En el
Supremo Juicio, Dios sólo nos hará una pregunta: ¿Cuánto amaste a tus hermanos?
Tiene tanta entidad, tanto contenido, ésta cuestión de fe, que merece la pena
que reflexionemos unos momentos acerca de ella.
En el fondo
y en la forma, en esa pregunta late una verdad insondable: el amor. El amor y
sus manifestaciones. Si nos acercamos al diccionario, éste nos indica que amor es el afecto profundo hacia una persona. Otras definiciones que
intentan ser asépticas dicen que amor es
el conjunto de sentimientos que ligan una
persona a otra. Teresa de
Calcuta, ejemplo vivo de lo que fue amar, lo expresa con palabras más
contundentes: “Dar hasta que duela y, cuando duela, dar
todavía más”. E incita a su práctica: “Ama
hasta que te duela. Si te duele es buena señal”. Porque ella entiende, y
así se lo dictó su experiencia, que “el
amor, para que sea auténtico, debe costarnos”, porque “el fruto de la fe es el
amor. El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz”.
Amar, amar
a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Son la síntesis de
todos nuestros principios constitutivos cristianos, es el mandato que hemos
recibido. Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el
amor. (Romanos 13:9,10).
En el
Nuevo Testamento, -en la primera carta de Juan-, encontramos esta definición: "A Dios nadie le ha visto nunca, pero
si nos amamos unos a otros, Dios está con nosotros, porque Dios es amor".
Luego, concluye, con esta sentencia: “El
amor por los demás depende de nuestro amor a Dios; y nuestro amor a Dios se
demuestra por nuestro amor por los demás” (1 Juan 4:20 al 5:2).
Pero,
¿cómo ha de ser ese amor? Aquí, Pablo (Nuevo Testamento 2, Primera carta a los Corintios 12, 31. 13, 1-8ª), nos da una bellísima
semblanza de cómo y lo que debe ser el amor: “Hermanos: Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un
camino excepcional. Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los
ángeles; si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos
que aturden. Ya podría tener el don de la profecía y conocer todos los secretos
y todo el saber, podría tener fe como para mover montañas; si no tengo amor, de
nada me sirve.
El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume
ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del
mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin
límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no
pasa nunca”.
Es decir, el amor es sufrido y
bueno, no envidia nada, no es jactancioso ni vano, no hace nada indebido, ni
piensa en sí mismo, no se enfada, no es rencoroso, no goza con el mal ajeno,
sino que lo sufre, y es tremendamente feliz con la verdad. Todo lo perdona,
todo lo entiende y acepta, está lleno de esperanza y todo lo soporta. Si
contiene esas cualidades, el amor es eterno.
Y hemos de amar al hermano, al
prójimo. Al presidir el rezo del Ángelus, un domingo, en el Palacio
Apostólico de Castel Gandolfo, el Papa Benedicto XVI explicó que la fe en
Cristo debe plasmarse en el amor al prójimo a través de obras concretas; pues “si
uno no ama a los hermanos no es un verdadero creyente”. El Papa
inició sus palabras con dos preguntas que aparecen en el Evangelio de San
Marcos y de la lectura de una carta de Santiago: “¿Quién es para ti Jesús de Nazaret?” y “¿Tu fe se traduce en obras o no?” Este camino, dijo el Papa, “es el amor, que es la expresión de la
verdadera fe. Si uno ama al prójimo
con corazón puro y generoso, quiere decir que conoce verdaderamente a
Dios. Si en vez de eso uno dice que tiene fe y no ama a los hermanos, no es un
verdadero creyente. Dios no habita en él”. Lo afirma claramente
Santiago: ‘Si no es seguida por las
obras, (la fe) en sí misma está muerta’”.
¿Y quien
es mi hermano? “Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi
madre”, dijo el propio Jesús, según lo relata el evangelio de Marcos (3,31-35)
Y mi
prójimo, ¿quién es mi prójimo? El diccionario indica que lo es cualquier persona respecto de
otra en la colectividad humana. Sin embargo, Segundo Galilea, en su obra “Religiosidad Popular y
Pastoral”, nos lo presenta sin ambages:”Mi
prójimo es aquel que tiene derecho a esperar algo de mí. Aquel que Dios
pone en el camino de mi historia personal. En algún sentido todo hombre es
potencialmente prójimo (aunque viva en otro continente y yo nunca lo haya
encontrado), pero prójimo real e históricamente es el que yo encuentro en
mi vida pues sólo en este caso hay derecho al acto del amor fraterno. La
fraternidad cristiana es una disposición a hacer de cualquier persona (mi
prójimo), si se presenta la ocasión.
