El peligro de los buenos
Lo malo de los buenos es cuando se lo creen ellos mismos e intentan, por
todos los medios, persuadirnos a los demás de que lo son: cuando, para
demostrarlo, se suben por su cuenta en un altar y, en vez de pasear,
procesionan por nuestra calles meciéndose a un lado y a otro, como si -hieráticos,
solemnes y ceremoniosos- fueran encaramados en un paso de nuestra Semana Santa.
Convencidos de su indiscutible bondad,
sienten la ineludible responsabilidad de servirnos de modelos de identidad, y
contraen la honrosa obligación de dictarnos lecciones de moral y de buenas
costumbres. Y es que, efectivamente, algunos conciudadanos ejercen estas tareas
como si fueran los “buenos profesionales” o los “santos oficiales” y, por lo
tanto, contraen la apremiante obligación de dedicar su tiempo a explicarnos con
sus palabras y con sus obras la bondad de sus eminentes bondades.
Como es natural, todos sus
consejos están impulsados por el noble afán de hacernos el bien, de ayudarnos a
alcanzar la felicidad y, en la medida de sus posibilidades, a lograr un mundo
mejor en el que no campeen por su respeto la maldad, la mentira, la codicia, el
orgullo, la envidia, la lujuria ni todas los demás vicios del alma y del cuerpo.
No crean, ni mucho menos, que estos “buenos profesionales” sólo surgen en las
tierras benditas de los conventos religiosos sino que, también, proliferan en
las arenas de los partidos aconfesionales e, incluso, en las rocas escarpadas
en las que se libran las luchas sociales, económicas y políticas. Pero, en mi
opinión, el terreno más propicio para que broten estos prototipos egregios de
la bondad es el de los medios de comunicación; es aquí donde, en la actualidad,
mejor resuenan las voces y los gestos de quienes, creyéndonos perfectos,
lanzamos nuestros dardos contra aquellos que, situados a nuestra derecha o a
nuestra izquierda, arriba o abajo, no son capaces de aceptar nuestros
principios ni nuestras normas de conducta.
También es verdad que esta misión
tan delicada, a algunos les resulta dura ya que sufren intensamente al
comprobar cómo muchos –“desaprensivos”, “insensibles” o, quizás, “perversos”-
no valoran sus “excelentes” comportamientos ni secundan sus “atinados”
consejos. Por eso tropiezan con serias dificultades para ser, además de buenos,
amables, comprensivos y tolerantes; por eso, por muchos esfuerzos que hacen
para adoptar expresiones beatíficas, no siempre son capaces de disimular la
acritud del vinagre con el que condimentan los sustanciosos platos que nos
proponen para que los probemos.
Es posible que, si de vez en
cuando, nos descubrieran con naturalidad algunas de sus grietas por las que
pudiéramos percibir algunos de sus fallos humanos, ellos se sentirían más
relajados y nosotros también menos distanciados. No podemos olvidar que, si la
perfección y la excelencia nos producen admiración, las imperfecciones -si son
asumidas con humildad- nos inspiran respeto, comprensión y, a veces, cariño.
Recordemos que, cuando afirmamos coloquialmente que un personaje es “muy
humano”, estamos valorando positivamente los inevitables defectos y las
reiteradas caídas de quienes constituyen nuestros espejos. Humano es, por
ejemplo, quien, de vez en cuando, se equivoca en los cálculos, quien ante los
peligros siente miedo, quien se cansa de trabajar y de correr, quien llora en
las desgracias o quien se queja del calor en el verano o del frío en el
invierno. Cuando la bondad se convierte en perfección puede perder muchos de
sus atractivos y resultarnos molesta. En vez de alimentarnos, puede
indigestarnos.
José Antonio Hernández Guerrero
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