante, real. No somos amados por ser perfectos sino por ser
hijos, qué tranquilidad más enorme, qué poca necesidad de aparentar ni de
mantener el tipo, qué fácil abrir el alma y dejarnos mirar en profundidad
cuando nos sabemos incondicionalmente queridos. Y nosotros la amamos porque es
nuestra madre, porque nos dio la vida, nos alumbró al aceptar la palabra de
Dios sobre Ella. Desde muy pequeña, desde que supe leer, me intrigó primero y
me ha acompañado después la leyenda del escudo de las monjas del colegio, las Esclavas
del Divino Corazón: servir es reinar. María de los Santos, nuestra Reina,
nuestra Señora, lo es porque sirvió a Dios y nos sirvió a nosotros, porque entregó
su vida al plan de salvación de Dios y ganó así su vida y la salvación para
todos los hombres. Mientras la alzamos con nuestras manos y la coronamos con lo
que va saliendo de cada una de nuestras almas, pidámosle que Ella nos vaya
introduciendo en este misterio tan increíble de cómo es Dios, que se empobrece
para enriquecernos, que cambia el manto de rey por la toalla de criado, que
enaltece a quien se abaja y corona como Reina sobre los ángeles a la que se
hizo esclava del Señor. Contemplándola como reina porque sirvió, Ella nos irá
llevando al deseo de en todo amar y servir también nosotros a este Señor, a
este Rey.
Ampara, María de los Santos,
a través de esta decena de avemarías a quienes sirven y nos sirven. Cuida de
los sacerdotes, los religiosos, los misioneros, los consagrados. Protege y
sostén a quienes trabajan para nosotros o hacen posible nuestro trabajo. Y
alienta con cariño y cercanía a todos los que a nuestro alrededor, y hay
muchos, bendito sea Dios, traen, con su modo de hacer las cosas, el reinado de
quien no vino a ser servido sino a servir.
Cuarto misterio. La fiesta se
desborda alrededor de María.
Al terminar la romería de
hace dos años, la de 2013, José Vicente y María nos escribieron a los que
vivimos en Madrid y, por niños, trabajo y fechas, llevábamos años sin venir.
Nos decían que, de todos los días del año, el de la romería era el más
importante para vivirlo juntos, y que los demás amigos estaban incompletos, aun
pasándolo estupendamente, si los que faltábamos no hacíamos un esfuerzo por estar.
Dieron perfectamente en el clavo, tenían razón. Reunirnos en torno a la Virgen tiene
algo especial y único, porque la alegría y la fiesta no son por nosotros, por
lo que nos pasa, por lo que hacemos, sino por cómo es Ella y por la acción de
Dios en Ella. Ésa es la alegría que canta María en el Magnificat, y también la
que les muestra Jesús a sus discípulos cuando éstos vuelven encantados de la
misión y le dicen ¡¡Señor, hasta los espíritus se nos someten!! Jesús, a quien
siempre imagino con una sonrisa divertida en la cara ante la emoción de los
apóstoles, los anima a no poner su alegría en eso, en lo que ellos hacen, sino
en que sus nombres están escritos en el cielo, en el amor que Dios les tiene.
Nosotros elevamos al cielo a la Virgen de los Santos y Ella lleva nuestros
nombres en sus manos. Y la fiesta se derrama por todos los rincones del
santuario.
Pero sin vino no hay fiesta,
como sabe bien María en Caná. Uno de mis recuerdos más queridos de la romería
está fuera del santuario, en los días previos y en el patio de la casa de los
Pastor, donde los niños teníamos la tarea de lavar botellas y llenarlas con
vino de Chiclana. Esta imagen se me funde con el milagro de Caná, que siempre
me ha parecido curioso, único por su contexto de fiesta y por la intervención
de María y casi innecesario o poco importante comparado con las curaciones, las
resurrecciones o la multiplicación del pan para dar de comer a la multitud. Pero
últimamente voy entendiendo que contiene la clave del reinado de Dios y de
nuestra vida plena, y tal vez por eso Juan lo coloca el primero, en el comienzo
de la vida pública de Jesús: Dios cambia nuestro pecado por su salvación, el
agua sucia de las tinajas que los judíos usaban para purificarse, donde
simbólicamente quedaba su impureza, por el vino de su vida nueva, plena y
eterna. Sin ese vino, el mejor que los convidados han probado jamás, no hay
fiesta posible, sólo humillación para los novios y fastidio para los invitados.
