La calle Real es
la principal, la que destaca sobre las demás, la que ostenta un apelativo
emanado de la autoridad del rey. En muchos pueblos se nombran con este adjetivo
algunos espacios: Puerta Real, Capilla Real, Teatro Real, Real de la Feria,
Calle del Real... Son títulos concedidos por el rey para los grandes
acontecimientos realizados con su presencia o la de su delegado. Real es lo
mismo que regio, suntuoso, excelente. En algunas ciudades, a la calle principal
se le llama “Calle Larga”, “Calle Ancha”, “Calle Principal”, “Calle Real”. En
Alcalá siempre se le llamó “Calle Real” y así se le sigue llamando.
Ciertamente, en nuestra ciudad hay calles más largas, más anchas y más
suntuosas, pero no más importante.
La calle Real
une dos puntos simbólicos de la ciudad, la Alameda y la Plaza Blasa o la Plaza
Plazuela. Eladio Garzón Rodríguez, en el año 2000, describía la calle Real con
estas palabras: “La calle Real puede ser
la síntesis de la trayectoria histórica del país. Cada etapa política la rotuló
con el nombre del personaje sobresaliente de turno o el que se le antojara. El
pueblo en su sabia y experta noción de los hechos, siempre la llamó calle Real.
Siempre me impresionó su equilibrio, distinción y adustez.”[1]
Alternan las viviendas con las tiendas y
los comercios con los cierros. Casi todos sus edificios tienen cierta
nobleza y capacidad.
La calle
comienza en la misma Alameda, pero en realidad su diseño se inicia formando un
ángulo casi recto con la de “Río Verde.”. Es una de las pocas calles
equilibradas, llena de armonía, de vitalidad, de cierros decimonónicos, de
amplitud suficiente para tener aceras de defensas. Casi todas las demás casas
de Alcalá tienen que guardar el equilibrio ante la orografía del terreno,
buscar la armonía con los paisajes, abrir vanos y ventanas buscando el sol,
remedar aceras imposibles... Aquí los paisajes se suplen con los patios y la
profundidad de las casas.
La primera
esquina de la calle Real, a mano izquierda, era el despacho de la curtiduría de
Antonio Mansilla. El suelo tenía una reja de hierro para dar luz al sótano. A
mano derecha, una habitación con escalera daba acceso al piso alto. Y, en el
fondo, una especie de cocina y la bajada al soterrado. En los años 40, ahí
venían los zapateros y talabarteros del pueblo a retirar la materia prima de
sus trabajos: cueros para botas, para jáquimas, para monturas de los caballos y
para zahones que se sujetaban al muslo de los jinetes.
Frente a la
curtiduría, en la acera derecha, estaba la tienda de Vicenta Mansilla. Vicenta
era una mujer mayor, encorvada y con cara bondadosa, que vendía aceite, quesos
emborrados y jabones, con otros derivados que no puedo recordar. Atendía con
cariño a los niños, pero hablaba poco y bajito. Lo mejor era su queso
emborrado, que despedía un olor profundo que excitaba el apetito. Aquel queso
artesano no lo he vuelto a encontrar en ningún sitio, sólo en Alcalá. El
secreto debía estar bien guardado en la sabiduría familiar.
Más
arriba, a la izquierda, hacia la mitad de la calle, aparece el callejón
Chamorro y un rincón llamado el Patio Campanas. Ese callejón me trae los
mejores recuerdos de la infancia porque allí
estaba, en la década de los 40, la Escuela de niños, regentada por don
Manuel Marchante. No estoy seguro, pero la imagen que tengo es la de una
habitación grande en forma de “eLe”. El brazo principal de la “L” y sus
ventanas lo ocupaban los chavales mayores; en el menor sin ventanas se sentaban
los niños más pequeños. Salían al recreo al Patio Campanas. Ahora, cuando ha
ido a evocar el callejón Chamorro y el Patio Campanas, ha visto que todo es más
pequeño de lo que él tenía en el recuerdo de los 7, 8 y 9 años de edad.
En
los edificios de la derecha de la calle Real, conforme vamos de la Alameda a la
Plazuela, se encuentra el nº 38, en cuya planta baja se alberga la sede de la
Hermandad de Nuestra Señora de los Santos. Según Fernando Toscano, fue
adquirido por la Junta de la Hermandad para local social ciudadano. Este
edificio era la morada particular de doña Juana Ramona hasta su muerte en 1931.
