Loor a
Don Manuel prócer
docente,
nacido en
esta tierra de
venturas
que germina
en su vientre
a mucha gente
con el
corazón limpio e
ideas puras.
Nos abriste
de forma inteligente
las ventanas
de todas las
culturas.
De tu
talante sereno e
indulgente
aprendimos a
andar por sendas
duras.
El Coro
celestial, con buen acierto,
honra con
tu recuerdo al
ser humano …
y celebra
en tu honor
un gran concierto.
Para ejemplo, San
Pedro, con su
mano,
un portón
de respeto deja
abierto …
para el
buen profesor republicano.
Eran los
primeros años de
la segunda mitad
del siglo XX.
Creo que fue
el año 1951,
cuando terminaba mi
asistencia a la
Academia de Dª
María García, situada en
el piso de
arriba de la
casa de los
Jara en la calle de
los Pozos (entonces calle
del General Mola, aunque
todos la llamábamos
calle de los
Pozos, salvo a la
hora de escribir
el remite o
la dirección de
una carta). Se acabaron
la pizarra, el pizarrín
y el trapo
para borrar los
garabatos y los dibujos que
plasmaba en el
pequeño espacio de
piedra negra. Se
acabaron los juegos,
mientras oíamos como
las niñas mayores rezaban el rosario. Había llegado
la hora de
aprender más cosas.
Para ello mis
padres me apuntaron
a la Escuela
de Don Manuel
Marchante, que se encontraba
ubicada en el
patio que hay
en la calle
Real, antes de
llegar al Patio
de las Campanas, entre el
comercio de ultramarinos
de Miguel Puerto (entonces, después lo trasladó a
la acera de
enfrente) y la tienda
del bueno de
Juan Romero (el de
las papas fritas
de la Playa) con
sus dulces, chucherías, sus canicas
y el cambio
de novelas rosas
de Corín Tellado y
las del Oeste
de Marcial Lafuente
Estefanía. Al
colegio se llegaba
recorriendo el pasillo
hasta el fondo
y, tras bajar
dos o tres
amplios escalones, a la izquierda
estaba la entrada
de la escuela.
El local es hoy la casa de
los García Visglerio. Frente vivían
el buen recordado
Maestro Domínguez y
familia, a la que
con tanto cariño
retengo en la
memoria. Encima de ellos
tenía su casa particular Don
Manuel Marchante.
En
aquellos años Alcalá
era un pueblo
de más de
once mil habitantes.
Por sus calles
siempre había deambulando
un río de
personas, los numerosos bares estaban llenos de
clientes y las
posadas repletas de
caballerías de “la
gente del campo”, que
solían acudir cada
quince días al
pueblo para realizar
sus compras , recoger las
cartas de la
familia y resolver
los asuntos que
surgían en el
devenir diario. Camiones llenos
de cerones de
carbón, apilados con
un equilibrio desconcertante y
milagroso, circulaban continuamente
por las desastrosas
carreteras de entonces.
El taller de los hermanos
Parrita no daba
abasto para arreglar
las frecuentes averías
de aquellos camiones. Apenas había
coches particulares, se podían
contar fácilmente de
memoria. Los chiquillos jugábamos
en las calles
sin temor al
tráfico con los
juguetes de entonces : espadas de
madera, los tirachinas, los trompos,
las bolas de
barro cocido y
los aros de
hierro que intentábamos
que rodaran por
aquellas calles empedradas. La distracción
preferida de los alcalaínos era la de
concurrir a la
parada de las
Valencianas que partían
o llegaban de Sevilla,
de Jerez
o de Algeciras
y por la
noche nadie se
perdía la llegada
del Correo de
Cádiz.
Eran los tiempos del carbón para
las cocinas y del picón
para el brasero
durante los fríos
meses del invierno. Tiempos de
fino Vélez de
Chiclana, de gaseosas y
zarzaparrilla. De café
de cafetera y
de puchero en
el hornillo. De
tabaco de picadura
y de mecheros
con su mecha
y su olor
a quemado. Tiempos de
altramuces, de murtas
y madroños, de
azofaifas y de palmitos con
sus palmichas, de alcauciles
silvestres o de los ricos
higos chumbos, según
la estación del
año. Época de matanzas
en las casas. de
bacalao, de conejos y
perdices de campo, de
espárragos y tagarninas, de sardinas
arenques, de cocidos de
calabaza, de azafrán “El
Aeroplano” y, desgraciadamente, de demasiados
guisos de patatas
viudas, poleás sin leche
y sopas de
tomate sin mucho
color rojizo.
