jueves, 4 de mayo de 2017

TEJIDOS PERALES. RECUERDOS Y AÑORANZAS


                                                                                  
En una reciente visita a Madrid, me alojé en la calle Marqués Viudo de Pontejos. En algunas ocasiones había pasado por allí sin centrar mi atención en las distintas tiendas que hay. Tiendas de vestidos de novia, de santos, pero sobre todo mercerías, de telas, de bordados. Todas increíbles, antiguas. Después supe que una de ellas es la mercería más popular entre artistas, modistos y todo Madrid. También costureras de Cádiz conocían estas tiendas y acudían a ellas para comprar telas, bordados, botones, etc. Joaquín Vizcaino es el marqués viudo de Pontejos que da nombre a la calle. Militar, político y filántropo español, de ideas ilustradas. Nacido a finales del siglo XVIII, fue el  fundador de la primera Caja de Ahorros de España. Os recomiendo pasear por allí, visitar sus tiendas. Pegado a la Puerta de Sol.


Días después, Almudena Grandes escribía en El País Semanal, su artículo habitual, titulado “Historia de un local”. Hablaba de una mercería de su barrio. En unos de sus párrafos describía parte de ese local: “Había botones grandes y pequeños de todos los materiales y de todos los colores, corrientes y de fantasía y pedacitos de entredoses, tiras bordadas, cintas, encajes, hasta completar un pequeño universo de opulencia”. La descripción continuaba hasta completar cómo era y qué se vendía en aquel local. Su lectura me trasladaba, sin remedio, a la Calle Real, a la tienda que mi padre tenía, la de “Pepe Perales, y a la de la Alameda, y al almacén. También a la de zapatos de María Pizarro, en la calle Río Verde. A Benalup-Casas Viejas, a la calle San Juan. La visita a Madrid y la lectura del artículo me invitaron y animaron a tomar notas que ahora os traslado y comparto.

Unida a la tienda de la Alameda no sólo está la imagen de mi padre. Luis Romero en cada imagen, en cada recuerdo también está. En los últimos años ejerciendo de Alcalde. Entre telas, cremalleras, botones, hules, pantalones o camisas, daba instrucciones a los municipales o funcionarios. El carácter de Luis, totalmente opuesto al de su hermano Pepe, invitaba o no a pasar a la tienda. Sólo con saludarle desde la puerta sabías si era oportuno o no entrar. Los problemas de la alcaldía, sin dudas, los resolvía entre tejidos. Un recuerdo lleva a otros. Y en ellos están Juanito Franco, los hermanos Valdivia, Jorge Alex. También Dominguito de la Corte; cuando aún no manejábamos el vocablo homofobia, Domingo, sin duda, la conocía. A todos ellos les recuerdo con nitidez, de todos ellos recuerdo anécdotas y momentos vividos. A todos ellos mi más cariñoso afecto estén donde estén. Entre la clientela, mujeres, casi todas mujeres y de luto. La imagen del negro asociado a mujeres es inevitable. Entre ellas, Ana, creo que así se llamaba, Ana Cavero. Hermana de un asesinado en la guerra civil y que abiertamente hablaba de su hermano y del asesino de su hermano. Y “viajantes”. Rafael Carreira era uno de ellos. Años después supe de él por casualidades del destino. Rafael no era un viajante cualquiera. La relación con él no era sólo de trabajo. La amistad con Luis, Pepe y mi padre iba más allá de los pedidos que pudieran hacerle.

Es Luis, lo fue y lo será, junto a Pepe, un hermano más. Su seriedad, probablemente adquirida en parte de la seriedad de mi padre y de los muchos años compartidos, es su característica más sobresaliente. Los que le conocemos, sabemos que además, tiene otras muchas cualidades. Su honestidad, su integridad están fuera de dudas. Su mandato como alcalde con más luces que sombras. Su principal objetivo, siempre, incansable, fue ayudar al más débil, al más necesitado. Hacer justicia. Su militancia de izquierdas nadie la podrá poner nunca en dudas.

