miércoles, 20 de mayo de 2020

ENFERMO POR OBLIGACIÓN





Evaristo Hermoso se levantaba todas las mañanas cuando su hijo Juan se marchaba para el DIQUE. Hacía diez años que se había quedado viudo y con el tiempo y porque las fuerzas ya no le respondían había tenido que marcharse a vivir con su único hijo, con su nuera Juana María y con los tres nietos que ya estaban todos creciditos y en edad de merecer. Evaristo compartía la casa el tiempo imprescindible ya que su trabajo ahora que el tiempo se le había echado encima consistía en hacerle a su nuera los mandados que sus nietos no querían hacer, que eran casi todos, recoger el número del médico para que Juana María, su nuera, no tuviera que guardar cola, bajar la basura y otras cosillas menos importantes, hiciera frio o calor mientras su nuera le pasaba la fregona al suelo. Evaristo Hermoso disfrutaba mientras su hijo estaba en el Dique haciendo estas cosas con tal de poder salir por las tardes a echarse unas partiditas de dominó en el güinche de la esquina donde lo esperaba puntual su amigo Agustín. Por el dominó había sacrificado la siesta, las películas pornográficas y casi todo, su amigo Agustín que se había jubilado con la paguita de sacristán, después de haber estado desde su más tierna infancia al servicio del padre Eulogio, una institución en el pueblo pero un tanto guarro y al que le servía como fámulo personal en los ratos que el servicio divino se lo permitía teniendo que vaciarle el orinal todas las mañanas porque el P. Eulogio padecía de incontinencia en la vejiga y las más de las veces no le daba tiempo de ir al retrete, se encontraba con la misma situación que él pero con la ventaja de que vivía solo y apenas tenía más obligaciones que las que él se imponía que eran pocas: unos cuantos canarios en la azotea, una tórtola que un niño le dio una tarde del mes de junio y que le runruneaba, cada vez que se ponía en celo, sus cigarrillos y las películas pornográficas que alquilaba  en el video-club de la esquina.

         Por los días los achaques propios de la edad, frio en los riñones, la bragueta coja y algún que otro dolor en el brazo derecho que hacía que más de una vez le tuviera que menear las fichas Evaristo con el permiso de los contrarios. Lo de la mano derecha, por más que él explicaba y reexplicaba que era de la circulación, no dejaba de ser motivo de choteo entre lo demás compañeros que sin piedad, le reprochaban que algún día se lo iba a partir de tanto intentarlo y que ya Evaristo Hermoso se levantaba todas las mañana cuando su hijo Juan se marchaba para el “Dique” no estaba para darse muchos quebraderos de cabeza ni a la de arriba ni a la de abajo. Ni los compañeros de Agustín, ni Evaristo Hermoso se creían lo de la circulación porque la televisión estaba intentando que todos los viejos volvieran a una segunda juventud que ya no les correspondía, pero él, hombre fiel a las instituciones, se creía todo lo que le decían y más si era para su beneficio, hasta llegó a  llevar una estampa de Felipe de cuando éste estuvo en Cádiz y lo llevaron a la Plaza de la Catedral y le dieron un bocadillo de chorizo con pan del día anterior que estuvo repitiendo durante una semana.

Evaristo Hermoso y Agustín eran felices y se compaginaban muy bien y vivían pendientes el uno del otro más por compartir la necesidad y los ratos de ocio que por los sentimientos. El uno había vivido pegado a las grúas del Dique y el otro entre santos, curas, orinales y novenas.

