Necesitamos
psicólogos que traten los virus de la ansiedad, de la angustia y del miedo
sembrados por el coronavirus
El malestar emocional que el rápido
contagio de coronavirus está provocando en pacientes, familiares, sanitarios,
militares, policías y demás profesionales, alcanza tal importancia en los políticos
que, en mi opinión, estos deberían ser los primeros en someterse a los cuidados
de psicólogos experimentados. Tras escuchar las palabras titubeantes, contemplar los gestos crispados y los rostros
asustados en sus intervenciones en el Congreso de Diputados, he llegado a la
conclusión de que unas sesiones de
psicoterapia les ayudarían a controlar mejor esos mensajes que siembran
la desazón, la ansiedad y la angustia de los ciudadanos, y no ayudan a los profesionales
que luchan con valentía, generosidad y constancia en la primera línea de esta
batalla.
Deberían ser conscientes de que, de
forma parecida a la rapidez con la que se propaga el coronavirus, sus palabras
incontroladas aumentan el nerviosismo de toda la población y alteran las
emociones de las personas que intervienen de forma tan decisiva en la pelea
contra este enemigo común. Deberían aprender que, para vencer esta pandemia,
además de medicamentos, ellos han de emplear palabras, expresiones y gestos
que, al menos, atenúen los sufrimientos de tantos ciudadanos que estamos
pendientes de lo que ellos nos dicen y de cómo nos lo dicen. La congoja, la
impotencia y, sobre todo, el miedo son también virus graves que los psicólogos,
especialistas en el bienestar emocional, podrían ayudarles para que, al menos,
no preocupen más a esos ciudadanos que están alejados de sus familiares
postrados en cama. Es posible que también les propongan las maneras de explicar
sus informaciones aplicando fórmulas que transmitan algo de consuelo a los que
han perdido a sus padres, a sus parejas o a sus hijos sin haberse despedido de
ellos. Sus palabras comprensivas deberían estimular también a los médicos,
enfermeras, limpiadoras y al resto del personal sanitario que trabajan en
situaciones de carencia para, al menos, inculcarles alguna esperanza, ese
pariente cercano al optimismo. Tengamos en cuenta que el pesimismo, la
irritabilidad y la ansiedad influyen negativamente en todo el proceso de
recuperación de la salud y de “normalidad”. En esta situación de aislamiento es
urgente que nos transmitan mensajes positivos para contrarrestar ese repertorio
de pensamientos negativos que acuden a nuestra mente cuando estamos alicaídos.
Sabemos que el lenguaje por sí solo no
cura, no posee una fuerza mágica, pero sí produce unos efectos eficaces o
dañinos a veces determinantes en los procesos de curación y de enfermedad. En
estos momentos en los que es imprescindible la comunicación y la colaboración
entre todos, y, en especial entre los profesionales y los pacientes, también
necesitamos a esos especialistas de la mente para que nos ayuden a relajarnos y
a controlar las diferentes emociones, a desconectar de las preocupaciones, a liberar
tensiones, a mantener el buen estado de ánimo, la calma y la tranquilidad.
No olvidemos, por favor, que la lucha
contra el virus, en el fondo es una pelea contra el sufrimiento de personas
que, además de sentir el dolor en sus cuerpos, experimentan el miedo a la
soledad, a la indefensión, a la fragilidad, a la decrepitud y, sobre todo, a la
propia muerte y a la de sus seres queridos. Me
permito ofrecerles un simple consejo a los políticos: Cuando hablen en
el Parlamento o en los medios de comunicación, diríjanse -sin necesidad de
mencionarla- a una persona cercana, pongan un rostro concreto, observen sus
ojos y mírenla con respeto, con amabilidad y con cariño. Podrán comprobar que
el tono de vuestros discursos es menos crispado.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría
de la Literatura
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