Es una mansión de elegante presencia y bello herraje en cierros y balcones,
presidida por la original cenefa o emblema de una alada cabecita de ángel de la
guarda adornando su fachada. Fernando termina diciendo que “resulta ahora
posible pensar que la Virgen ha pagado a aquella señora su donación de casita,
honrando la vivienda al hacerla su Casa-Hermandad y hogar privilegiado donde
estará permanentemente, en hermosa hornacina, -obra del generoso Emilio Ayllón-
otra Virgencita de los Santos.
Más
arriba, a la derecha, la calle Real se bifurca en dos. La casa donde se unen
las dos calles –Real y Carril Alto- era la tienda de Juan Ramos. La calle Real
sigue hacia la Plazuela a la izquierda, mientras a la derecha sale otra que
actualmente se llama Fernando de Casas y que anteriormente llamábamos carril
Alto. En una magnífica foto de “Un siglo en imágenes”, han quedado grabada las
tres alusiones: la calle Real, la de Fernando de Casas y la casa de Juan Ramos.
Antes
de llegar a la Plazuela, aparece otra calle, la de Sáinz de Andino paralela a
Fernando de Casas, e inmediatamente una plaza, con sonidos cacofónicos
reiterativos, acaba su corto espacio, “plazoleta Plazuela”. Antiguamente, la
llamaban “plaza Blasa”. En realidad, más que una plaza es la prolongación de la
calle Real que enlaza con la calle de Las Brozas y con la de Ildefonso
Romero.
La
Plazuela siempre estuvo impregnada por los olores químicos de la Botica o
Farmacia de Galán, que representaba un auténtico museo de productos y brebajes
de viejos galenos y avezados farmacéuticos. Una colección de tarros y
recipientes de porcelanas chinas, blancas con rótulos azules, indicaban las
sustancias con denominaciones latinas: raíces, tallos, flores, simientes y
zumos de yerbas, matojos y matorrales que nacían espontáneamente en los montes
de Alcalá. Aquellas yerbas tenían propiedades prodigiosas contra las
enfermedades más populares.
Los
cierros de forja daban a la calle una fisonomía de casas solariegas, desde
donde se podía ver, sin ser visto, a las personas que pasaban por la calle.
Eran observatorios protegidos por celosías y visillos discretos. Y los balcones
estaban preparados para acoger macetas y ostentar sus flores para ornato de las
fachadas. La planta baja solía tener bastante fondo y terminaba en un patio o
corral con plantas aromáticas y flores olorosas. Era frecuente también tener
algunos animales domésticos y lugares destinados a lavadero con un cobertizo
para secar la ropa.
Las
habitaciones de la planta baja, en muchas de las viviendas, estaban
transformadas en tiendas o establecimientos comerciales; algunas, en bares;
otras, en bancos o agencias y, la mayoría eran viviendas de personas dedicadas
a profesiones liberales: médico, maestro, abogado, banquero...Eran casas bien
cuidadas, bien encaladas y con los cierros y balcones pintados con esmero. Por
aquel entonces había pocos coches y no tenían acceso a la Plaza Alta. Se
quedaban en San Antonio, en la Playa, en el entorno de la Alameda o en la calle
Real.
La
calle Real era el paseo de invierno en las tardes de sábado y de domingo. Todo
su encanto estaba en las idas y venidas desde la Alameda hasta la Plazuela. Los
niños lo hacían correteando a las niñas; los jóvenes, paseando con sus
novietas; y los mayores, observando el panorama. La población duplicaba a la
actual; unos 12.000 habitantes. En las noches de verano, la costumbre era la
tertulia familiar en la puerta de las casas. El calor sofocante del día se
transformaba en una brisa suave que bajaba de la sierra del Aljibe y subía de
los ríos Barbate, Fraja y Patrite.
El
verano terminaba con la romería al Santuario de la Virgen de los Santos. Los
niños recogían los libros que heredaban de sus hermanos o de sus amigos. Los
mayores preparaban los campos para recibir las primeras lluvias, allá por San
Miguel, y hacer las primeras siembras. Y los ganaderos preparaban las
vaquerizas y los apriscos para guarecer
a los animales en el crudo invierno. Se dejaba el verano atrás, la estación de
las fiestas y de la libertad de los niños. Y en la Escuela nos esperaba el
otoño triste y el crudo invierno.
JUAN
LEIVA
[1] Cita de Gabriel Almagro,
Arsenio Cordero y Jaime Guerra. Alcalá
de los Gazules. Un siglo en
imágenes.
Eladio Garzón. Conferencia, año 2000. Pág. 31.
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