Se levantó Evaristo Hermoso muy temprano, como siempre, y después de arreglarse un poquito salió de la casa, sin que la nuera se diera cuenta, camino de la estación. Estuvo sentado en un banco hasta que pasara uno de los trenes que tenían previsto su paso dos horas después de lo establecido y vino a montarse a eso de las diez de la mañana en el correo que venía de vuelta de Madrid. Se  subió  como pudo en uno de los vagones traseros y esperó a que el revisor viniera para pagarle, porque no había querido pasar por taquilla para que nadie del pueblo lo viese merodeando por las oficinas para que no le dijera nada a su hijo y mucho menos a su  nuera Juana María, porque después le calentaba la cabeza a su hijo y era peor que si le hubiese roto el jarrón de la entradita que tanto apreciaba porque se lo había regalado su marido un muchacho muy joven cuando vino a su puerta unos años atrás vendiendo enciclopedia para que los niños pudieran estudiar solos y sacasen muy buenas notas. Todavía recordaba que la enciclopedia se había pasado años enteros en la estantería done él al principio colocaba el tabaco y cómo tuvo que quitarlo de allí porque no hacía juego el cuarterón con los cantos rojos de la enciclopedia. Juana María no era mala gente, pero tenía la manía del orden y la limpieza y lo quería tener siempre todo limpio y aseado, cosa que el agradecía, pero llegaba a molestarle, cuando las cosas llegaban a un punto de exageración.

Evaristo recordaba en el traqueteo del tren, que su vida antes de quedarse viudo consistía en lo mismo que ahora. Pero su santa a lo más que llegaba era a mandarlo a sacar el perrito por las noches, cuando los nietos, hartos de la novedad del animal, lo dejaban en la casa, mientras el animal rabiaba por hacer sus necesidades.

Fue contemplando las salinas que se elevaban sobre los esteros, unas más blancas que otras y así se le fue pasando el tiempo hasta que llego a San Fernando. El revisor, aún no había llegado hasta donde él estaba y cuando vio que este se bajó se colocó en uno de los vagones delanteros, por donde intuía que éste ya había pasado y se preparó para el ultimo paseo hasta la capital. Le molestaba tener que estar escondiéndose para ahorrarse cuatro duros, pero ¡qué coño! Con el dinero que se ahorraba tenía el tabaco para el día. Cuando enfiló la curva de Torregorda, ya lo tenía casi todo conseguido, ahora con un poco de suerte estaba en Cádiz, y sin pagar. La verdad que él podía haber cogido el vapor que salía cada hora desde Matagorda y haberse puesto en un rato en el muelle de Cádiz, pero por no aguantar al coñazo del Quinito Mariscal, que se creía que el vapor era suyo. Prefería ir andando rodeando la bahía o a nado antes que tener que aguantar sus impertinencias.  No se podía escupir ni hablar al conductor. Quinito se creía que era un conductor de esos de los tebeos a la antigua y lo que le faltaba era el uniforme, siempre iba cantando una canción que decía que él se había inventado “y va el capitán pirata cantando alegre en la popa…y va el capitán pirata cantando alegre en la popa…” pero Quinito Mariscal, no dejaba de ser un sieso manío y músico. Pensando estas cosas, por poco no se la pasa la Segunda Aguada. Allí se bajó y ya en el andén volvió la cara hacia donde creía que estaba el revisor y mentalmente le hizo un corte de manga, se arremangó un poco los pantalones y empezó a orientarse para enderezar camino de la Residencia de la Seguridad Social.