Almudena Grandes describía parte de los productos que en su mercería se vendía. En la tienda de Perales se vendían esos y muchos más. No sólo era mercería. Hules, oscuros y de colores, de calidad e inferiores, en grandes y pesados rollos se agrupaban sobre uno de los balcones siempre cerrados. Camisas, muchas, variadas, apiladas por tallas en su respectivas cajas, que se abrían en el mostrador ofreciéndose; IKE la marca más vendida; pantalones de tergal, americanos, de trabajo, de mil rallas; Lois era la marca conocida entonces. Telas, infinidad de ellas; retales amontonados en el mostrador, de todos los tamaños, colores y calidades; cintas, cremalleras, calcetines, calzoncillos, bragas, sujetadores, chaquetas, jerseys, impermeables, sábanas, mantas. Recuerdo a una anciana, ya muy mayor y muy jorabada, que compraba muselina para hacer calzoncillos. Le acompaña siempre su marido. Vivían en algún huerto por la carretera. Creo que le llamaban “gambeta”. Y colchones. Y estos en el almacén de la Alameda. Serían cómplices de mis primeras hazañas, entre juegos y amores. Durante algún tiempo, mientras obraban en mi casa de la calle de los Pozos,  tuvimos que vivir allí. Habían vivido antes los Toscanos. Sentí como una especie de conquista, de subida de peldaño social, vivir en la antigua casa de los Toscanos. Rápidamente comprobé que la nuestra superaba en todo a la de los Toscanos. El peldaño social no era tal. Se vivía mejor en los Pozos y en la calle Arroyo.

Siempre había que saltar el mostrador. Había una puerta, pero estaba cerrada. Muchos tejidos encimas del portalón que había que levantar para abrirla hacía que el salto fuera la única forma de acceder. No recuerdo cómo mi padre en los últimos años lograba saltar. La trastienda era pequeña, desordenada aunque con todo localizado y apiñado por la falta de espacio. Allí, durante meses, tras el golpe de estado de Pinochet en Chile, año 1973, tuvimos escondido propaganda en contra del golpe, en contra de Pinochet, a favor de Allende y de los Chilenos. Entre el material, Luis Romero lo tenía bien escondido, estaban unos discos donde se podían escuchar además de canciones, el último discurso de Allende. Emotivo. Recuerdo haber llorado al oír la noticia de su muerte. Era de noche y escuché en el telediario que se había suicidado. No podía creerlo. Aquellos discos se vendían para recaudar fondos para la resistencia chilena. Junto a Paco Blanco, con quien estudiaba en el Instituto Columela, vendíamos algunos, muy pocos, a algún profesor “rojo”. Durante aquellos años vivieron en Alcalá, en alguna finca creo, una familia de chilenos, exiliados de Allende que celebraron el golpe de Estado con champán. Eso se decía al menos. No sé si sería verdad. Siempre los odié.

Todas las mañanas llegaba Pepe a mi casa. Recogía la llave y los libros de facturas que mi padre la noche anterior se llevaba de la tienda a mi casa. Abría la tienda de la Alameda y esperaba a Luis. Luego se iba para la calle Real. Su trayecto, muchas veces lo hice con él, era una fiesta de saludos y bromas. Su afición al Athletic de Bilbao era siempre motivo de algún comentario. Llamaba la atención que le hablaba a todo el que se encontraba. Todos le hablaban a él. Pepillo le decía mi madre con cariño. Le quisimos como un hermano.
A la hora del cierre, el último siempre era mi padre. Se recogían los tejidos colgados en la puerta, se cerraba una de ellas y preparaba los libros de facturas que se llevaba para casa. A veces los subía Pepe o Luis. En casa, sobre la mesa, los abría; eran clasificadores donde iba engarzando las facturas. En una libreta apuntaba las ventas diarias y hacía sus cálculos. Con el tiempo he reconocido y valorado el inmenso trabajo y esfuerzo que esa labor suponía. El silencia exigido por él cuando escuchaba el telediario, su sequedad a veces, era una muestra más de lo mal que lo pasaba en algunos momentos. Solo él sabía las dificultades por las que se pasaba en el negocio. Mi madre, quien siempre fue una buena aliada para él, faltaba desde hacía ya demasiados años. La devolución mensual de facturas era el índice de cómo marchaba el negocio. El devolver suponía que se aplazaba el pago, que volverían a llegar con algún recargo. Creo que su seriedad y el declive de las tiendas caminaban de forma paralela. Recuerdo las sumas interminables en la libreta que manejaba. Números temblorosos, casi irreconocibles. Más tarde la calculadora que expulsaba papel con sumas y más sumas. Finalmente, la comprobación. Es de admirar, hoy más que nunca, su mérito.

