viernes, 13 de abril de 2007

CUARTO VUELO DE CUESTA ARANA: El hambre

Se llamaba Ildefonso Delgado Chacón, pero más conocido universalmente, es decir, en su universo propio, que no distaba más allá de la raya de Gibraltar, por “El Gran Potoco de Alcalá” o “Potoco”, para ahorrar más la letra de la rimbombancia.
Si hay un alcalaíno con más olor de leyenda, el hombre que se busca es precisamente “Potoco”. Personaje trazado o entonado siempre desde la intemporalidad; nadie sabe con precisión el discurrir cronológico de la vida y milagros del hombre que vestido de corto toreaba los coches como si éstos fueran molinos de viento. La vida de Ildefonso Delgado es una sucesión de episodios sueltos, sin orden ni concierto, sin conocer el amarrijo de una biografía en rigor. Hablar de “Potoco” es sumergirse en una charca de vino, una borrachera de datos, una faramalla apológica, quizás porque el modelo no encajara en el cuadro, en el lienzo, por su gran dimensión existencial y ensoñadora. No hay duda, así lo confirma la memoria: “Potoco” es un retrato mágico de Alcalá, el más mágico de todos, seguido a poca distancia por Manolito Cielo, meteorólogo y licenciado en santos, se sabía de golpe y porrazo –sin saber hace la o con un canutero de caña- todo el santoral que viene en el almanaque ¿Manolito qué día es hoy? ¿Nos llevaremos capote al campo?
A la par del “Gran Potoco”, en Alcalá se pintaron otros retratos de locura y divinidad, gente rara y heterodoxa, filósofos de vientos y retóricos de tabernas, personajes para la realidad mágica de García Márquez. Personajes que paseaban su luz y su sombra por esas cuatro estaciones por donde nunca pasa ningún tren. En el recuerdo siempre verde de Alcalá, como las imágenes aquellas de la linterna mágica o “la rueda de la vida”, en el alba del cine, pasan las luminarias, los candilitos encendidos de “Tío Corona”, el hombre que legó un duro a todo el que asistiera a su entierro y que murió en la más atronadora de las indigencias, en la pobreza total. Antonio “El Pavo” que inventó el “baile de la pava”, que consistía en unos movimientos en gata al tiempo que se cantaba: “Si la cojo o no la cojo a Vd. No le importa ná”. “Tío Pepe el Chico”, no más grande que el pastorcillo del Santuario, una oficina de colocación ambulante en la contrata de chiquillos para el campo y mano de obra barata, un signo de los crueles tiempos. Vivía en el huerto “Matagatos”, en la Coracha. En la taberna de “Miseria” había instalado su centro de operaciones y no era raro encontrarle allí con su sombrerito de ala ancha, faja y bastón, dictándole en voz alta una esquela a algún chiquillo amanuense que él contrataba para los trabajos finos de “oficina”. Isabel Melendre, que vivía en Río Verde, era costurera y persona tan candorosa que las muchachas le gastaban la guasa de hablarle por teléfono entre dos carretes de hilo y, lo malo es que, la mujer se lo creía. “Guarrillo” analfabeto integral, que se pasaba las horas muertas leyendo el periódico en lo de Arroyo, sumido en el lenguaje emborronado, monocorde, ininteligible como una sorda algarabía: “Arrififú... Arrififá... Arrififú. “La Ninfa”, la madame alcalaína, que salía a eso de morir la tarde, a lucir y a relucir sus pupilas en el Paseo de Mochales, con el lógico recelo de las mujeres bien casadas. Manolo “El Confitero” –que era barbero- traje de seda, canotier y bastón de mimbre para ir a los toros. Don Enrique, el relojero, a la moda de París, que gastaba un reloj en cada mano. Juan “El Andarín”, el que mejor baila el garrotín en el mundo y su hermano Pepe, el profesor de guitarra. Una juerga sin los “Andarines” era como si a San Jorge le quitaran el caballo y el dragón. “Juan