Desalojando el pesebre
Recientemente fue noticia que el
papa Benedicto XVI, en su tercer libro sobre Jesús, hace referencia a que
probablemente en el pesebre en el que nació Jesús no haya habido ni buey ni
burrito.
De hecho, el Papa está ciñéndose a los textos evangélicos, que en ningún
momento mencionan a esos animales. Sin embargo, este dato, más bien folclórico,
ha causado sensación. Muchos se preguntan: ¿qué vamos a hacer ahora con los
pesebres navideños? ¿Tendremos que sacar los animalitos con lo bien que
quedaban?
Es un hecho menor, sin duda, una
anécdota; pero debo confesar que me gusta que el Papa comience a desalojar el
pesebre de tanto agregado que oscurece lo central de la fe cristiana. Si se mira bien, la presencia de esos animales
es tan accesoria como toda la parafernalia navideña que le hemos agregado al
nacimiento de Jesús a través de dos mil años de cristianismo.
Lo esencial –para la fe cristiana–
es un niño que nace pobre, de una familia pobre y que es recibido por hombres y
mujeres de buena voluntad. Y son estos
hombres de buena voluntad –todo según Lucas– los que se arriman a visitar a la
familia pobre en aquel establo. Menos es más.
Tal vez en aquel pesebre tampoco
hubo reyes magos (sólo el evangelio de Mateo los menciona, y lo hace para
señalar simbólicamente que Jesús es un nuevo rey de sabiduría al que rinden
culto los sabios; no parece un hecho histórico probable).
Hasta los ángeles son inciertos
(al menos, no serían con alas y coros celestiales). Lo que sí es más probable
es que una familia pobre fuera visitada y ayudada por otros pobres (los
pastores) que acostumbran ser solidarios con los que están tan mal como ellos.
Mucha agua ha pasado bajo el
puente del cristianismo. Mucho le hemos agregado al pesebre hasta transformarlo
en algo folclórico, tierno... inofensivo. Somos responsables –como Iglesia– en
haber transformado en algo simpático un hecho dramático.
El mensaje de la Nochebuena –para
los cristianos– no es sólo la buena noticia del nacimiento del hijo de Dios; es
también la "mala noticia" de que no hay lugar para Él, porque no hay
lugar para los pobres.
Por ser pobre, el Niño debe nacer donde se pueda: no hay hotel, ni casa de
plan, ni country... ¡Al pesebre!
Ese es su lugar –y el de Dios– en
nuestra sociedad tan llena de afán de consumo, de compras navideñas,
garrapiñada y pesebres en los shoppings, acompañados por un señor gordo venido
del norte y vestido de rojo.
Lo malo de un pesebre tan simpático y poblado de personajes anecdóticos es que
lo hemos adornado de tal modo que hemos terminado naturalizando su pobreza,
haciéndola simpática. Y la pobreza es cruel.
Los pobres –también hoy– van al
establo, al final de la fila: en el reparto, en los planes de gobierno, en la
educación, en el acceso a la salud, a la justicia, al empleo legal; son –eso
sí– los primeros a la hora de los ajustes y recortes. Los imprescindibles.
Se me hace que los únicos
imprescindibles en este pesebre navideño (además de María, José y el Niño,
obviamente) son los hombres de buena voluntad a los que los ángeles les auguran
paz.
Estos son esenciales, vengan de
donde vengan. Ellos son los que ayudan a que el mundo sea un poco mejor. Son
imprescindibles para que no nazcan más niños en el crudo pesebre de la
exclusión y la pobreza.
Está bien que se vaya desalojando
el pesebre de tanto folklore y vaya quedando
lo esencial: Dios solidario con los pobres, denunciando desde un establo la
exclusión; Dios entrando al mundo por la puerta de atrás para mostrarnos el
camino de la fraternidad y la solidaridad; y muchos hombres y mujeres de buena
voluntad (de cualquier raza, religión o ideología) dando una mano para que la
Paz y el Amor de la Nochebuena se vayan haciendo realidad noche y día, todo el
año.
Rafael Velasco, S.J.
Rector de la Universidad Católica de Córdoba, Argentina
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