La amenaza
del coronavirus nos invita a disfrutar con una simple bocanada de aire puro.
Hoy -querido amigo Alfonso- me voy a permitir
reunir algunas de las reflexiones que, en momentos diferentes de nuestra
dilatada amistad, hemos intercambiado sin proponernos hacer un discurso
filosófico sobre la vida humana. Recuerdo, por ejemplo, cómo refiriéndonos al
vertiginoso correr del tiempo, mostrábamos nuestro convencimiento de que cuanto
más vivimos, mayor capacidad poseemos para vivir. Tú sabes que aquella
afirmación no era, como otros pensaban, una piadosa invitación para que
cerráramos los ojos a la realidad y para que, ingenuamente, nos creyéramos que
éramos inmortales sino, simplemente, una llamada amable para que adquiriéramos
consciencia de que todos los episodios que empiezan se acaban y de que todas
las realidades humanas tienen unos insoslayables límites.
En otra ocasión -¿recuerdas?- conversamos
sobre las lecciones que nos dictan las pérdidas y que nos sirven para valorar
adecuadamente nuestros objetos más útiles y, sobre todo, para apreciar la
importancia de algunas personas en nuestras vidas. Y es que, efectivamente, el
conocimiento de los confines de los objetos y la percepción de los finales de
las acciones les proporcionan unos atractivos singulares y a nosotros nos
estimulan para que aprovechemos sus valores y para que disfrutemos de esos
instantes de bienestar que, aunque efímeros, nos permiten volver a saborearlos.
Hemos comentado más de una vez la fruición que
nos producen aquellos momentos que, previamente, sabemos que son cortos. Sí;
las despedidas y las separaciones aumentan las perspectivas y, paradójicamente,
mejoran nuestra visión de las cosas. Es lamentable que no comprendamos
plenamente la importancia de un ser querido hasta que -siempre demasiado tarde-
calibramos las enormes dimensiones del irrellenable hueco que nos ha dejado.
Medimos mejor el tiempo cuando notamos que se aproxima el final de un trayecto.
¿Recuerdas con qué intensidad vivimos, por ejemplo, los últimos minutos de
nuestras últimas conversaciones? A medida en que comprobamos que se acortaba el
camino, lo ensanchábamos y, cuando advertíamos que sólo nos quedaba una copa,
la paladeábamos con mayor fruición. Por el contrario, hay que ver cómo
desperdiciábamos el tiempo cuando creíamos que íbamos a ser eternos, cuando
ignorábamos la existencia de ese vasto océano en el que irremisiblemente
desembocaremos. Por eso, más que en acumular, hemos de esforzarnos en
administrar adecuadamente nuestros ratos juntos por muy exiguos que nos
parezcan. Hemos de desarrollar la difícil habilidad de extraer todo el jugo a
los episodios por muy insignificantes que, a primera vista, aparenten ser. Si
sabemos que pronto se esfumarán, una palabra amable, una sonrisa complaciente,
un día de sol o una conversación distendida nos parecerán regalos inmerecidos.
La marcha imparable de la edad, la amenaza de una enfermedad o la proximidad
siempre inmediata de la muerte nos invitan a deleitarnos con una simple bocanada
de aire puro, con la lectura reposada de un libro interesante o con la escucha
relajada de una melodía.
El paso imparable del tiempo nos enseña a leer
la vida con nuevos ojos y a comprobar cómo, simplemente, respirar con libertad
puede proporcionarnos un placer intenso. Lo malo es que, sin apenas advertirlo,
despilfarramos el enorme caudal y dejamos que se fugue el misterioso regalo que
nos aportan las heterogéneas experiencias cotidianas y los múltiples quehaceres
habituales. En nuestra sociedad agitada y bulliciosa, el tiempo excesivamente
repleto de ruidos y la vida demasiado vacía de melodías se han convertido en
herramientas de uso y de lucro, y, además, en amenazas aniquiladoras.
Expropiados de la vida, es decir, del tiempo, de los días y de los ocios, el
uso previsible de un tiempo languidecido entre horas muertas nos puede ahogar
en un vacío. Cuando, por haber sufrido la pérdida de un ser querido, advertimos
que también nuestra muerte se aproxima, en vez de dejarnos arrastrar por el
temor o por la tristeza ante el final, podríamos animarnos mutuamente para
palpar y para exprimir con detenimiento cada uno de los insondables instantes
que nos restan por vivir.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
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