Como nos muestran las estadísticas y los
pronósticos que periódicamente nos ofrecen los medios de comunicación, los
viajes -tan excepcionales hace escasos años- han llegado a constituir un hábito
casi rutinario y, para muchos, una necesidad ineludible. En la actualidad
viajamos casi todos, aunque cada uno justifique sus desplazamientos con razones
diferentes: unos lo hacen empujados por un espíritu aventurero, otros para
llenar el tiempo de ocio, otros impulsados por el ansia de ampliar su cultura
y, otros, finalmente, forzados por motivos profesionales. Pero el resultado es
que cada vez viajamos más y que, en cualquier época del año, nos surgen
pretextos para organizar un "puente" no previsto, un fin de semana
alargado o incluso unas minivacaciones que, inevitablemente, implican una
salida de nuestro lugar de residencia. Todos los indicadores sociológicos
llegan a la misma conclusión: "En los próximos años, el sector turístico
va a seguir experimentando una notable expansión".
Pero, aunque a primera vista nos sorprenda
la afirmación, los viajes, por muy lejos que nos lleven, siempre alcanzan su
fin y su finalidad en el punto de partida: viajamos para regresar a nuestro
hogar y para descubrir en él unos alicientes de los que carecen los mejores
hoteles, para revalorar ese rincón de nuestra casa en el que leemos o cosemos
o, incluso, el butacón desde el que, soñolientos, vemos el telediario, los
partidos de fútbol o los programas del corazón; viajamos, también, para
comparar nuestros lugares con otros lejanos: nuestras playas con las de la
Costa del Sol o con las de las Antillas, nuestra catedral con la de Notre Dame de
París o con la de San Pedro de Roma, nuestro clima con el del norte de España o
con el del Centro Europa. Es cierto que los viajes abren unas vías de
acercamiento a los demás y, al mismo tiempo, unos cauces de aproximación a
nosotros mismos: viajar es una forma de alejarnos y de aproximarnos a nuestros
lugares y, por lo tanto, una manera de salir y de entrar en nosotros mismos y
de revalorar nuestras cosas.
Aunque a primera vista nos parezca una contradicción, hemos
de admitir que, en la mayoría de los casos, más que para conocer, viajamos para
reconocer los lugares y las gentes de los que tenemos noticias previas por las
lecturas o por los comentarios de los que nos han precedido. Por
eso, los viajes no deben sustituir las lecturas sino, por el contrario,
alimentarse de ellas: los viajes y las lecturas son dos vías complementarias
que mutuamente se intensifican y se enriquecen.
No perdamos de vista que el paisaje es un significante portador de unos
significados que, hasta cierto punto, han sido creados por los artistas, por
los pintores, por los cantantes y por los escritores. Por eso, antes, durante y
después de cada viaje deberíamos leer algún libro que oriente nuestras miradas,
que nos facilite la comprensión de los espacios que contemplamos, que nos
descubra la belleza y el sentido de unos elementos que no son sólo escenarios,
sino partes de nuestro drama humano, de esos hechos geográficos que, además de
sostener y alimentar nuestros cuerpos, nutren nuestro espíritu.
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