La dignidad de las personas no depende de nosotros
Estoy
convencido de que respetar y ser respetado es el soporte necesario sobre el que
hemos de edificar las virtudes y los valores personales que hacen posibles la
convivencia pacífica familiar, social y política. La raíz íntima de esta
consideración reside en el reconocimiento de la dignidad “civil/sagrada” de los seres humanos. Su aceptación ha de ser absoluta porque no depende de ninguna
circunstancia ni de ninguna cualidad añadida. La dignidad de las personas no la
otorgamos nosotros ni está en nuestras manos retirarla o disminuirla. Por eso
merecen nuestro respeto los niños, los adultos y los ancianos, los varones, las
hembras y los homosexuales, los cultos, los sabios y los ignorantes, los
creyentes, los agnósticos y los ateos.
Nuestros
comportamientos morales, familiares, sociales y políticos, en vez de privilegiar
las cualidades como el sexo, la edad, la sabiduría, la riqueza y, sobre todo,
el poder, deberían conceder la suprema valoración a la dignidad humana: éste
debe ser el principio ético del que se derivan todos los demás.
Este valor civil/sagrado
de la dignidad humana constituye la razón del respeto con el que hemos de
relacionarnos con todas las personas. No se trata, por lo tanto, de un acuerdo
al que, de manera explícita o implícita, ha llegado una sociedad sino de un
deber que es independiente de nuestra voluntad individual o colectiva. Por eso
mismo, aún en el caso de que toda la sociedad decidiera por consenso dejar de
respetar la dignidad humana, ésta seguiría siendo un derecho exigible por cada
uno de los ciudadanos, incluso, de los que sean juzgados y condenados como
delincuentes.
En nuestras
sociedades civilizadas aceptamos este principio en la teoría y lo proclamamos
con pomposas palabras y con tonos solemnes, pero los hechos cotidianos nos
confirman, de manera mucho más elocuente, que no siempre lo tenemos en cuenta.
Fíjense en los programas televisivos, en los debates parlamentarios, en las
tertulias radiofónicas, en las gradas de los estadios, en las aulas escolares
e, incluso, en los consultorios médicos. En mi opinión estamos sufriendo un
proceso acelerado de degradación de aquellos “buenos modales” que expresan el
respeto que nos merecen nuestros interlocutores. Quizás estos cambios de
hábitos respondan, en muchos casos, a una progresiva depreciación del valor más
importante de nuestra sociedad: la persona humana. La falta de respeto no la
justifica ni siquiera la defensa de la verdad, de la justicia o de la
moralidad.
José
Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de
la Literatura
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