Como consideró que todavía era temprano para visitar a su amigo  Agustín  se fue yendo despacio mirando  escaparates hasta salir a la Plaza de Abastos de San José y ya que estaba allí se metió en un bar y pidió un  Chiclana, ante de que le hubieran servido, depositó un duro encima del mostrador, dándole a indicar al camarero  que eso es lo que estaba dispuesto a pagar y no más, el camarero le puso el vaso encima del mostrador y le retiró el duro  como dándose cuenta de que allí se iba a cumplir lo de convidá pedida convidá pagada. Cuando ya iba por el tercer duro. Miro la hora y se fue despacito hacia las inmediaciones de la clínica. En la puerta le compró dos claveles a una gitana que tenía a un chiquillo agarrado a un pezón del pecho y con paso firme se dirigió a la puerta. En el mostrador y frente a un celador que estaba comiendo pipitas soltó en nombre de su amigo: Agustín Fernández Medinilla, por favor, el celador le respondió amablemente Juan Fernández, ¿ que desea Ud? Digo que vengo buscando Agustín Fernández Medinilla. ¿es médico o A T S?  NO, es sacristán jubilado. Lleva aquí unos días por asunto de una mano que le cuesta mucho trabajo mover. Es la derecha. Eso está en traumatología, pregunte usted en ingresos que allí le dirán en qué planta se encuentra. Evaristo Hermoso se dio media vuelta y empezó a pensar que ver a su amigo iba a ser más difícil de lo que creía. Como no quería hacerse muy pesado porque sabía que las personas que están detrás de los mostradores tienen el genio muy corto, decidió dejarlo descansar un poquito hasta que volviera otra vez a su estado normal que según él creía debía ser pasados unos dos o tres minutos. Permaneció inmóvil en su sitio e hizo como si se llevara la mano a la cartera y sacó de ella cinco duros de papel y volvió de nuevo sobre sus pasos. Y eso de los ingresos ¿me podría indicar por dónde cae? Evaristo Hermoso dejaba ver los cinco duros que de un momento a otro parecía que iban a cambiar de mano. El celador dejó encima de la mesa el cartucho de pipas y diligentemente le señaló. Allí enfrente. Dígale a la señorita que está allí que va de mi parte. Evaristo Hermoso, hizo un gesto como de querer desprenderse del dinero. Pero en ese momento empezó a andar hacia la ventanilla. El celador se le colocó detrás y fue el que preguntó sin darle tiempo a que el pudiera hacerlo. Margari, dile a este señor en que habitación se encuentra a Agustín Fernández. Agustín Fernández… ¿y qué más? Medinilla señorita, Medinilla... Agustín Fernández Medinilla. La Srta. Margari, saco el libro de registros y empezó a repasar apellidos., y ¿cuando entró? Tresantié, me parece, pero de madrugada ya. Fernández Hinojo, Fernández Peral, Fernández Fernández, Fernández Medinilla Agustín… ¿es familiar? ¿de quién? Respondió Evaristo, no, que si le toca a usted algo el compañero de puerta. El celador se adelantó a contestar, si, es vecino. Ah. Porque ya sabe que no podemos dar los nombres a personas que no sean familiares. La trescientas cuarenta y tres. Gracias Margari, eres un solete guapa. Vega usted por aquí  buen hombre yo le acompañaré. Evaristo Hermoso, empezó a darse cuenta de que todo aquello de que decían de que todos los funcionarios eran buena gente iba a ser verdad. El celador acompañó a Evaristo hasta la puerta de entrada, y este no dejaba de mostrar los cinco duros en la mano derecha. Bien, coja usted el primer ascensor y cuando llegue a la tercera enfrente, un poquito a la mano derecha, allí mismo está la habitación trecientas cuarenta y tres. No tiene pérdida. Con la cortesía que le había dado la educación recibida por los Hermanitos de las Canteras. Evaristo Hermoso, le soltó, permítame buen hombre que le obsequie… por favor no se moleste decía el celador, mientras alargaba la mano esperando que Evaristo Hermoso le largara los cinco duros. No, si no es molestia, siempre suelo llevar algunos para estas circunstancias, y metiéndose la mano en el bolsillo le puso en la palma de la mano del celador un caramelo de la marca MAURI que siempre llevaba para suavizarse la garganta, cuando el caldo de gallina se la irritaba, El celador se vio con los cinco duros en la mano, pero notó que el tacto era más bien áspero, aunque no echó cuenta al momento. Evaristo Hermoso se dirigió al final del pasillo en busca del ascensor mientras el celador “se cagaba en la madre que pario al viejo”.

