La Semana Santa está a nuestras puertas. Y toda
Andalucía se prepara para celebrar la Semana Mayor. Cada ciudad y cada pueblo
tiene sus propias tradiciones, sus horarios de celebraciones litúrgicas, sus
desfiles procesionales; en una palabra, su identidad propia. En los pueblos
serranos, como Alcalá de los Gazules, el escenario de la Semana Santa es genuino, marcado por
la propia geografía de la ciudad: ornamentados los templos, preparados los
tronos con sus imágenes, indicados los
horarios; ensayados los cánticos religiosos; hasta las saetas esperan su turno
las mismas saetas trascienden los siglos. Llega, pletórico de religiosidad,
como cada año, la Semana Santa.
Sin duda, el fenómeno más llamativo y sorprendente de
la religiosidad popular, es esa semana, llamada Santa, a toda Andalucía. Todos
los pueblos, con todas sus gentes, se
vuelca para vivir la Semana Mayor con todas sus expresiones: los desfiles
procesionales, los besamanos y besapiés; los conciertos religiosos; las
celebraciones litúrgicas; las marchas procesionales…
De todo esto se desprende una cultura que trasciende
durante todo el año. Cuando algunos quieren quitar al pueblo sus celebraciones
religiosas, sus costumbres anuales, sus tradiciones ancestrales, es un atentado
querer arrancar del pueblo su identidad. Un niño sin nombre ni apellidos no es
nada, porque no tiene identidad. Otro tanto ocurre con los pueblos. Si le
quitamos sus tradiciones, sus celebraciones, su religiosidad, sus costumbres,
lo dejamos sin identidad.
Cada día por la televisión, vemos a millones de refugiados, exiliados de sus
pueblos, sin orientación alguna, sin
comida, sin trabajo y sin tierra; es la barbarie más criminal que ha observado
la historia. Pueblos violentados por grupúsculos armados, por terroristas radicalizados, por las faltas de alimentos, de techo y de
sanidad; es haberlos dejado sin nada y haberles quitado su identidad.
Afortunadamente, Alcalá de los Gazules ha conseguido mantener su
identidad, su civilización, su cultura
y su cristianismo, desde los dos primeros siglos de nuestra era, aunque el triste
rostro de Cristo sigue presente.
Juan Leiva
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