Atravieso,
con bastante frecuencia, la calle Arzobispo Luís Cameros de nuestra ciudad,
detrás de Las Peñas, y he de ser sincero y decir que, hasta hoy, nada he sabido
acerca de quien era el personaje. Sin embargo, una extraña curiosidad me ha
empujado a averiguar y conocer al clérigo y, para aquellos que hayan tenido la
misma curiosidad que yo, he aquí, de forma muy resumida y extractada, lo más
resaltado del mismo.
Tal como nos dice Juan Leiva: “Siguiendo a Fernando
Toscano, Luís de los Cameros era hijo del alcaide de Alcalá, Ambrosio de los
Cameros y su esposa Isabel de Estrada Butrón. En 1622, Luís Alfonso era
beneficiado de la iglesia parroquial de San Jorge de Alcalá y capellán de las
clarisas; después fue cura párroco de la misma iglesia; de Alcalá pasó a
Arcediano de Zamora; chantre en la Capilla Real de Palermo (Italia) y, en 1652,
obispo de Patti en Sicilia. De allí pasó a Arzobispo de Valencia, donde
sustituyó a San Juan de Ribera, fallecido en dicha ciudad en 1672. Luís Alfonso
fundó en Valencia el Hospital de la Misericordia y se mantuvo hasta 1676,
momento de su muerte, en cuya catedral fue enterrado”.
Luego, cuando se acude a la descripción
detallada de nuestra parroquia de San Jorge, que encontramos en la página de
turismo de nuestra ciudad, nos encontramos con que “en el lado de la
Epístola, se erige el monumento sepulcral en memoria del alcaide Ambrosio de
los Cameros y de su esposa doña Francisca Iñiguez del Alfaro, padres de don
Luís de los Cameros, alcalaíno fallecido arzobispo de Valencia, construido en
1670 por los maestros Cendrún y Gálvez”. Y que entre los objetos de culto existentes en la
parroquia, hay “un crucifijo alto de plata (que hace juego con seis
candelabros) que donó el Arzobispo de Valencia Don Luís Cameros y que por ello,
junto a la imagen de San Jorge, lleva las armas episcopales de su donante”.
Pero del arzobispo sabemos algo más,
incluso tenemos su retrato, que es el que preside este modesto relato. Según
Llin Cháfer, fue propuesto como arzobispo de Valencia por la reina Margarita de
Austria, regente durante la minoría de
edad de su hijo Carlos II, siendo confirmado su nombramiento por el papa
Clemente IX, el 14 de mayo de 1.668 y tomó posesión, por medio de su procurador
Tomás Antonio Martínez Rubio, deán de Teruel, el 19 de agosto de 1668 e hizo su
entrada solemne en la Ciudad de Valencia
el 18 de septiembre del mismo año. Sabemos que tuvo como inmediato colaborador,
además del obispo auxiliar, José Barberá, a Eusebio Falcó (+1678), experto en
teología y cánones.
Se destaca su humildad y prudencia y se
dice que socorría generosamente a los pobres y necesitados. A esos efectos
fundó el Hospicio de la Misericordia, para acoger a los pobres y transeúntes
sin techo, a los impedidos, a los niños huérfanos y a las mujeres en condiciones
precarias, poniendo la primera piedra del edificio el 4 de enero de 1671.
En 1673, según lo decretado por el
Concilio de Trento, el arzobispo Luís Alfonso de los Cameros instituyó en la
Catedral la canonjía lectoral.
Envió un interesante informe del estado
de la Diócesis, con motivo de la visita "ad limina" a Roma en 1675.
Falleció, suponemos que cristianamente,
el 26 de julio de 1676, siendo enterrado en la capilla de San Pedro de la Catedral
de Valencia, y posteriormente trasladado a las gradas de la capilla mayor.
Pero antes de todo esto, nos dice su
biografía, que cuando dejó de ser cura párroco de la de San Jorge y Arcediano
de Zamora, pasó a Sicilia, donde estuvo desarrollando su labor pastoral y fue
inquisidor. Luego fue hecho prisionero por los franceses, durante una de las sempiternas guerras que mantuvo España con los
gabachos, y estuvo cautivo durante ocho meses. Cuando le fue devuelta la
libertad volvió a Sicilia, donde fue obispo de Patti y arzobispo de Monreale.
La inquisición, en Sicilia, tuvo como
tristes protagonistas a los mahometanos. En esa lucha, el tribunal del Santo
Oficio de Sicilia ocupa el cuarto lugar en cuanto se refiere al número de
procesos (763), después del de Valencia (2744), Zaragoza (2668), y Granada
(1635). Pero, desde la expulsión de los Moriscos de España, el tribunal de
Sicilia pasó a ser el de mayor actividad, con 261 procesos, lo cual indica que
llegaron a ser un problema en la isla cuando aquellos ya casi no lo eran en
España.
Allí, en Sicilia, la Inquisición se
mostró especialmente diligente en esa persecución, por ser la isla el punto de
contacto directo entre el mundo cristiano y el mundo turco-magrebí y que, por
su situación geográfica y su población cosmopolita, siempre había mantenido una
estrecha relación con el mundo musulmán.
Pero, no todos los procesos por
islamismo se refieren a moriscos, como fácilmente podríamos deducir. La Santa
Inquisición persigue, primero, a los llamados «renegados», por ser los
más numerosos; después a los «cristianos nuevos de moros o de turcos»,
que con ese llamativo nombre se les designaba y, por último, los llamados «moriscos»
propiamente dichos. El número total de moriscos procesados fue de 63
personas, el de cristianos nuevos, de moros o turcos, de 150 personas, y
el de los renegados de 550, como nos dice Louis Cardaillac, Profesor de
la Universidad Paul Valéry, en un interesante estudio sobre estos procesos en
la isla siciliana, muchos de los cuales tuvieron por protagonista a nuestro
clérigo.
