DOMINGO
DE PENTECOSTÉS. CICLO B
El “Gloria”, el himno que rezamos los domingos al comienzo de la misa, comienza alabando al “Dios Padre Todopoderoso”; sigue exaltando al “Señor nuestro Jesucristo”. Al final, casi de pasada, y como con vergüenza, termina: “Con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre”. Es un símbolo perfecto de la poca importancia que la mayoría de los católicos concede al Espíritu Santo. Aunque la situación ha cambiado notablemente en las últimas décadas, la fiesta de hoy ayuda a advertir la enorme importancia del Espíritu en nuestra vida cristiana y en la vida de la Iglesia.
La importancia del Espíritu (1 Corintios 12, 3b-7.12-13)
En este pasaje Pablo habla de la acción del Espíritu en todos los cristianos. Gracias al Espíritu confesamos a Jesús como Señor (y por confesarlo se jugaban la vida, ya que los romanos consideraban que el Señor era el César). Gracias al Espíritu existen en la comunidad cristiana diversidad de ministerios y funciones (apostolado, enseñanza, gobierno, etc.). Y, gracias al Espíritu, en la comunidad cristiana no hay diferencias motivadas por la religión (judíos ni griegos) ni las clases sociales (esclavos ni libres). En la carta a los Gálatas dirá Pablo que también desaparecen las diferencias basadas en el género (varones y mujeres). Se cumple lo anunciado por el profeta Joel: «Después derramaré mi espíritu sobre todos: vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, vuestros jóvenes verán visiones. También sobre siervos y siervas derramaré mi espíritu aquel día». En definitiva, todo lo que somos y tenemos los cristianos es fruto del Espíritu, porque es la forma en que Jesús resucitado sigue presente entre nosotros.
Ciento veinte contra diez. Dos versiones del don del Espíritu Santo.
Lucas y Juan cuentan el don del
Espíritu de manera muy distinta. Lucas, en la línea del profeta Joel, lo
presenta como un don a toda la comunidad cristiana, simbolizada por las ciento
veinte personas reunidas en Jerusalén, que la impulsa a proclamar las grandezas
de Dios. Juan, en cambio, lo relaciona con la promesa de Jesús durante la
última cena: «Yo pediré al Padre que os dé otro abogado que esté siempre con
vosotros, el Espíritu de la verdad» (Jn 14,15), ese Espíritu que «os enseñará
todo y os irá recordando todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). Una promesa
hecha a los Once (Judas ya se ha ido de la cena) y que se cumple a los Diez
(porque Tomás está ausente).
En resumen, Lucas enfoca el don desde el punto de vista de la alabanza universal, Juan desde el punto de vista de la misión de los apóstoles.
La versión de Lucas (Hechos de los apóstoles 2,1-11)
A nivel individual, el Espíritu se comunica en el bautismo.
Pero Lucas, en los Hechos, desea inculcar que la venida del Espíritu no es sólo
una experiencia personal y privada, sino de toda la comunidad. Por eso viene
sobre todos los presentes, que, como ha dicho poco antes, era unas ciento
veinte personas (cantidad simbólica: doce por diez). Al mismo tiempo, vincula
estrechamente el don del Espíritu con el apostolado. El Espíritu no viene solo
a cohesionar a la comunidad internamente, también la lanza hacia fuera para que
proclame «las
maravillas de Dios»,
como reconocen al final los judíos presentes.
Había en
Jerusalén judíos piadosos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al oír
el ruido, la multitud se reunió y se quedó estupefacta, porque cada uno los oía
hablar en su propia lengua. Fuera de sí todos por aquella maravilla, decían:
«¿No son galileos todos los que hablan? Pues, ¿cómo nosotros los oímos cada uno
en nuestra lengua materna? Partos, medos y elamitas, habitantes de Mesopotamia,
Judea y Capadocia, el Ponto y el Asia, Frigia y
Panfilia, Egipto y las regiones de Libia y de Cirene, forasteros romanos,
judíos y prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras lenguas
las grandezas de Dios».
La versión de Juan 20, 19-23
Tratándose de algo tan importante,
resulta curioso la brevedad con la que trata el don del Espíritu, relegándolo
al final, después del saludo, la confirmación de que es Jesús quien se aparece,
y el envío de los apóstoles.
El
saludo es el habitual entre los judíos: “La paz esté con vosotros”. Pero en
este caso no se trata de pura fórmula, porque los discípulos, muertos de miedo
a los judíos, están muy necesitados de paz.
Ese
paz se la concede la presencia de Jesús, algo que parece imposible, porque las
puertas están cerradas. Al mostrarles las manos y los pies, confirma que es
realmente él. Los signos del sufrimiento y la muerte, los pies y manos
atravesados por los clavos, se convierten en signo de salvación, y los
discípulos se llenan de alegría.