La tienda de “Pepe Perales” en la calle Real, distinta a la de la Alameda, era más agradable en todos los sentidos. Amplia, mejor organizada, menos tejidos y la presencia de Pepe que la hacía merecedora de visitarla y permanecer en ella. También había que saltar el mostrado. También se colgaban tejidos en las puertas. A media mañana, mi padre dejaba a Luis en la Alameda e iba a la calle Real. Pepillo, que fumaba a escondidas, tenía controlada la llegada, evitando que mi padre le viera fumando. Pepe era querido por todos. Y la calle Real en aquella época era viva, alegre, por donde pasaban muchas personas. Y había muchas tiendas: de comestibles, Miguel Puerto y su llamativa charcutera; de zapatos, como la de Vasconia; de tejidos y joyas como la de mi tío Juan Perales y la de Rafael; con Falín aparezco de monaguillo en una foto en una procesión, decía que era del Elche, quizás sería el único de Alcalá; droguería, Vicente Díaz era el dueño; y bancos y la farmacia de Galán, donde siempre trabajó la hermana de nuestro vecino y amigo Julito Romero, que finalmente se convertiría en la esposa de Galán. Recuerdo a su primera mujer que durante algún curso me dio clases en el Instituto. Su cara me viene a la memoria en este momento. Allí en la calle Real, donde acudía durante algunos días de verano, conocí a Jesús Cohucelo, vecino de la tienda, a Francisco García, maestro y a otras muchas personas. La familia Vázquez, mi amigo Kiko, su madre, sus hermanas; Los García Visglerio, uno de ellos estudiaba también en Campano con mi hermano Alfonso; Juan Romero, la bondad personificada, la dulzura en hombre, su mujer, igualmente, sus hijas, su hijo Pepe, su tragedia; muchos otros, eran habituales en la tienda. Siempre me sentí cómodo, protegido, aunque con una sensación de no pertenencia a aquella calle. Alguna vez fui con Pepe al campo. Pasábamos por una zona de toros bravos. Siempre me decía que no los mirara. El campo estaba en Los Santos y allí trabajaba su padre.

En el río Verde teníamos la tienda de zapatos. Antes había sido de comestibles. Mi madre además de dos pares de mellizos, tres hijos más y Margari la de Cädiz, también hermana e hija para mi madre, regentaba la tienda. Y la casa. Porque allí también vivíamos antes de trasladarnos a la calle de Los Pozos. La portuguesa tenía una frutería al lado. La llegada de los burros cargados de frutas y verduras era todo un acontecimiento. Físicamente pequeña y encogida, jorobada quizás. Y siempre vestía de negro. María Antonia la de la Carne también era vecina. Y los Peques. Y otras  muchas familias. Era igualmente una calle alegre, con mucha vida. Galletas chiquilín, zapatos gorilas, detergentes ESE, garbanzos, aceite, el peso… Era para un niño como yo una oportunidad de juego cada uno de los productos. Plazas de toro con los detergentes. Juego de pelotas con las de los zapatos gorilas, y construcciones con las cajas de zapatos. No hacían falta muchos juguetes.

María Pizarro, mi madre, murió muy joven, con la edad que acabo de cumplir, 59. Injusta muerte, siempre. Más porque no pudo ver ni disfrutar parte de lo que se mereció. Todo el mundo la recuerda alegre, valiente y justa. Ayudaba a mucha gente. Nació pobre, muy pobre, sin madre, trabajando desde pequeña. Hermana de un asesinado tras el golpe de estado de 1936. Señalada como roja y además “amancebada” con un vencido tras su vuelta de la guerra.