Para la
feria de mayo, llegaban de
todo el extenso
término de Alcalá,
las personas que
vivían en el
campo. Por la
mañana la feria
de ganado en el “
Prao” y
por la tarde
y noche, banda
de música, puestos de turrón y
frutas escarchadas, arropías
y barquillos, de madejas
de algodón azucarado, de
cucuruchos de camarones,
y de muchos
paseos arriba y
abajo mientras los
pequeños se subían
a los caballitos
y a las
cunitas. Las familias
al completo se
apuntaban al alegre
carrusel. Para completar el
decorado no faltaban
nunca los números
de la Guardia
Civil con sus
vistosos uniformes, sus tricornios
de charol y su plebe, siempre atentos y vigilantes.
No
se cabía en
ningún sitio. Por
la Alameda y
por la Playa
paseaban unas preciosas
chiquillas con sus
gruesas trenzas brillantes, con un color de cara que
la vida en
plena naturaleza cromaba
de un rojo saludable, sus
bonitos vestidos y
su acostumbrada timidez. Me encantaba
mirarlas. Se cantaba
y bailaba el
gazpacho, disciplina ésta en la que eran unas
consumadas artistas las
muchachas que vivían
en la sierra.
Muchas de ellas no
volvían al pueblo
hasta la Romería
o quizás la
feria del año
siguiente. Tiempos duros
y difíciles, de
hombres y mujeres
fuertes y curtidas.
Este era
más o menos
el Alcalá de los años
cincuenta del siglo
pasado, al menos es
el que yo
recuerdo después de
más de sesenta
años que han
transcurrido desde entonces,
época en la que comencé
a ir a
la escuela.
Recuerdo
que el primer
día me acompañó
mi hermana Lola.
Yo iba con
cierto miedo, me dirigía
hasta algo nuevo
y desconocido para
mí. El maestro,
al que sólo
conocía de verlo
de lejos pasear , alguna tarde de domingo,
por la carretera, me
causó una tremenda
impresión al encontrarme
a dos pasos
de su gallarda
y señorial presencia.
Sentí un poco
de temor, pero al
momento me saludó
con afecto, despidió a
mi hermana y me asignó
un lugar dentro
de un pupitre
alargado Observé a
mi alrededor y
me di cuenta
de que conocía
a muchos de
mis compañeros, los veía
correr jugando por
las calles, pero no
eran amigos míos.
La gran mayoría
no eran de
la calle los
Pozos, lugar al que
prácticamente se reducía
todo mi mundo
en aquel tiempo,
y los que
eran de mi
calle, eran mayores
que yo. Pero
pronto hice amistades.
Siempre he tenido
suerte para encontrar
amigos en todos
los lugares a
los que el
destino me ha
llevado durante mi ya largo
caminar.
La
escuela tenía la
forma de una
U tumbada con
los brazos mirando
a la izquierda. En
la entrada, que correspondía
al espacio de uno de los brazos
de la U, había unos
percheros para colgar
las prendas de
abrigo, un grifo y
un urinario de
los de aquel
tiempo; el otro
brazo era una
especie de almacén
lleno de trastos.
El espacio, entre
los dos brazos
de la U
recostada, era propiamente
la clase, el
aula y sus
dimensiones eran mucho
mayor que la
de los otros
dos habitáculos En
este lugar aprendí
a leer y
a escribir, practiqué la
caligrafía, comprendí las cuatro
reglas aritméticas y
algunas cosas más
que estudiábamos en aquella clásica
enciclopedia de entonces.
No había más
libros de texto, era
bastante didáctico y
suficiente para adquirir,
a mi profano
entender sobre el
tema, los conocimientos que
necesitábamos en aquellos
momentos.
La
pared de la
clase que daba
al Llanete, tenía ventanas
por las que
entraba la luz
del sol. En la
pared frontal, que
lindaba con el
patio, había una
gran pizarra. Encima
de ella un
crucifijo, al que
hacían guardia dos
cuadros, uno con
la foto del
General Franco y el otro
con la de
José Antonio Primo
de Rivera. Al lado se
encontraba la mesa
del maestro, repleta de
libros de lectura
y cuadernos para
corregir, y a continuación
una hilera de
pupitres de madera negruzca,
de asientos corridos,
con capacidad para
varias alumnos En
la tapa de
los pupitres, había
unos orificios en los que
se incrustaban unos
tinteros de plomo
llenos de tinta
negra, que se
iban rellenando conforme
se consumía su
contenido. El aspecto negruzco
de los pupitres
delataban el paso
por sus asientos
de varias generaciones
anteriores de alcalaínos Entre las
ventanas y en
la pared contraria
había colgados una
pizarra y varios
mapas de España, de
Europa y de
América. Esta pizarra era
mi preferida. También
había colgadas en
las paredes unas
grandes reglas, escuadras y
cartabones de madera
de pino.
