Los “finolis”
El uso de la Lengua constituye uno de los más frecuentes y
arriesgados procedimientos de presunción. La manera de pronunciar los sonidos,
la forma de aplicar las normas gramaticales y, sobre todo, el modo de elegir
las palabras ponen de manifiesto el ansia, a veces irreprimible, de llamar la
atención y de transmitir la impresión de que pertenecemos a un nivel social
diferente o a un ámbito geográfico distinto al nuestro. Cuando hacemos esta
afirmación damos por supuesto que es encomiable el esfuerzo por mejorar la
competencia lingüística pero siempre que evitemos ser víctimas de esos impulsos
de vana ostentación transmitiendo la impresión de ridícula cursilería y de
infantil “desclase”. Una cosa es hablar bien y otra muy diferente pasarse de
“finos”.
La tentación más frecuente y la más frustrante entre los
“finolis” es la de pronunciar las “eses” finales de una manera exagerada. No se
pueden imaginar el disgusto que se llevó mi amigo cuando, tras una conferencia
que pronunció en Madrid alargando y enfatizando las eses de los plurales, un
colega lo felicitó porque le había gustado, sobre todo, su pronunciación andaluza.
Mi amigo estaba convencido de que el único rasgo fonético de nuestro dialecto
que debía evitar era “comerse las `eses´ “finales”, pero no cayó en la cuenta
de que es mucho más característico y llamativo la aspiración de esas “eses”
cuando van en medio de las palabras, por eso el pronunciaba, por ejemplo, *seihcientosss y *dehpistesss. No solemos caer en la cuenta de que más importante que
pronunciar todas las “letras”, tal como se escriben, es articular los sonidos
de forma clara con el fin de que nuestros interlocutores entiendan con
facilidad y con precisión las palabras. Pero es que, además, hemos de advertir
que, como describe la Dialectología, cada región, cada pueblo y cada persona
posee una forma peculiar de pronunciación. Las “eses”, por ejemplo, se
pronuncian de una manera diferente en Cádiz, en Jerez, en Jimena, en Conil, en
Vejer, en Jaén o en Valladolid.
Pero lo que más ridículo resulta es cuando, empujados por ese
prurito de corrección fonética, caemos en el exceso de la “ultracorrección” y decimos
*Bilbado, *bacalado, *Wenceslado o *Estanislado, o cuando pronunciamos *edicción, *inflacción,
*deflacción, en lugar de las correctas edición, inflación y deflación.
Paradójicamente, tales ultracorrecciones son, desde el punto de vista
normativo, unas fragantes incorrecciones. Pienso, sin embargo, que la
ultracorrección fonética más común es, quizás, la pronunciación
afectada de la letra
'v' como el fonema
labiodental sonoro [v], que no existe en español.
En otra ocasión haremos referencia al “afán cateto” de presumir abusando de los
“tecnicismos” lingüísticos, económicos, jurídico, médicos, filosóficos o
teológicos.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
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