Alfonso Perales sobrevivió a su muerte, también a la de Margari. Pudo disfrutar de hijos e hijas, nietos… Siempre me arrepentiré de haber llegado tarde en la recuperación de la memoria histórica respecto a mi padre. Durante unas navidades enteras me dediqué a grabar a mi tío Juan, nunca hablé con mi padre ni de la guerra, ni de la represión en Alcalá. Algún episodio contado por él es lo único que recuerdo. Sí supe que había estado en la huida de Málaga hacia Almería, en la carretera de la muerte. Pero ni siquiera sobre ello le pregunté. Comentaba la cantidad de gente que caminaban, que huían: niños, mujeres, ancianos. Hoy sabemos lo que supuso. Sobre 300.000 personas hicieron ese trayecto. La mayor masacre sobre civiles cometida por el régimen de Franco con ayuda de los alemanes e italianos, además de las fuerzas traídas de Marruecos. Bombardeo desde el aire y desde el Mar. Superior al bombardeo de Guernica en cuanto a número de víctimas. Pero Málaga, su carretera de la muerte hasta Almería, nunca tuvo su “Picasso”. ¿Qué cuadro hubiera pintado de aquella barbaridad?

Sobre mi padre he recuperado algunos datos que os muestro como homenaje a un hombre sencillo, bueno y justo.

Se marchó de Alcalá huyendo ante el temor de ser detenido en los primeros días tras el golpe de julio de 1936. Luis Romero me hablaba de él en distintas ocasiones. Los muchos años compartiendo trabajo le permitió conocer de él testimonios que nosotros, sus hijos, nunca conocimos.

Estuvo internado en el campo de concentración de Pelayo, donde para poder sobrevivir llegaban a comer pescado crudo y cáscaras de plátanos, entre otros “alimentos”. Lo detienen en Alicante. Allí también conocería el Campo de Almendro. No sería procesado, pero sí enviado a Tetuán y Larache durante años de servicio militar como “castigo” por haber servido en el ejército rojo. Me contaba tanto Luis como mi tío Juan que en los primeros días tras el golpe, el Jefe Pepe Tizón, a quién se encontró en Santo Domingo, le amenazó con que estaba apuntado en “el libro de la carne”, que se lo dijera a Margarita, su madre, que se iba a quedar sin los dos (se refería también a su hermano Juan). Por miedo, al igual que otros muchos, se marchó hacia Jimena y Málaga, para continuar hasta Almería por la carretera de la muerte. Tras su vuelta al Alcalá nadie le daría trabajo. Ya en el campo de concentración se había iniciado como comerciante: de las algarrobas que tenía para comer, vendía algunas y así empezó. Dedicado durante años al contrabando, junto con otros alcalaínos, hacía los trayectos de Alcalá a la Estación de San Roque, cargados como “bestias”, esquivando a la Guardia Civil. José Jiménez (Pelusa) me refería no hace mucho que una noche de lluvia, en la que volvía a caballo, lo encontró en la sierra con mucha fiebre y dando tiritones de frío cargado con más de treinta kilos; lo subió en uno de los caballos que traía; lo dejó en Patriste. Su vuelta a Alcalá le deparó además la sorpresa de ver que ya no tenía esposa. Mostró una generosidad extraordinaria cediendo su apellido y se unió a la que sería mi madre. Nunca se pudo casar. Somos hijos fuera del matrimonio y hubo quien lo utilizó como ofensa. Siempre ha sido un orgullo ser hijo de Alfonso y María, amancebados y rojos:0 mis padres.