Sin Miedo”, las salinas de San Fernando de la gracia que tenía. Fue cornetín de órdenes de Franco en la guerra de África. Rifaba todo lo que se le ponía por delante. Los cajones de sorpresas de “Juan Sin Miedo” endulzó muchas veces la vida de Alcalá. “República el Empleado” la estampa bigarda, casi decimonónica, con un siglo de atraso, sable a la cintura y buen ojo a la autoridad. “Batata”, “Alpiste”, “El Gran Machaco” y “Espina”, tetracarnaval de Alcalá, la fuente de las Presillas de la buena guasa. El retrato siempre incómodo de “Miracielo” (tenía los ojos vueltos para arriba). “Pico del Campo”, torero bufo, carne de cañón de las vaquillas, siempre salía hecho un cardenal. “María Perico”, aguadora azacana de armas tomar, con sus andares abiertos, una pata allí y la otra allí, la una y veinte en el reloj, verbigracia. “El Tío Noble” con los mismos zaragüelles que usan los moros. Y Rincón, el hombre orquesta, silbido y guitarra, amenizando los bailes en los patios. Y el retrato sangrante, increíble y salvaje de “Poleyllo”, aquel preso en libertad, al que las autoridades pusieron unos grilletes de hierro “para que no entrara en las casas”. A la entrada de la guerra dicen que murió en una limpieza de las cárceles. Un lunar negro en la memoria de Alcalá, para que el despertador de la conciencia suene siempre a las claras del día. Quizás sea éste el retrato más patinado por la injusticia que ha dado Alcalá, por las historias tan desgarradoras que uno ha oído sobre aquel muchachillo pelón que escondía su inocencia detrás de las cortinas de las casas ajenas.
Pero todo estos retratos al minuto que hemos recordado, sin duda alguna, hay uno que habría que orlar con florecillas de sangre. El retrato trágico y patético de un soñador que murió de hambre: “El Gran Potoco de Alcalá”. La oficialidad escribe la causa de su muerte con este eufemismo: anemia cerebral. El hambre le engordó la locura a “Potoco”. Quizá a “Potoco” le ocurriera lo mismo que al legendario Alonso de Quijano (Don Quijote) que vivió loco y murió cuerdo. Pero la locura de “Potoco”, era una locura divinizada, lo más parecida a la locura de un genio.
En los buenos tiempos “Potoco” era contrabandista; sus perros cargados de cuarterones de tabaco eran un prodigio. Pero lo que le dieron fama y notoriedad a “Potoco” fueron dos cosas: los aviones y los toros. En “Apuntes de Nuestro Patrimonio”, en Septiembre de 1985, publiqué con el título “El Gran Potoco de Alcalá, memoria, delirio y paisaje”, un artículo sobre la incursión de este hombre en el bien llamado por Cañabate, “El Planeta de los Toros”, razón por la cual no veo necesario incidir sobre el tema. Ahora lo que nos ocupa es el planeo inmóvil, el vuelo estático de los aviones de “Potoco”.
Los aviones de “Potoco” eran de madera y latón, no les faltaban ningún detalle, con sus luces y todo; de todos los tamaños y formas y, no olvidaba, sobre todo en los de mayores dimensiones, rotular la leyenda: “Aviación para los matadores de toros de primera fila. Sale todos los días”. La historia de “Potoco” está llena de gestos egolátricos, y si no vean el autobombo que el hombre dio a la publicidad en un cartelón de romance:
“Alemania tuvo fama
por sus grandes inventos
pero hoy España la supera
y bien demostrado está
con el esta gloria taurómaca
que ha nacido en Alcalá”.
En un alarde de supremo patetismo, “El Gran Potoco” besado por la negra soberbia, ante el féretro de su hija muerta, en la flor de la edad, heló la sangre con este rezo: “Pobrecita hija mía, si en vez de haberte muerto tú, se hubiera muerto “El Gran Potoco” “toíta” España lo sabría”. La estampa más negra de la soledad cuando viene agarrada del brazo con la muerte.