El prójimo es el
necesitado. En la parábola del samaritano el necesitado es un judío expoliado y herido. En la parábola del juicio final (Mt 25, 31 ss) es el hambriento, el sediento, el enfermo, el exiliado, el encarcelado. En forma muy especial, el prójimo es el pobre, en el cual Jesús se revela como necesitado. "Lo que hicieron algunos de estos mis hermanos más pequeños, lo hicieron conmigo" Mt 25, 40).
Hoy,
Jueves Santo, es el gran día del AMOR, así, con mayúsculas. Es una
recomendación, un recordatorio, de cual es la primera de las obligaciones del
cristiano. Y ya sabemos que solo se ama a Dios amando al hermano, al prójimo.
Si uno no ama al hermano, no es un verdadero creyente.
E
implícito en el amor y en nuestra gran semana de Pasión, está el perdón. Son
inseparables. Recuerda Mateo en su Evangelio (5, 20-26): “Pero yo les digo que todo el
que se enoje con su hermano será llevado a juicio; el que lo llame estúpido será llevado a juicio ante el tribunal
supremo, y el que lo llame imbécil será condenado al fuego que no se apaga.
Así pues, si en el momento de llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu
hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y ve primero a reconciliarte con tu
hermano; luego regresa y presenta tu ofrenda. Trata de ponerte de
acuerdo con tu adversario mientras vas de camino con él; no sea que te entregue
al juez, y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no
saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo".
Es
de tal contundencia este Evangelio, que se nos hace incomprensible la cantidad
de rencillas, disputas, rencores, animadversiones, antipatías, resentimientos y
odios, que corroen nuestras relaciones de hermanos, de prójimos, a las que
tapamos con una gruesa manta en nuestra conciencia, para que no nos estorbe
nuestra fe, o nuestro cumplimiento formal con la fe. Pero de todos es sabido
que esta última palabra se compone, a su vez, de dos, tremendamente elocuentes:
cumplo y miento. El amor ha de ser sincero. El perdón ha de ser sincero. El más
difícil y complicado de los sentimientos humanos es el perdón. Autores como
Louise H. Hay entienden que sin perdón es imposible la paz interior de una
persona. Perdonemos. Perdonemos todo y a todos. No somos tan importantes que no
haya agravio que no se pueda perdonar.
Somos
hipócritas. Recitamos –sin prestar siquiera sentido a sus palabras- el
Padrenuestro, la oración que el mismo Jesucristo nos enseñó: “perdona nuestras ofensas, como nosotros
perdonamos a los que nos ofenden”. ¿Perdonamos, realmente?
Y
nosotros ¿no ofendemos? ¿no necesitamos, también, ser perdonados? Está reñido
con la humildad que debe presidir nuestros actos creernos en posesión de la
verdad, creer que no ofendemos, que son los demás los que nos ofenden. La
ofensa es un sentimiento que tiene el ofendido, generalmente, no el ofensor. Es
cierto, por eso, que a veces ofendemos sin intención, y en eso el evangelio ha
sido previsor y nos lo avisa: “si (...) recuerdas
que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y ve
primero a reconciliarte con tu hermano”.
Y, por encima de todo, está el
ejemplo que estamos obligados a dar: “En esto
conocerán que sois mis discípulos: en que os tengáis amor unos a otros como yo
os he amado”.
El cristiano está obligado a dar ejemplo con su propia vida, con su
comportamiento. Ejemplo de amor. Allá donde vaya uno de los nuestros, sólo por
su comportamiento, los demás dirán: ese es un cristiano. El cristiano, por
encima de todo, ama a su hermano, a su prójimo. El cristiano perdona. El
cristiano no juzga ni condena al hermano, al prójimo. No juzgues y no serás juzgado, nos reiteran todos los textos
sagrados. El cristiano no recrimina al hermano, lo acoge, intenta comprenderlo,
ayudarlo. Tenemos suficientes y recientes ejemplos: Teresa de Calcuta, monja,
madre, hermana, cristiana universal que con su ejemplo ha removido las
conciencias, incluso, de los estados. Vicente Ferrer, incomprendido, incluso,
por nuestra propia Iglesia, que dedicó su vida a la ayuda al necesitado, sin
hacerle preguntas, dándole todo el amor del que fue capaz. Y, muy cerca de
nosotros, viene a mi memoria Monseñor Buxarrais, que dejó el obispado de Málaga
para dedicarse a sus pobres de Melilla.
Hemos de reiterar, por tanto, en
este Jueves Santo que brilla más que el sol, que sólo seremos juzgados, en el
Supremo Juicio, por el amor que hemos dado a nuestros hermanos. Amar, amar, ese
es el mandato de Dios.
Francisco
Jiménez Vargas-Machuca
Semana Santa
2014
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