Evaristo Hermoso, llegó a la planta y lo primero que hizo fue arremeterse la camisa por entre los pantalones porque quería estar presentable cuando se encontrara delante de su amigo Agustín, se alisó el pelo y respiró profundamente. Vamos a ver cómo está este muchacho, pensó para sus adentros. Tal como le había dicho el celador la habitación estaba casi justo delante del ascensor. Desde la misma puerta y casi sin llamar Evaristo llamó a Agustín, y este sorprendido se llevó un sobresalto tremendo al ver a su amigo en el trasluz de la puerta.

Me cago en diez, Evaristo, charran ¿qué haces tú aquí’ ¿No has podido esperar a mi entierro?

Ya ves estaba allí aburrido y me dije: voy a echar un ratito con el amigo Agustín. Que tiene que estar pasándolo de muerte allí en el hospital.

Hombre, de muerte todavía no, pero no creas que me falta mucho.

         Que va, hombre, si estás mejor que cuando te viniste, se nota que te tratan bien. Tienes una cara estupenda.

Ahora, porque he pasado unos días que no te quiero ni contar, creí que me iba.

Tú siempre tendrás asegurado un sitio en el otro mundo que de que te iban a servir los años dedicados a la iglesia.

La hora de la comida se estaba echando encima y por el corredor ya sonaba el carrillo y el cimbrear de los platos despertando los apetitos de los enfermos que estaban medio adormilados en las habitaciones, Evaristo Hermoso, como a cualquiera, la lengua empezó a darles vueltas en la boca  ¿Qué tal se come aquí? Le dio por preguntarle a su amigo Agustín.

Regular, las comidas no son malas, pero las monjitas se empeñan en ponerles sal y algunas cosas están que no hay quien se las trague.

Bueno, pues ya creo que es hora de marcharme porque de lo contrario me voy a quedar sin la mía.

Agustín pensó que debía de convidar a su amigo Evaristo que ya que había tenido el detalle, lo menos que podía hacer era corresponderle y cumplir como Dios manda y de camino  alargar un poco más la visita y así poder seguir charlando en el resto de la tarde, al fin y al cabo dentro de unas horas empezaría la hora de la visita oficial y en fin para lo que quedaba de tiempo era preferible que se quedara allí y no tener que darse el paseo y volver otro día.

Creo Evaristo que te debes quedar y acompañarme en la comida. Evaristo lo interpretó como un cumplido, como un detalle, pero Agustín insistió. ¿Por qué no te quitas la chaqueta y te metes en la cama? Hombre, porque no me van a dar de comer así por la cara, tú haz lo que yo te he dicho.

Evaristo Hermoso se desprendió de la chaqueta y la colgó en el gancho de detrás de la puerta y se metió en la cama con zapatos y todo. Cuando entre la señorita de la comida, tú te haces el dormido y yo me encargaré de todo.

A Evaristo sólo le asomaban de entre las sábanas los ojitos vivarachos, pero no le dio tiempo a pensar en nada cuando el carrillo ya estaba en la puerta.

¿Cuántos hay aquí? Agustín se calló y en principio no dijo nada. Cuando la señorita vio el bulto en la cama y a Evaristo con los ojos cerrados se atrevió a decirle a la señora del carrillo. Ha llegado esta mañana. Está un poco cansado y se ha dormido, ¿dieta normal? preguntó la señorita, mirando hacia otro lado arrascándose la pantorrilla por el hueco de la bata blanca. Normal, creo que es normal, sólo está aquí para un asunto de trámite. ¡Ya podían avisar los del control, que tiene una que hacerlo todo!

Agustín se calló e hizo que ya no le interesaba nada más. Y cuando la señorita preguntó si era fruta o carne membrillo lo que quería de postre, no contesto, entre otras cosas porque ya había dejado en cada una de las bandejas una naranja, mientras se daba la vuelta, despreocupadamente.

Cuando la señorita desapareció a Agustín se le encendieron los ojos y espetó a Evaristo ¿qué te dije?  Yo aquí tengo mucha mano. Todos me tratan estupendamente.