Al principio los aviones de “Potoco” eran un divertimento, una distracción, casi un juego de niños. Aquellos aparatos de madera pintados de celestón fueron muy celebrados en Alcalá por todas las edades. Y “Potoco” se henchía de orgullo al ver que a sus aviones sólo les faltaba volar de tan propios que eran; igualitos que los que van por el aire, que al fin y al cabo al avión que no vuela se le echa todavía más fantasía. Los aviones de “Potoco” eran eso: pura fantasía. Aviones que distraían al hombre.
He oído referir a los viejos, aunque con versiones distintas –es el precio de la tradición oral-, que “Potoco”, cuando se le secó la mente del todo y, viendo atenazada por el hambre la poca mercantilización de su obra; la gente por aquel entonces era reacia a comprar sueños si antes no estaba apañado el estómago, no se le ocurrió al hombre otra cosa, que elevar los aviones al aire, para que el prodigio mirara de arriba abajo, en perspectiva caballera, para ello Ildefonso buscó tres largas berlingas de madera y colocó en sus extremos a sus desvelados aparatos. Así que una tarde, al lubricán, al caer la fresquita, el Sol como una naranja comida por las fauces lilas del horizonte, los alcalaínos entre la sorpresa y la bulla, en el Paseo de Mochales (Paseo de la Playa) entremedia del Café Bernal (donde está hoy el Bar de Antonio Delgado Inarejo) y el Bar “La Parada”, vieron el espectáculo del planeo sin movimiento de tres aviones surcando el aire cansado de la tarde. Fue la primera vez que los aviones de “Potoco” volaron pero nadie quiso comercializar la empresa y, fueron otros aviones los que con su endiablado ruido de los motores –porque éstos si eran aviones de verdad- le atronaron las entrañas al pobre Ildefonso para siempre: eran los aviones del hambre.
Los aviones de “Potoco”, otro retrato perdido de Alcalá. Un sueño iluminado que no mereció el beso testimonial de la cámara oscura. El fotógrafo no creyó necesario gastar papel y química o, no supo retratar el aire de un sueño y, se fue con la cámara a otra parte, posiblemente, allí donde se pintaba la olla del puchero humeante coronando los anafes.

QUINTO VUELO. La Muerte.

La noticia no venía en los periódicos: ni una sola línea. El parte del Gobierno Civil de Cádiz era bien explícito: “Absoluta normalidad en la provincia”. El diario ABC publica en grandes caracteres el siguiente titular: “El sol del día de Santiago alumbra la victoria de los que luchan por una España nueva”. Solo hacía ocho días que en Melilla se había iniciado el Movimiento Nacional o, lo que es lo mismo, la guerra. Aquella guerra incivil que menta bien Antonio Gala. La imagen de la España trágica de los dos gárrulos del cuadro de Goya emprendiéndola –de barro hasta las trancas- a garrotazos el uno con el otro, toma cuerpo y se sale del cuadro. Comienza el mito machadiano de las dos Españas. Sobre el paisaje tenebroso del país, el arco iris se reduce sólo a dos colores: el rojo y el azul.
Pero aquel día “señalaíto” de Santiago del 36, en Alcalá no cundió la normalidad, sino el terror, el pánico, la tragedia, la lástima, en fin, todos esos vocablos siniestros de la guerra.
