La muerte es el hecho que mejor
nos descubre la relatividad de otros valores, a veces, proclamados como
absolutos. Ni los bienes económicos, culturales o estéticos, ni las
instituciones religiosas, sociales o políticas, valen una vida humana: ni la
patria, ni la bandera, ni la lengua pueden defenderse matando ni muriendo. En
mi opinión, este principio que, quizás a algunos le suene a doctrina,
constituye el mínimo denominador común de todas las personas de buena voluntad
y de todos los grupos democráticos.
En los momentos de dolor generados por los frecuente y brutales
atentados terroristas deberíamos guardar un profundo silencio para
reflexionar sobre las consecuencias mortíferas que se siguen de la
sacralización de un pedazo de tierra o de una serie de convicciones. Como
afirmé en el artículo de la semana pasada, es cierto que tenemos el derecho y
necesidad de gritar con fuerza para desahogar la rabia, para mostrar la
indignación y para expresar nuestra solidaridad a los que están sufriendo la
agresión, pero nuestras voces serán estériles si no logran que los criminales
descubran su maldad, si no conseguimos que los fanáticos duden de sus certezas,
que los sectarios debiliten sus adhesiones o que, al menos, todos rebajemos
nuestra agresividad.
Para
lograr estos objetivos, más que sesudas reflexiones, bastaría con que fuéramos
capaces de acercarnos, uno por uno, por ejemplo, al viudo de aquella mujer a la
que una mochila, estratégicamente colocada debajo de su asiento, le arrancó su
vida y la del hijo que llevaba en sus entrañas. Ahora mismo, contemplo en la
pantalla del televisor a ese grupo de vecinos que llora por la muerte de una
joven de veintitantos años apuñalada por su “pareja sentimental”.
Corremos
el riesgo de que el volumen de este sangriento bosque, de este río de crímenes,
nos nuble la vista y nos impida acercarnos a cada uno de los árboles, que han
sido arrancados de cuajo dejando desolados para siempre a los familiares y a
los amigos. Pongamos, por favor, nombres, caras, sentimientos, ilusiones,
temores y proyectos a cada uno de esos números y, después, sigamos hablando y
discutiendo de política, de economía, de filosofía o de arte.
En mi
opinión, en la mayoría de los casos, la adjetivación -como política, religiosa
o cultural- de los asesinatos, en vez de atenuar su gravedad, la aumenta: más
que amor o identificación con una idea, con una tierra o con una bandera, son
consecuencias de un odio irreprimible a los otros. Mientras que no descubramos
que una sola vida humana, con independencia de la edad, del sexo, de la
profesión, de la fortuna o del cargo, vale más que todos los tesoros, no
seremos capaces de controlar y de disminuir la fuerza aniquiladora que, a
veces, está encubierta por los más bellos y apasionantes ideales.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
0 comentarios:
Publicar un comentario