El alimento cultural
La cultura, entendida en su sentido más amplio, como una dimensión
constitutiva de nuestra presencia humana en nuestro tiempo y en nuestro
espacio, exige que la alimentemos permanentemente. La inanición cultural
también nos produce debilidad mental, enfermedad psicológica y muerte social. De
la misma manera que nos ocurre con la nutrición corporal, si la dieta cultural no
es sana, equilibrada y completa, podemos adelgazar o engordar de una manera
peligrosa. Por eso, hemos de elegir cuidadosamente los alimentos y dosificar de
forma acertada los ingredientes que incluimos en los menús culturales. Si no
administramos las actividades culturales en su justa medida y en su momento
adecuado también pueden empacharnos y provocarnos vómitos. Como ocurre
con la anorexia y con la bulimia, los trastornos alimenticios culturales se
caracterizan por su cronicidad, por su resistencia a los tratamientos y por sus
sucesivas recaídas. Aunque es frecuente que algunos de los pacientes -eruditos
o especialistas- lleguen a presumir creyendo que la hinchazón o la delgadez
culturales les proporcionan una imagen más atractiva, lo cierto es que,
contemplados con cierta perspectiva, nos producen una impresión lamentable o,
al menos, cómica.
Los desequilibrios culturales, de manera análoga a los desórdenes alimenticios,
generan deformidades e hipertrofias, y pueden producir unas consecuencias tan
peligrosas como la desgana, la apatía, las repugnancias, las arcadas, la desnutrición
o el raquitismo. Si pretendemos alimentarnos culturalmente para que crezcan
armónicamente las diferentes dimensiones que nos definen como seres humanos,
hemos de ampliar el abanico de nuestros gustos y, sobre todo, hemos de cultivar
nuestra sensibilidad para ser capaces de analizar y de disfrutar de las
creaciones artísticas antiguas y modernas. El camino más seguro para lograr
dichas metas no es el de estudiar mucho o leer todo, sino seleccionar
cuidadosamente las lecturas y elegir acertadamente las actividades usando como
criterios nuestro proyecto personal de ser humano y nuestro ideal de íntimo bienestar.
Los alumnos, a veces, aborrecen la literatura, la música, la pintura o
las matemáticas, por la forma atosigante en la que han “empollado” los libros. Todos
conocemos a superespecialistas, por ejemplo, en Matemáticas que son incapaces
de recrearse con un cuadro de Van Gogh, con una melodía de Stravinsky o
con unos versos de Jorge Guillén o, a la inversa, no es extraño escuchar a
literatos que presumen de ignorar las cuestiones más elementales de la física, de
la química o de la biología. Si nos situamos en el ámbito de la cultura
popular, es frecuente encontrar, por ejemplo, a aficionados al carnaval que
aborrecen el flamenco o, por el contrario, a expertos en flamencología que
desprecian los tanguillos y los cuplés.
Aunque no podemos ser especialistas en todas las materias, sí deberíamos
esforzarnos por poseer las nociones suficientes para comprender las
explicaciones adecuadas de los profesionales cualificados que empleen un
lenguaje riguroso, directo asequible y, en la medida de lo posible, agradable y
bello. Los alimentos culturales han de ser saludables, nutritivos, apetitosos y, también, gratos al
olfato, a la vista y, por supuesto, al paladar.
Permítanme –queridos amigos- que les advierta
del riesgo de "saturación" que puede originar la abundancia de actos
en este 2012 en el que conmemoramos la aprobación de La Pepa, y que me atreva a
pedir que cuidemos las actividades que se organizan y que potenciemos las más
provechosas para despertar el interés por la lectura, en general, y por la
lectura de la literatura, de la buena literatura, en particular.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
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