Sucedió –ésta es la triste historia- que a eso de las cuatro de la tarde, cuando Alcalá dormitaba la siesta, en esa galbana soporífera del verano en todas sus pompas, de repente un avión sobrevoló el cielo azul purísima. Asomó el aparato por la parte del puerto de Levante. Dio varias pasadas por el pueblo. Los chiquillos se desesperaban de la modorra: “¡¡Mira que bonito es! ¡Parece de papel de chocolatina!” Poco duró la alegría; aquel juguete que rondaba por el cielo pronto empezó a vomitar fuego; dejó caer a pelón, como el que tira peladillas, cuatro bombas que vinieron a explotar azarosamente en los sitios de San Antonio, El Prado, Los Pozos, Ventorrillo Ortega. Y hemos dejado para lo último la primera bomba que cayó en la calle de Las Brozas (a la altura de donde vivió Don Julián Fabra, el médico) que fue precisamente la que trajo la muerte en los pitones: se llevó por delante la vida de dos niños; una niña y un niño, no juntaban entre los dos diecisiete años de calendario, cuando estaban echándose la siesta acurrucaditos en la acera de la calle en un cobertor. La última siestesita. La imagen, más cruel de la ceguera de la guerra. Aquellas dos víctimas eran los hijos de Cristóbal Mora.
Con este negro suceso en Alcalá se había estrenado la sangrienta contienda irracional que el Nobel, Camilo José Cela, alistado al frente, encuadra con estos certeros apelativos, como anillo al dedo: “Absurda, disparatada, surrealista, estúpida, estrambótica, extravagante, ilógica, demencial, todo junto y por lo menos”. Lo dice uno que estuvo allí.
Curiosamente, el día que el aparato echó las bombas en Alcalá, en el centro de la Plaza de la Cruz, la Alameda, con un sol ecijano, una compañía de cómicos de la legua, ensayaban un número musical para la representación teatral que iba a tener lugar a la fenecida de la tarde. En el momento de la primera explosión, se encontraban sobre la carpa redonda, con sillas alrededor, un cantante almibarado que se hacía acompañar por otro petimetre al piano, echaba sus gorgoritos:
“María, capullito de rosa
brilla una aurora de amor...”
No le dieron tiempo a los músicos a seguir la canción y salieron despavoridos; el cantante rodando por la escalerilla del tinglado, al oír el estruendo aquel hombre se lanzó al vacío como el que se lanza a una piscina. Y toda la compañía salió de naja, y de ellos jamás se supieron; dejaron abandonados los baúles del vestuario y el piano, objetos que permanecieron por mucho tiempo a la espera de sus dueños, primero depositados en la Posada de la Cruz y, luego, en el Ayuntamiento. El piano y el vestuario tomaron el mismo rodante que sus dueños; no se sabe. Cómicos huyendo de la guerra, otra imagen que sugiere.
Dicen que el avión mortífero había errado su misión, pues aquellas bombas chapuceras (latas de tomate con metralla de tornillos) iban destinadas a la población de Ubrique, aquel sanguinario piloto, al igual que ocurriera 126 años antes, en la historia de Alcalá, cuando un mariscal francés diera orden de pasar a cuchillo a toda la población, hizo repetir los hechos del criminal que confunde a su víctima.
La historia es cíclica, no se repite, sólo se repiten los hechos, es el moderno debate. Como no hay una gota de agua igual que otra, aunque se haya creído siempre lo contrario.
Aquella mañana de Julio del 36, Alcalá se disponía a vivir una jornada más. Reinaba la tranquilidad. La moneda se mantenía estable en el país y, por tanto, los precios alimenticios no habían experimentado cambios notables. Había carbón y una economía autosuficiente: las atahonas a pleno rendimiento y los molinos moliendo. Los hortelanos con las reatas de bestias cargadas hasta los topes procesionaban al clarear el día las adoquinadas calles de Alcalá. Los artesanos con su faena y su vino. Las gentes de la escribanía solventando los asuntos. Los chiquillos en la escuela y las migas. Las campanas sonando a oración, alegría o muerto, según cuadrara. Los cuatro caños del “Chorreaero”, cañonazos de agua, “ojalá si el Chorreaero se volviera vino”, rezaba una coplilla en la República. En la zapatería, un retrato de Marcial Lalanda. En la barbería, un retrato de Domingo Ortega. La rifa de Antón, que rifaba hasta un jamón. Moraga con su canastito debajo del brazo vendiendo turrones. “El Pavo” porteando teleras de pan en una tabla que llevaba sobre la cabeza (30 ó 40 Kgs. dicen que cargaba). Y Rincón silbando todo el tiempo que él quería, sin respirar. Los maestros murguistas “Palenque”, “Coraje”, “El Mellao”, al que la gente le cantaba aquello:
“Ay, Mellao, Mellao
que eres un murguista
y apestas a pescao”.
