Tengo la impresión de que, incluso en los ámbitos laborales en los que la
herramienta principal es la palabra, escasean los profesionales que son
conscientes de la importancia decisiva que posee el cuidado, la renovación y el
enriquecimiento del vocabulario. No solemos advertir que, de la misma manera
que, por ejemplo, las tijeras se mellan o los pinceles se despeluchan, al
lenguaje lo degradan los agentes corrosivos que pululan en el medio ambiente y
lo estropea, sobre todo, el mal uso que de él hacemos los hablantes.
No es extraño, por lo tanto, que no activemos las alarmas que avisan la
inminencia de esta pandemia tan grave como es el proceso de “desverbalización”
que nos invade: una enfermedad degenerativa que nos deja indefensos frente a
los interesados ataques de la devastadora publicidad comercial y ante a los
asaltos permanentes de la propaganda política. No advertimos que la
desverbalización es un virus contagioso que ataca a nuestro sistema inmunólogico
y neutraliza nuestros mecanismos de defensa.
A veces llegamos a la conclusión de que muchos de los profesionales de la
palabra se empeñan en empobrecer el lenguaje y, en consecuencia, el pensamiento
y la vida. Fíjense en los copiosos manantiales en los que se nutre nuestra
lengua: los medios de comunicación, repletos de contenidos soeces y de
expresiones vacías, los discursos parlamentarios con su depauperada retórica,
y, en la base, la atmósfera de muchos hogares en los que es altamente improbable
que las ideas brillen más que en esos escenarios.
Los adultos nos lamentamos con razón del creciente empobrecimiento del
léxico de los jóvenes y de los adolescentes. Nos molesta especialmente la forma
económica con la que transcriben los mensajes en los correos electrónicos y en
los sms, pero, al mismo tiempo, con la ingenua intención de conectar con mayor
facilidad con ellos o de producir la impresión de que estamos “al loro”,
repetimos sus reiterativas expresiones produciéndoles más bien el efecto cómico
de unos pretenciosos “puretas”.
Pero lo peor de todo es cuando este comportamiento infantil y
empobrecedor lo adoptamos quienes con nuestra manera de hablar o de escribir
deberíamos proponer unos modelos más correctos, más atractivos y más expresivos.
Me refiero a los políticos, a los profesores, a los escritores y a los
periodistas. ¿Saben ustedes que algunos asesores de imagen coleccionan vulgarismos de moda con el fin de
que sus líderes aliñen sus declaraciones y adornen sus mítines? Ayer mismo, le
escuché a un profesor amigo mío un saludo dirigido a una alumna: “Adiós, tía,
esta mañana vi en la playa a tu compañero “El Flaco”, flipando con una colegi”.
Y si repasamos las páginas de cualquier periódico provincial o nacional,
encontraremos abundantes artículos cuyo recurso literario principal es el uso abusivo
de incorrecciones léxicas, fonéticas y ortográficas. Abundan los escritores que,
por ejemplo, confunden el dialecto andaluz con la defectuosa pronunciación, con
la incorrección gramatical, con la pobreza de palabras e, incluso, con la mala
educación. No estaría mal que, entre todos, emprendamos una campaña para
verbalizar, para enriquecer nuestro vocabulario con el fin de expresar con precisión
nuestra peculiar manera de entender la vida y de comunicar con generosidad
nuestros mejores sentimientos.
José Antonio Hernández Guerrero
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