Y la única que se da cuenta de esto es la que ya conoce la alegría de la
salvación y la ha cantado en el Magnificat. María. La alegría, la fiesta, la
comunión, cantar y bailar, reunirnos, las risas, compartir, son posibles porque
hay vino, porque ha llegado la salvación, porque Dios viene y está vivo y
presente entre nosotros. Pero este modo de presentarse Dios, esta manera de
hacernos entender a qué viene, se la debemos a la intuición de María. La que
enseñó a lo largo de treinta años al Hijo de Dios a ser hombre, tiene que
señalarle en un momento concreto al hijo del hombre cuál es el tiempo de Dios.
Mujer, no ha llegado mi hora; ¡¡sí, sí, había llegado, y de esa manera, y María
lo sabía, bendito sea Dios!!
María de los Santos contempla
la alegría que se desborda en los cuartos y en los patios, como contemplaba la
celebración de Caná. Y se alegra con nosotros, y celebra que por un día
abandonemos nuestras preocupaciones, nuestras prisas, las tareas que a veces
nos hacen sentirnos tan importantes y que nos comportemos como hijos pequeños y
confiados de un padre y una madre que no nos dejan nunca. Y creo que mientras
nos mira sonriente, recita para nosotros un salmo que Ella habrá rezado mil
veces: Devuélveme la alegría de la salvación, renuévame por dentro con espíritu
firme; Señor, ábreme los labios y mi boca proclamará tu alabanza.
Y las Avemarías de esta
decena, Madre mía, van transcurriendo quedamente, para que todos podamos
escuchar en nuestro corazón tu voz, como la oyeron los criados de Caná, Haced
lo que Él os diga…
Quinto misterio. Y María de
los Santos conservaba todas estas cosas en su corazón y las meditaba en el
silencio de la tarde
Nuestra propia vida es
materia de oración. Igual que contemplamos la Escritura, que vemos los textos
sagrados con los ojos del corazón buscando lo que Dios quiere decirnos en cada
momento a través de ellos, el Señor se revela en nuestra vida, y podemos
encontrarlo si miramos con sus ojos las personas, los acontecimientos y las
experiencias que la van atravesando.
María es maestra en esto; va recogiendo
pedazos de vida, alegrías, perplejidades, para recordarlas, para pasarlas de
nuevo por el corazón, para conocer y comprender a Dios, para configurarse con
Él, que es a lo que todos estamos llamados. Y así como quien empieza a leer
busca la cercanía de alguien que ya lo hace bien para que le ayude con las
palabras o los pasajes difíciles, todos vamos viniendo en muchos momentos,
también cuando va cayendo la tarde de la Romería, a sentarnos a tus pies,
Señora. San Ignacio, en los Ejercicios, le propone en muchas ocasiones al
ejercitante que al comenzar cada rato de oración se coloque delante de la corte
celestial, de los ángeles, de los santos y, por supuesto, de María Santísima. Porque
la Virgen y los santos nos acompañan a buscar la voluntad de Dios en nuestra
vida, y son ejemplo clarísimo de que es posible hallarla y cumplirla, y
mediante ella alcanzar la plenitud.