Y los “Velitones”, que eran zapateros, Naranjo, “Batata”, “El Manco” que también eran gente de la murga y la comparsa; un buen apaño de gente popular. Y las tabernas. Y los corrinches en la Plazuela. Y Joselito “El Ceacero” fabricando como nadie odres para el aceite. Los tejeringos de Carmen “La Gitana”. Y la fragua de “El Cuco” animándose con el carbón de brezo y las boñigas de vaca. Y la estampa imponente de “La Princesa”, gitana, pregonando el oficio de herrero por las calles: badila, tijeras, parrillas, tenacillas... y otras menudencias de fragua que ella decía que eran “fina platería de Córdoba”. Y las serenatas y las rondallas por la noche. Y la plaza de todos abierta. Y el maestro Caballero, barbero de postín, sacando muelas y, que recetaba después de cada operación, el enjuague de la boca con un chato de vino en lo de Arroyo. La Feria, La Romería, La Semana Santa. Y los mercados de ganado que llegaban hasta la Cruz del Prado. Y... y... este paisaje idílico y humilde se fue en un vuelo, en el vuelo de aquel desalmado piloto que abrió brecha de sangre en dos almas inocentes. Después ya se sabe lo que ocurrió en Alcalá; reinó la cultura negra del odio entre personas que compartían un mismo aire y, una misma calle y, una misma luz y la sombra asesina tiñó de sangre el negro de la noche y la blancura de las tapias.
En el bar de la “Playa”, se instaló un altavoz conectado a una radio, donde cada tarde la gente acudía a oír la voz cagalistrosa de Queipo de Llano, dictando el comunicado del día, el parte de guerra de muertos y prisioneros. Y los rojos, entre la maleza del Lario afilando los oídos para poner las barbas a remojar. Toda una secuencia sombría de la guerra que habla por sí sola. Y luego de escuchar la Marcha Real, los alcalaínos se retiraban perplejos a la cama. Y en Alcalá como en el resto de España, el repugnante y agrio arbusto del odio comenzaba a echar ya los primeros pámpanos para el fermento de una uva compartida, pero con sabor a sangre.
Que bien clarito lo pregonaba Luis “El Petróleo”, el repartidor del “ABC” que había llegado por la mañanita en el “Rápido” de Sevilla (El Diario de Cádiz llegaba en el correo por la tarde): “A luchar por la grandeza de España”. “La escalofriante monstruosidad de la canalla marxista”. Pero el otro bando no se dejó mojar la historia. La democracia chocó de lleno con los llamados “valores tradicionales”. Y las urnas de los votos se convirtió en una trinchera.
Fue bueno, bueno fue, que el día que cayeron las bombas sobre Alcalá, el fotógrafo, lo mismo que los cómicos de la Alameda hubiera salido de estampida a la busca de las jaras del monte de Lario. No queremos pegar esa fotografía del avión defecando bombas en el álbum de papel, que bastante mal recuerdo dejó en las entretelas de la memoria. Fue un retrato bien perdido de Alcalá. Bien perdido está. Pero es un retrato, no lo olvidemos, que la historia se empeña en incluir en este “Album de los Vuelos” para que aquella imagen atroz se tenga bien presente. Dice la sabiduría popular y es una verdad como la catedral, que el tiempo no pasa, los que pasamos somos nosotros y, aquella gente de armas tomar, con afición a la sangre, ya pasaron, han ido pasando...

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El tiempo que hará...