Ahora levántate y cierra la puerta que por lo menos hasta las tres estamos tranquilos. Además, ya hoy no vienen médicos y solo por la noche viene a ponerme el termómetro y a tomarme la tensión.

Evaristo tenía una delicadeza especial para las enfermedades y para los enfermos. Su sensibilidad se multiplicaba ante los problemas y agradecía, como nadie, cualquier gesto que fuera encaminado a ayudar a los demás. Él lo hacía a su modo, pero a veces, como él decía se le trababan las ideas y más que bien convertía su estado de ánimo en un problema. Por la tarde, ya que su amigo Agustín había reposado la comida y se encontraba sentado en la banqueta que servía para que la enfermera le tomara la tensión, cosa que hacía casi diez veces al día vino a visitarlo su amiga Belén, que se había enterado de que estaba hospitalizado a través de una amiga suya que estaba en la cuarta planta, y ya que estaba allí había decidido hacerle una visita, porque nunca se sabe lo que pueda pasar. Belén tenía la costumbre de que mientras hablaba, golpeaba las espaldas de los contertulios y cada vez que al pobre Evaristo le tocaba la paletilla, le retumbaba el hombre y veía las estrellas, pero por educación y en atención a la visita no decía nada y lo sufría, desencajarle la cara en cada golpe. La conversación discurría por los derroteros de las enfermedades. A Pilita, le cortaron hace un año la pierna está en la cuarta. A la pobre le queda poco de vida. Ahora le tiene que cortar la otra. No es como tu Agustín que lo único que tienes es una congestión que te ha dado sabe Dios de qué. Menos mal que las monjitas la cuidan por que los hijos la tienen abandonada de todo. Ahora tiene la otra pierna, casi paralizada del todo. Y no hay quien le eche una mano  y yo creo que se la van a tener que cortar igual que la otra. La tiene casi negra y es lo que yo le he dicho siempre Pilita si es que no andas siempre estás sentada en la silla. Tienes que hacer ejercicios.

Como la cosa se presentó de pronto han traído a la pobre al hospital con lo puesto, sin dar tiempo a preparar la bolsita con sus cosas, con lo limpia que es ella y lo coqueta que aunque le faltara una pierna parecía tan derecha y tan arreglada en su sillita de ruedas y claro aquí te dan una funda de toalla para que te seques la cara y te lo tienes que traer casi todo de tu casa, pero como ella no puede ni moverse, pues imaginaros a la pobre. Lo que está pasando. Porque será coja, pero limpia ha sido siempre como los chorros del oro, como la que más. He tenido que bajar a la ferretería que está a la vuelta de la calle, y le he comprado un poquito de Champoo. Un cepillito de dientes y su cremita, porque como es tan coqueta, tampoco quiere que se sepa que tiene dentadura postiza y es lo que yo le he dicho. Pilita, hija, cualquier día te la tragas y te van a tener que abrir en canal para sacarte los dientes

Aquí lo tiene todo para llevarlo después. Pero lo que pasa es que acaba de llegar el saborío de su sobrino que lo único que quiere es que se muera para cogerle las cuatro perrillas que la pobre tiene ahorradas de la pensión y de la casita que vendió. Yo creo que lo mejor será, Agustín, que tú que te has llevado bien siempre con todo el mundo se la bajes antes de irte, está en la cuarta, en la cuatrocientas treinta y seis, la primera cama entrando, al fondo hay una viejecita que como si no estuviera, la pobre no puede hablar, tiene puesto el oxígeno, pero le hace mucha compañía y le da a Pilita mucho ánimo.

