Jesús, nuevo templo de Dios
Domingo 3º de Cuaresma. Ciclo B
La escena de la expulsión de los mercaderes del templo la cuentan los cuatro evangelios. Pero, como ocurre a menudo, hay algunas diferencias entre ellos.
Preguntas para un concurso
1. ¿Cuándo tuvo lugar dicha escena? ¿Al
comienzo de la vida de Jesús o al final?
2. Esta escena ha sido pintada por numerosos
artistas, entre ellos el Greco. En todas ellas aparece Jesús empuñando un azote
de cordeles. Pero, de los cuatro evangelios, sólo uno menciona dicho azote; en
los otros tres Jesús no recurre a ese tipo de violencia. ¿De qué evangelio se
trata?
3. Sólo un evangelio dice que Jesús prohibió
transportar objetos por la explanada del templo. ¿Cuál?
4. ¿Qué evangelista cuenta la escena de la forma
más breve?
5. ¿Quién la cuenta con más detalle, incluyendo una discusión con las autoridades judías?
Respuestas
1. Juan la sitúa al comienzo de la vida de
Jesús. Mateo, Marcos y Lucas al final, pocos días antes de morir.
2. El único que menciona el azote es Juan.
3. Esa prohibición sólo se encuentra en
Marcos.
4. El más breve es Lucas.
5. Juan.
El relato de Juan (Jn 2,13-25)
El concurso anterior no se debe a un capricho. Pretende recordar que los evangelistas no cuentan el hecho histórico tal como ocurrió, sino transmitir un mensaje. Por eso alguno insiste en un detalle, mientras otros lo omiten por no considerarlo adecuado para su auditorio. Lucas, por ejemplo, reduce al mínimo la actitud violenta de Jesús, mientras que Juan la subraya al máximo. El relato de Juan se divide en dos partes: la expulsión de los mercaderes y la breve discusión con los judíos.
Un gesto revolucionario
Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a
Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y
palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó
a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas
y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo:
̶ Quitad
esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.
Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El
celo de tu casa me devora.»
A nuestra mentalidad moderna le resulta
difícil valorar la acción de Jesús, no capta sus repercusiones. Nos ponemos de
su parte, sin más, y consideramos unos viles traficantes a los mercaderes del
templo, acusándolos de comerciar con lo más sagrado. Pero, desde el punto de
vista de un judío piadoso, el problema es más grave. Si no hay vacas ni ovejas,
tórtolas ni palomas, ¿qué sacrificios puede ofrecer al Señor? ¿Si no hay
cambistas de moneda, cómo pagarán los judíos procedentes del extranjero su
tributo al templo? Nuestra respuesta es muy fácil: que no ofrezcan nada, que no
paguen tributo, que se limiten a rezar. Esa es la postura de Jesús. A primera
vista, coincide con la de algunos de los antiguos profetas y salmistas. Pero
Jesús va más lejos, porque usa una violencia inusitada en él. Debemos contemplarlo
trenzando el azote, golpeando a vacas y ovejas, volcando las mesas de los
cambistas.
Imaginemos la escena en nuestros días. Jesús
entra en una catedral o una iglesia. Se fija en todo lo que no tiene nada que
ver con una oración puramente espiritual, lo amontona y lo va tirando a la
calle: cálices, copones, candelabros, imágenes de santos, confesionarios,
bancos… ¿Cuál sería nuestra reacción?
Acusaríamos a Jesús de impedirnos decir misa, poder comulgar, confesarnos, incluso
rezar.
¿Por qué actúa Jesús de este modo? En el
evangelio de Marcos, lo explica como un buen maestro, empalmando dos textos
proféticos, de Isaías y Jeremías: “¿No esta escrito: Mi casa será casa de
oración para todos los pueblos? Pues vosotros la tenéis convertida en una cueva
de bandidos”.
En el evangelio de Juan, Jesús no actúa como
maestro sino como hijo: “No
convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.” Estamos al comienzo del
evangelio (lo único que se ha contado después de la vocación de los discípulos
ha sido el episodio de las bodas de Caná), y ya se anuncia lo que será el gran
tema de debate entre Jesús y las autoridades judías en Jerusalén: su relación
con el Padre. Ese sentirse Hijo de Dios en el sentido más profundo es lo que le
provoca esa fuerte reacción de cólera, incluso trenzando y usando un látigo
(detalle que no aparece en los Sinópticos).
Juan explica esta reacción con unas palabras que no aparecen en los otros evangelios: «Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: El celo de tu casa me devora.» El celo por la causa de Dios había impulsado a Fineés a asesinar a un judío y a una moabita; a Matatías, padre de los Macabeos, lo impulsó a asesinar a un funcionario del rey de Siria. El celo no lleva a Jesús a asesinar a nadie, pero sí se manifiesta de forma potente. Algo difícil de comprender en una época como la nuestra, en la que todo está democráticamente permitido. El comentario de Juan no resuelve el problema del judío piadoso, que podría responder: «A mí también me devora el celo de la casa de Dios, pero lo entiendo de forma distinta, ofreciendo en ella sacrificios». Quienes no tendrían respuesta válida serían los comerciantes, a los que no mueve el celo de la casa de Dios sino el afán de ganar dinero.