La cárcel de Palermo donde los
prisioneros de la Inquisición española penaron y purgaron sus “desviaciones”
de la Santa Madre Iglesia Católica y Apostólica de Roma, es objeto, en la
actualidad, de visitas turísticas donde poder apreciar la desesperación, el
miedo, los sufrimientos, el dolor que muchos de ellos dejaron impresos en sus muros:
dibujos, frases, oraciones, versos, que dan voz a aquellos desgraciados.
La obra más espectacular de todas,
quizás, sea la realizada por el preso Paolo Maggiorana, seguramente un militar
de la época, que pintó un fresco detallando una auténtica batalla naval entre
turcos y cristianos, como muestran las banderas de las naves, que los
historiadores identifican con la de Lepanto. Otro, quizás en sus últimos días
de vida, dejó escrito: “Siento frío y calor, siento que me ha llegado la
fiebre, me tiemblan las tripas, y el corazón y el alma se han hecho pequeños, pequeños”,
descrito en dialecto siciliano. En otro de los calabozos, un recluso representó
una crucifixión, en la que los que condenan a Cristo en la cruz son los propios
inquisidores. Otros, que se identificaron como “el abandonado” o “el infeliz”,
dejaron escritas taciturnas poesías de amor o doloridas declaraciones de su lamentable
situación, en la seguridad de que nadie las leería nunca.
Pero, el caso que hizo célebre a
nuestro paisano no fue otro que el Auto de Fe para fray Diego de la Matina y otros 31 reos, allá por marzo de
1.658.
Como nos relata Leonardo Sciascia en su
novela Muerte del inquisidor, (traducida por Rossend Arqués, Barcelona:
Tusquets, 2011), era
muy raro que a un inquisidor lo pudiera matar su propia victima, aquella que
era objeto en ese momento de torturas. Sólo existen dos casos en la luctuosa
historia de la Inquisición: la de Pedro Arbués, que murió a manos de judíos
conversos en 1485, y la del Inquisidor de Sicilia Juan López de Cisneros.
Fray Diego de la Matina, prisionero de
la Inquisición siciliana, confiesa, en 1647, bajo tortura, haber tenido trato
con el diablo y fue condenado, una vez más a galeras, como ya lo había sido en
otras ocasiones anteriores. En 1649 fray Diego organizó un motín o protesta de carácter
político que supuso una nueva intervención del Santo Oficio. A sus veintiocho años
fue condenado a cadena perpetua. En 1656 logró huir de la celda y se refugió en
una gruta que aún lleva su nombre pero fue detenido a los pocos días. Allí, en
la cárcel, cuando el Inquisidor Juan López de Cisneros, el 4 de agosto de 1657,
se disponía a interrogar y torturar al fraile, éste, en un acto de exasperación
tras haber sido condenado una vez tras otra y sometido a horrendas torturas,
consiguió librarse de los grilletes y golpear con ellos la cabeza del
inquisidor, produciéndole la muerte.
El sustituto de Cisneros al frente de
la Inquisición siciliana, no fue otro que nuestro conciudadano Luís Alfonso de
los Cameros, el cual decidió
despachar rápidamente el proceso contra el inquisidorcida, -si se me permite
aquí el término por analogía-: un Auto de Fe para fray Diego y otros treinta y
un reos. La noche anterior al "espectáculo" se le dio a fray Diego
la oportunidad de arrepentimiento pero la negativa de este a retractarse es una
muestra, según Sciascia, de "la dignidad y el honor del hombre, la
fuerza del pensamiento, la firmeza de la voluntad y la victoria de la libertad".
Cansó a diez teólogos que durante toda la madrugada intentaron reconducirlo al camino
recto de la fe. Finalmente, la sentencia que se pronunció fue: "que
vivo le quemaran y sus cenizas dispersaran al viento". El 17 de marzo
de 1658 fue quemado en la hoguera por “hereje, apóstata, calumniador y
parricida”.
Hemos de manifestar, no obstante, que
pese a la leyenda negra de la Inquisición, teñida de muchas verdades, en lo que
respecta al número de ajusticiados, los estudios realizados por Heningsen y
Contreras sobre las 44.674 causas abiertas entre los años 1540 y 1700,
concluyeron que fueron quemadas en la hoguera 1.346 personas (algo menos de 9
personas al año en todo el enorme territorio del imperio español, desde Sicilia
hasta el Perú, lo cual representa una tasa inferior a la de cualquier tribunal provincial
de Justicia).
El británico Henry Kamen, conocido
estudioso no católico de la Inquisición española, ha calculado un total de unas
3.000 víctimas a lo largo de sus seis siglos de existencia. Kamen añade que
“resulta interesante comparar las estadísticas sobre condenas a muerte de los
tribunales civiles e inquisitoriales entre los siglos XV y XVIII en Europa: por
cada cien penas de muerte dictadas por tribunales ordinarios, la Inquisición
emitió una”.
Luís Alfonso de los Cameros no fue más
que un clérigo que realizó un trabajo para el que había sido nombrado por las
más altas autoridades de la jerarquía eclesiástica y que, una vez terminada su
labor inquisitorial siciliana, probó y demostró con hechos, su enorme interés
pastoral, cultural y cristiano, con sus palabras y obras y, por eso, le debemos
el respeto y el afecto que ya le demostraron nuestras autoridades rotulando una
plaza con su nombre.
Francisco Jiménez Vargas-Machuca
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