Belén llenaba la habitación de monólogo y Evaristo y Agustín se mechaban la barba esperando que la buena señora se cansara y fuera a visitar a otro paciente. Además, Evaristo tenía ya la espalda tan dolorida de los golpes que estaba a punto de perder el respeto debido a las visitas y de gritar pidiendo auxilio. Cuando por fin, ya a la caída de la tarde, la buena señora miró el reloj. ¡Dios mío, que de tarde se me ha hecho!  Agustín ya vendré otro día a verte y verás cómo a ti no tienen que hacerte lo mismo que a Pilita. Salió de la habitación, dejando en la mesillo de noche la bolsa de plástico con los utensilios de seos que le había comprado a su amiga.

Cuando se quedaron solos, ninguno de los dos pudo decir nada porque tenía la cabeza llenas de piernas cortadas, de monjitas que se aprovechaban de los ancianitos y de jaleo de pasillo de gente que iba de un lado a otro visitando enfermos y de viejos en pijama con las braguetas abiertas y pechos descubiertos paseando por los corredores contando las infinitas lozas de un extremo a otro.

Se me está haciendo tarde Agustín,  será mejor que me marche porque en mi familia nadie sabe que estoy aquí y no quiero que se me mosqueen, que después los tengo con caras largas toda la semana. Además, no quiero que se acostumbren a estar sin mí, no vaya que le cojan gusto a la cosa y me metan en un asilo de esos donde no puedes ni fumar. Sería conveniente Evaristo que ya que esta buena mujer te ha dejado el encargo se lo bajaras antes de irte y así cumples y al mismo tiempo te interesas por ella y le das recuerdos de mi parte. Le dices que yo bajaré cuando me encuentre más repuesto a hacerle una visita, que nunca estas cosas están de más. A ver si vienes otro día y podemos dar una vueltecita, aunque sea por el corredor porque la verdad es   que aquí se echa de menos la compañía de un amigo.

Evaristo cogió la bolsa y salió deseándole a su amigo Agustín pronto restablecimiento. A pesar de las luces en el fondo se notaba la oscuridad de la noche. Hizo un ejercicio mental que le supuso estar parado más de un minuto en frente del ascensor y cuando este se abrió en sus narices, pulsó y diciendo para sí. La cuatrocientas treinta y seis. La puerta se abrió de nuevo y cogió pasillo adelante en busca del número. El pasillo estaba a media luz y casi a tientas visual llegó fasta el sitio. La puerta estaba medio entornada. Sin llamar se metió dentro. La habitación estaba semi en penumbra. La lámpara de la cabecera tenía una bombillita fundida y la otra se apagaba y se encendía dejando la estancia como un portal de Belén pobre. Se acercó suavemente a los pies de la primera cama y con voz suave se dirigió a la enferma ¿Pilita, eres tú? Pilita abrió los ojos y entre la oscuridad y los destellos de las luces contestó: Si, ¿quién eres tú? Evaristo contesto: vengo de arriba y te traigo esto: y levanto la mano con la bolsa de plástico que brilló con el destello de la lámpara. Pilita intentó incorporarse y solo le di tiempo a decir: ¿Señor?  Llévame si quieres, estoy preparada. Y dicho esto pegó un cabezazo en la almohada y se desmayó.

Cuando Evaristo vio aquello, se asustó más que la enferma y salió de la habitación buscando consuelo a su desvarío. Se dirigió corriendo hacia el ascensor y llegando, la puerta se abrió para dar salida a un médico que dejaba lucir todos los bolsillos llenos de bolígrafos. ¡Allí, allí, exclamó¡ se paró el ascensor y vio que estaba en la planta de su amigo Agustín. Se dirigió a la habitación y se metió de cabeza en la cama que estaba al lado. LA HE MATADO, fue lo único que dijo.

Cuando Evaristo despertó estaba con el pijama puesto y tenía en el brazo un esparadrapo puesto que le seguía un tubo que terminaba en un tarro que dejaba caer lentamente las gotitas de suero.