Venir a Los Santos a repasar
con la Virgen lo que tenemos en el corazón, sentarnos a sus pies a hacerlo con Ella,
tiene dos cosas que a mí me dan mucha luz. Una es que Ella está arriba, muy
arriba; para contemplar la propia vida con María de los Santos hay que levantar
la mirada. La Virgen de los Santos nos ayuda a no volvernos hacia nosotros
mismos, volcados en nuestra mirada y nuestro propio juicio, sino que al
hacernos mirar hacia arriba dirige nuestros ojos hacia Ella y hacia su hijo, y
nos abre a ser mirados por ellos, por su amor infinito, y a seguir esa mirada y
no la nuestra. No hacemos entonces un examen de conciencia, sino de
consciencia, no buscamos nuestros fallos sino luz para hacernos conscientes del
paso de Dios por nuestra vida, por cada día, para volver así a los lugares
donde lo encontramos y evitar, con su Gracia, lo que nos aleja de Él; para
agradecer su presencia y caer en la cuenta del vacío que sentimos cuando nos
falta su Espíritu, como dice de forma bellísima la secuencia del Espíritu Santo
que se lee en Pentecostés. Lo segundo que nos ofrece el amparo de la Virgen de
los Santos es el silencio. Dios, muchas veces, y como experimentó el profeta
Elías, no está en el huracán ni en la tormenta, sino en la brisa suave, y nos
hace falta un poco de calma, por dentro y por fuera, para encontrarnos con Él. Incluso
en el bullicio de la Romería, a los pies de la Virgen hay silencio para
escuchar, contemplar y rezar, y para caer en la cuenta, aquí, en medio del
campo, de que todo nos habla de Dios. Como dice el salmo, el firmamento entero
proclama la obra de sus manos; el día al día le pasa el mensaje, la noche a la
noche se lo susurra. María de los Santos se deja inundar por la obra de Dios,
la guarda en su corazón, la medita y la irradia. Y nos va enseñando a hacerlo a
quienes rezamos a sus pies o nos cubrimos con su manto.
Estas últimas avemarías,
madre, son por quienes no tienen fe; por quienes están aburridos o agobiados;
por quienes sufren sintiéndose más culpables que salvados; por nosotros mismos,
en los momentos de desolación y oscuridad. Condúcenos a todos hasta quien es el
camino, la verdad y la vida.
Hemos venido a Los Santos. Y
tenemos que volver. La Escritura está llena de caminos de vuelta, que son
siempre distintos a los de ida. A veces, hasta el camino es otro, como les
sucedió a los magos de Oriente. Y, a veces, el que ha cambiado ha sido el
caminante, que puede volver loco de alegría y glorificando a Dios por lo que le
ha pasado, como los de Emaús cuando regresan a Jerusalén o el leproso que
vuelve a darle las gracias a Jesús; o regresar silencioso y meditando lo que se
le ha revelado, como les pasaría a José y María volviendo a Nazareth tras
encontrar a Jesús en el templo, a Nicodemo después de su conversación nocturna con
Jesús o a los apóstoles que bajaban del monte tras presenciar la transfiguración.
Nosotros, como ellos, también estamos muy bien aquí, contemplando a María de
los Santos, pero nuestro sitio está abajo, en el mundo, y a él nos devuelve el
encuentro con Ella, transformados, para seguir estableciendo el Reino de Dios.
Y vamos a hacer nuestro camino de vuelta cerrando el Rosario con la letanía,
con la alabanza que brota del corazón que ha pasado un rato contemplando a la
madre de Dios.
Madre de los Santos querida, Arca de Alianza,
convierte nuestra alabanza
en un compromiso serio.
Si te decimos consuelo de los afligidos,
abre nuestro corazón a los que lloran;
Si te adoramos como Virgen clemente
pon en nuestra alma una fuente
de la que fluya misericordia.
Auxilio de los cristianos, llena de justicia con los
pobres nuestras manos,
que todo lo demás ya se nos da por añadidura.
Madre de la Divina Gracia, Vaso Espiritual que
contiene a Dios mismo,
queremos vaciarnos de lo que estorba y ofrecerle a Él
todo nuestro sitio.
Haznos como Tú al contemplarte, Estrella de la Mañana,
para iluminar el mundo con la Palabra de Dios, clara y
cercana,
y salar la tierra con obras que le den Gloria.
Míranos, Señora de los Santos, rendidos a tus pies;
cobíjanos bajo tu manto;
mantennos a tu lado
como a los discípulos de Pentecostés,
para que podamos vivir proclamando
el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Viva la Virgen de los Santos.
Amén
Chiclana, a 12 de agosto de 2015, en el 44 aniversario de mi bautismo
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