Todo
podría haber terminado aquí, con la paz y la alegría que sustituyen al miedo.
Sin embargo, en los relatos de apariciones nunca falta un elemento esencial: la
misión. Una misión que culmina el plan de Dios: el Padre envió a Jesús, Jesús
envía a los apóstoles. [Dada la escasez actual de vocaciones sacerdotales y
religiosas, no es mal momento para recordar otro pasaje de Juan, donde Jesús
dice: “Rogad al Señor de la mies que envíe operarios a su mies”].
Todo
termina con una acción sorprendente: Jesús sopla sobre los discípulos. No dice
el evangelistas si lo hace sobre todos en conjunto o lo hace uno a uno. Ese
detalle carece de importancia. Lo importante es el simbolismo. En hebreo, la
palabra ruaj puede significar “viento”
y “espíritu”. Jesús, al soplar (que recuerda al viento) infunde el Espíritu
Santo. Este don está estrechamente vinculado con la misión que acaban de
encomendarles. A lo largo de su actividad, los apóstoles entrarán en contacto
con numerosas personas; entre las que deseen hacerse cristianas habrá que distinguir
entre quiénes pueden ser aceptadas en la comunidad (perdonándoles los pecados)
y quiénes no, al menos temporalmente (reteniéndoles los pecados).
«¡La paz
esté con vosotros!».
Y les enseñó
las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Él repitió:
«¡La paz
esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros».
Después
sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos».
Resumen
Estas breves ideas dejan clara la importancia esencial del
Espíritu en la vida de cada cristiano y de la Iglesia. El lenguaje posterior de
la teología, con el deseo de profundizar en el misterio, ha contribuido a
alejar al pueblo cristiano de esta experiencia fundamental. En cambio, la
preciosa Secuencia de la misa ayuda a rescatarla, aunque se le podría objetar
una visión demasiado intimista, en comparación con la eminentemente apostólica
de Hechos y Juan.
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del
alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del
alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.
El don de lenguas
«Y empezaron a hablar en diferentes
lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse». El primer problema consiste en
saber si se trata de lenguas habladas en otras partes del mundo, o de lenguas
extrañas, misteriosas, que nadie conoce. En este relato es claro que se trata
de lenguas habladas en otros sitios. Los judíos presentes dicen que «cada uno los oye hablar en su lengua
nativa».
Pero esta interpretación no es válida para los casos posteriores del centurión
Cornelio y de los discípulos de Éfeso. Aunque algunos autores se niegan a
distinguir dos fenómenos, parece que nos encontramos ante dos hechos distintos:
hablar idiomas extranjeros y hablar «lenguas
extrañas»
(lo que Pablo llamará «las
lenguas de los ángeles»).
El primero es fácil de racionalizar.
Los primeros misioneros cristianos debieron enfrentarse al mismo problema que
tantos otros misioneros a lo largo de la historia: aprender lenguas
desconocidas para transmitir el mensaje de Jesús. Este hecho, siempre difícil,
sobre todo cuando no existen gramáticas ni escuelas de idiomas, es algo que
parece impresionar a Lucas y que desea recoger como un don especial del
Espíritu, presentando como un milagro inicial lo que sería fruto de mucho
esfuerzo.
El segundo es más complejo. Lo
conocemos a través de la primera carta de Pablo a los Corintios. En aquella
comunidad, que era la más exótica de las fundadas por él, algunos tenían este
don, que consideraban superior a cualquier otro. En la base de este fenómeno
podría estar la conciencia de que cualquier idioma es pobrísimo a la hora de
hablar de Dios y de alabarlo. Faltan las palabras. Y se recurre a sonidos
extraños, incomprensibles para los demás, que intentan expresar los
sentimientos más hondos, en una línea de experiencia mística. Por eso hace falta
alguien que traduzca el contenido, como ocurría en Corinto. (Creo que este
fenómeno, curiosamente atestiguado en Grecia, podría ponerse en relación con la
tradición del oráculo de Delfos, donde la Pitia habla un lenguaje ininteligible
que es interpretado por el “profeta”).
Sin embargo, no es claro que esta
interpretación tan teológica y profunda sea la única posible. En ciertos grupos
carismáticos actuales hay personas que siguen «hablando en lenguas»; un observador imparcial me
comunica que lo interpretan como pura emisión de sonidos extraños, sin ningún
contenido. Esto se presta a convertirse en un auténtico galimatías, como indica
Pablo a los Corintios. No sirve de nada a los presentes, y si viene algún no
creyente, pensará que todos están locos.
Padre José Luis Sicre Díaz, S.J.
Doctor en Sagrada Escritura por el
Pontificio Instituto Bíblico de Roma
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