Mientras comían, Evaristo, le fue relatando a Agustín las novedades que habían tenido lugar en el pueblo mientras él había estado fuera y de la sorpresa que se había llevado todo el mundo al no verlo en el bar a la hora de la partida y del paseo por la mañana, allí se pensó que algo te había caído mal y creímos que era una cosa de vientre. Como el sinvergüenza del “Chinche” cada día le pone más porquerías al vino, creímos que estabas destrozando el retrete. Todo el mundo sabe que tú eres ligerillo de vientre y a nadie le preocupó mucho el primer día, pero cuando vimos que la cosa se alargaba empezamos a preocuparnos por que creímos que El CHINCHE se había pasado esta vez con los polvitos. Cada dial pone más garrafón y cada día va teniendo menos cliente. Tu vecina Josefa fue la que me dio el cante cuando me la encontré camino de la plaza, cuando iba a comprarse unos cachuchos “para los gatos”. Todo el mundo sabe que la pobre lo está pasando mal con la mierda de pensión que le ha quedado. En el bar, cuando se supo, todo el mundo empezó a especular sobre si lo del brazo era de lo mismo hasta que nos fuimos enterando que por poco no te quedas tieso.

La gente lo que tiene es muy mala leche, respondió Evaristo. Me van a venir a mi ahora, con la mierda de la mano y que si lo que me ha entrado es cosa de lo mismo. Envidia es lo que tiene algunos porque ya no se la encuentran ni cuándo van a ir a mear. Tú tienes que reconocer Evaristo que tu parece que no le das descanso y que cuando te pones te pones. Todo el mundo recuerda todavía cuando ibas a lo de Dª Adelaida a que te la xxxxx y que cómo te encaprichaba que te lo hiciera con música y la pobre mujer lo único que se le ocurría era ponerse un cairel y cantarte mientras te estaba dando el xxxxx” doce cascabeles”. Hombre cada uno tiene sus caprichos y yo tenía que sacarle partido a los dos reales que me costaba el trabajo. Dª Adelaida tenía buenas manos. La de cosas que aquella mujer sabía hacer. Mas que xxxxxx parecía que estaba haciendo un pastel.  A veces y a pesar de que la tarifa que yo utilizaba era la de dos reales. A veces me dejaba mientras ella estaba en la molienda que le cogiera las xxxxx y eso que con xxxx incluida la tarifa se disparaba, pero conmigo siempre tuvo una cosa especial. Sería, refirió Agustín,  porque tú eras cliente fijo y porque tú eras un hombre de iglesias…y sabes que estas cosas se miran mucho y más sabiendo que tú eras un cargo de responsabilidad. Nunca se sabe de quién puede uno necesitar y más sabiendo que tú tenías lo que se dice un cargo de responsabilidad dentro de la Parroquia. Cuando la pobre murió el pueblo se tiró casi una semana con mala cara, la mayoría de la gente se encontraba como si le faltara algo. Hasta el cura párroco parecía que la estaba echando de menos.

¿Y qué? ¿Cómo fue lo del brazo? Una cogestión. Aquí le llaman ahora otra cosa, pero para entenderlo eso es lo que me ha dado y suerte he tenido que fue temprano y pude llamar inmediatamente al municipal que me puso el coche en la puerta y llegué aquí con el tiempo sobrado que, si no se me queda todo este lado más seco que una mojama.

Hombre, aquí es donde te puedes curar, porque tú sabes que nosotros como no nos cuidamos y nadie lo va a hacer por nosotros 
A veces pienso que tenía que haber ingresado antes y cuando tenía la mano mejor.

ESO ES EL SERVICIO , EVARISTO, HOY TODOS QUIEREN SER AMABLES CON NOSOTROS, SOMOS LA RESERVA YA NO QUEDAN COMO NOSOTROS




Manuel Guerra Martínez
Premio Espárrago de Plata
Pregonero de San Jorge en Alcalá de los Gazules
Miembro del Ateneo de Sanlúcar de Barrameda
Y otras titulaciones menores

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El tiempo que hará...