En
aquella escuela estudiábamos
alumnos de siete hasta quince
o dieciséis años.
Todos juntos en
la misma clase.
D. Manuel Marchante
Romero, era ya un
hombre mayor. Tenía el
aspecto de un
patricio venerable, con
su cabello y
su bigote como
la nieve. Unas
gafas de pasta
negra. Una camisa
blanca impoluta con
corbata rayada y un elegante
terno oscuro de
tres piezas en
invierno. D. Manuel
era un hombre
bueno, calmado, que nunca
hacía uso de
la violencia para
imponer el orden, que
a veces, en
una clase ocupada
por más de
cincuenta chavales de
diferentes edades, había momentos
que amagaban con
el desmadre. Con
solo su mirada
bonachona pero firme, bastaba para
que las aguas
volvieran a su
cauce. No recuerdo verle
pegar a nadie. Quizás
alguna pequeña regañina, pero sin
pasar a mayores.
Los pequeños
estábamos en los
bancos del fondo.
Y allí estaba
mi pizarra favorita.
El viejo profesor
era un artista
de la caligrafía
y nos la
hacía practicar constantemente. En
la mencionada pizarra
nos dibujaba con su perfecta
letra, un maravilloso mosaico en
el que nos
indicaba las tareas
que debíamos realizar.
Allí pasé
tres años de
mi vida de los que
guardo un recuerdo
imborrable. D. Manuel
dedicó muchas horas
a mi instrucción
en aquella vieja
escuela. Me trató
con sumo cariño
y le estaré
agradecido mientras viva. El año
1954 se inauguró
el Grupo Escolar “Juan
Armario”, un bello edificio
construido en el
solar que ocupara
el antiguo parque
de nuestro pueblo,
y allí nos
trasladamos todos los
alumnos con D.
Manuel al frente. Curso
de vasos de
leche en polvo
y un queso
de color calabaza que
enviaban los EE. UU.
para insuflar vitaminas
y minerales a
los escolares de
la España franquista. Aquel año estrenábamos escuela
y mobiliario, los pupitres
eran de dos
plazas, mi compañero
de pupitre fue Ángel Pizarro
Medina, mi buen amigo, tristemente desaparecido
a una edad
demasiado temprana.
D.
Manuel me preparó
para el examen
de Ingreso al
Bachillerato. Me presentó
y lo aprobé
en el antiguo
Instituto Columela de
Cádiz, ubicado entonces
en la calle
San Francisco junto
a la plaza
de San Agustín. Fue
mi última etapa en
su escuela, y
también mi última
estancia permanente en
Alcalá. Era el
año 1955 y me convertí
en emigrante alcalaíno,
al marchar a
estudiar el Bachillerato
en el Colegio
Salesiano “Nuestra Sra. del Águila”
de Alcalá de
Guadaira (Sevilla) en
régimen de internado.
Otro alcalaíno vino
conmigo, mi gran amigo
Simón García Pérez.
Pasé de un
Alcalá a otro, con
el inconveniente añadido
de que el
gentilicio de las
personas de este
otro Alcalá, es el
de “alcalareños” Para
mi era otro
Alcalá de todas, todas … Adiós familia, adiós amigos, adiós
Virgencita de los
Santos, adiós calle
de los Pozos, adiós Coracha…
Volví a
encontrarme con mi
querido D. Manuel
unos años después,
cuando regresé a Cádiz para
estudiar Preuniversitario en
el nuevo Columela
de las Puertas
de Tierra. Le habían destinado
a un colegio
de Cádiz, en
el que se
había jubilado. Mi querido
primo Pepe Gallego
Gallego (q.e.p.d.) que
estudiaba Magisterio en
la capital, organizó
un encuentro en la Plaza
de San Juan
de Dios. Estuvo
maravilloso, lleno de
bondad y recordando
cosas nuestras; se
sentía muy orgulloso
de nosotros. Lo encontré ya
muy mayor, pero
todavía conservaba la
prestancia y el
porte venerable que
tanta impresión me
causó al conocerle.
GRACIAS ETERNAS,
QUERIDO DON MANUEL.
Francisco Teodoro
Sánchez Vera
Marzo - 2017
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