La reacción de las autoridades
Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron:
̶ ¿Qué signos nos muestras para obrar así?
Jesús contestó:
̶ Destruid este templo, y en tres días lo
levantaré.
Los judíos replicaron:
̶ Cuarenta y seis años ha costado construir
este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.
En contra de lo que cabría esperar, las
autoridades no envían la policía a detener a Jesús (como le ocurrió siglos
antes al profeta Jeremías, que terminó en la cárcel por mucho menos). Se
limitan a pedir un signo, un portento, que justifique su conducta. Porque, en
ciertos ambientes judíos, se esperaba del Mesías que, cuando llegase, llevaría
a cabo una purificación del templo. Si Jesús es el Mesías, que lo demuestre
primero y luego actúe como tal.
La respuesta de Jesús es aparentemente la de
un loco: “Destruid este templo y en tres días lo reconstruiré”. El templo de
Jerusalén no era como nuestras enormes catedrales, porque no estaba pensado
para acoger a los fieles, que se mantenían en la explanada exterior. De todas
formas, era un edificio impresionante. Según el tratado Middot, medía
50 ms de largo, por 35 de ancho y 50 de alto; para construirlo, ya que era un
edificio sagrado, hubo que instruir como albañiles a mil sacerdotes. Comenzado
por Herodes el Grande el año 19 a.C., fue consagrado el 10 a.C., pero las obras
de embellecimiento no terminaron hasta el 63 d.C. En el año 27 d.C., que es
cuando Juan parece datar la escena, se comprende que los judíos digan que ha
tardado 46 años en construirse. En tres días es imposible destruirlo y, mucho
menos, reconstruirlo.
Curiosamente, Juan no cuenta cómo reaccionaron las autoridades a esta respuesta de Jesús. (Resulta más lógica la versión de Marcos: los sumos sacerdotes y los escribas no piden signos ni discuten con Jesús; se limitan a tramar su muerte, que tendrá lugar pocos días después.) Pero el evangelista sí nos dice cómo debemos interpretar esas extrañas palabras de Jesús. No se refiere al templo físico, se refiere a su cuerpo. Los judíos pueden destruirlo, pero él lo reedificará. Tenemos aquí, también desde el comienzo del evangelio, algo equivalente a los tres anuncios de la Pasión y Resurrección en los Sinópticos, aunque dicho de forma mucho más breve: “Destruid este templo (Pasión) y en tres días lo levantaré” (Resurrección).
Cuaresma y resurrección
Esto último explica por qué se ha elegido este evangelio para el tercer domingo. En el segundo, la Transfiguración anticipaba la gloria de Jesús. Hoy, Jesús repite su certeza de resucitar de la muerte. Con ello, la liturgia orienta el sentido de la Cuaresma y de nuestra vida: no termina en el Viernes Santo sino en el Domingo de Resurrección.
Jesús, nuevo templo de Dios
Hay otro detalle importante en el relato de Juan: el templo de Dios es Jesús. Es en él donde Dios habita, no en un edificio de piedra. Situémonos a finales del siglo I. En el año 70 los romanos han destruido el templo de Jerusalén. Se ha repetido la trágica experiencia de seis siglos antes, cuando los destructores del templo fueron los babilonios (año 586 a.C.). Los judíos han aprendido a vivir su fe sin tener un templo, pero lo echan de menos. Ya no tienen un lugar donde ofrecer sus sacrificios, donde subir tres veces al año en peregrinación. Para los judíos que se han hecho cristianos, la situación es distinta. No deben añorar el templo. Jesús es el nuevo templo de Dios, y su muerte el único sacrificio, que él mismo ofreció.
Portentos y sabiduría (1 Corintios 1,22-25)
En la segunda lectura aparece también el tema
de los prodigios. Pablo, judío de pura cepa, pero que predicó especialmente en
regiones de gran influjo griego, debió enfrentarse a dos problemas muy
distintos. A la hora de creer en Cristo, los judíos pedían portentos, milagros
(como se ha contado en el evangelio), mientras los griegos querían un mensaje
repleto de sabiduría humana. Poder o sabiduría, según qué ambiente. Pero lo que
predica Pablo es todo lo contrario: Cristo crucificado. El colmo de la debilidad,
el colmo de la estupidez. Ninguna universidad ha dado un doctorado “honoris
causa” a Jesús crucificado; lo normal es que retiren el crucifijo. Pero ese
Cristo crucificado es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Quien sienta la
tentación de considerar el mensaje cristiano una doctrina muy sabia
humanamente, digna de ser aceptada y admirada por todos, debe recordar la
experiencia tan distinta de Pablo.
Hermanos:
Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros
predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los
gentiles; pero, para los llamados -judíos o griegos-, un Mesías que es fuerza
de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los
hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.
El Decálogo: tercer momento de la Historia de la salvación (1ª lectura)
Pensando especialmente en los catecúmenos se recuerda en la primera lectura el Decálogo. A pesar de su enorme interés, es difícil tratar las tres lecturas en la homilía. Por su estrecha relación con la Cuaresma convendría limitarse a la segunda y al evangelio.
Padre José Luis Sicre Díaz, S.J.
Doctor en Sagrada Escritura por el
Pontificio Instituto Bíblico de Roma
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