La Alcaldía de Alcalá emitió sobre él el siguiente informe. Esto ocurría en 1939: “parece que militó en la CNT, desconociendo su actividad dentro del partido, así como los motivos por qué fue llevado a la zona marxista en los comienzos del Glorioso Movimiento Nacional”
En 1953 era detenido Miguel Fernández Tizón, Cartucho, cuando intentaba entrar a España a través de Tánger. Se había escapado de prisión. Su historia está recogida por Salustiano Gutiérrez en su blog historiacasasviejas.blogspot.com. En su declaración, en Madrid, en las oficinas de la Brigada Central de División de la Investigación político-social, declara, con seguridad ante la amenaza y la tortura que “por aquellas fechas había sido informado que existían grupos organizados de la CNT en los pueblos de la provincia de Cádiz, entre ellos en el suyo propio de Alcalá de los Gazules donde figuraba en la organización clandestina un tal Alfonso Perales León del que ha oído decir que en la actualidad posee un comercio en su pueblo”.

El 29 de marzo de 1954, en Cádiz, es detenido e interrogado Alfonso Perales ante las acusaciones de Cartucho.  En su declaración reconoce que “que ha sido afiliado a la CNT como la mayoría de los trabajadores de su pueblo; que al iniciarse el Glorioso Movimiento Nacional estaba en su pueblo, que al mes se trasladó a Jimena, de allí a Estepona, donde se enroló en las milicias “unión republicana”, que era una especie de centro de instrucción y que después se incorporó en Málaga en el Batallón de la CNT, llamado Andrés Naranjo, marchando al frente de Granada, actuando más tarde en el de Castellón de la Plana; que en julio de 1938 abandonó el Batallón y se vino a la parte de Andalucía, siendo descubierto en Úbeda (Jaén) e incorporado a una unidad roja , que actuaba en el frente de Valencia, en donde permaneció hasta la liberación total de la zona roja por las tropas nacionales. Ostentó el empleo de soldado. Que cuando terminó la guerra se presentó ante las autoridades militares en Baeza y más tarde fue trasladado a San Juan del Puerto (Huelva) y desde allí a su pueblo natal a donde ha permanecido hasta la fecha, sin que haya sido molestado por nadie, queriendo hacer constar que como quiere que su servicio militar lo hizo en la zona roja tuvo que servir más tarde en Alquazarquivir (Marruecos) hasta su licenciamiento. Que se marchó a la zona roja por miedo (que de momento no sabe explicar porque en aquella fecha era muy joven), que al marcharse no le pasaría nada, en la creencia que lo que se formó duraría muy poco tiempo y al terminar regresaría otra vez a su pueblo. Que conoce a Miguel Fernández Tizón por ser natural del pueblo, que no tenía relación amistosa, que solo lo trataba como conocido”.

Cartucho, Miguelillo, como solía referirse a él no solo fue compañero de CNT, de campañas en la guerra, sobre todo con Juan Perales, sino amigo de ambos.

El informe de la Guardia Civil, a 31 de marzo de 1954, hablaría de “persona solvente de esta localidad, que a partir de su regreso de la zona roja ha observado buena conducta en todos los órdenes no teniendo noticias se haya dedicado a propagar sus antiguas ideas pues se ha dedicado de lleno a su profesión (…) se sabe en estas dependencias de su permanencia en un campo de concentración en la provincia de Huelva”.

Cuenta Luis una anécdota que comparto porque da idea del clima de opresión y miedo que se vivía en Alcalá. Y sobre todo para un vencido y señalado como lo era mi padre. También nos muestra esta anécdota la valentía de mi madre. Ocurría sobre 1954. En ese año abría la primera tienda. No sabemos si antes o después de ese acusación de Cartucho. Un guardia civil de Alcalá fue a por café y azúcar con intención de no pagarlo. No era la primera vez. Era habitual en ellos no pagar parte de lo que se llevaban. María Pizarro, valiente, arriesgada, le colocó encima del mostrador el cubo de café y azúcar diciéndole que si tenía “huevos” se lo llevaran. Hay que imaginar el miedo de Alfonso Perales, pálido como la pared, reflejaría el temor a duras represalias. No sé si él o alguien habló con “Angelito el Coronel” (Ángel Fernández Montes de Oca). Tuvo efecto. Desde entonces parece que no fue molestado más. Fiaba a la gente humilde y vivió con miedo.

Pocos serán lo que puedan hablar mal de él; en justicia, nadie. 

                                                                  


Carlos Perales Pizarro

Cádiz, 8 de marzo de 2017

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El tiempo que hará...