miércoles, 18 de abril de 2007

SEPTIMO VUELO DE CUESTA ARANA: Las Estrellas

Cuando lo del fenómeno de las estrellas en Alcalá, fue, según cuentan, poco antes de la bien llamada guerra civil, cuando la República se asfixiaba ya en las cuestas. Ocurrió, que ya con la noche asentada, todas las estrellas del firmamento enloquecieron y exhalaron, sin rumbo, de un lugar para otro. Corrieron (volaron) todas las estrellas del cielo. Por un momento todas las estrellas fueron fugaces. El pueblo de Alcalá, claro está, se echó a la calle para comentar tan extraordinario y sorprendente espectáculo. La fascinación y el temor de ver aquellos veloces trozos de fuego en el cielo oscuro de la noche quedó impresa en la retina de muchos alcalaínos. Tan extraordinario fenómeno, todavía hoy, está por dilucidar. La ciencia cree que al acabamiento de los cometas, se produce en la bóveda celeste tal reguero de estrellas. Aunque hay otras explicaciones científicas, éste suceso celeste continúa siendo un misterio.
Ver una estrella fugaz solitaria es moneda corriente. La rareza es ver en el cielo todas las estrellas removidas como si fuera una traca final de fuegos de artificios. Desde los tiempos antiguos éste fenómeno, éste espectáculo de la naturaleza era incomprensible, suscitaba en el hombre inquietud, miedo a lo desconocido y, hasta pánico en última instancia. Existía el temor infundado que aquélla lluvia de estrellas iban a desprenderse, como gotas de agua sobre la tierra; que aquello no podía ser más que un castigo divino.
La noche en que corrieron las estrellas en Alcalá dicen que la iglesia se puso de bote en bote. Las gentes abandonaron sus casas; los camperos se echaron a la vereda, pensaron que aquello era ya “la fin er mundo”, como decía Rafael “El Gallo”. Porque hay que ver cuanto miedo verdeaba en el cuerpo, cuando en las consejas, de cada día, en la recacha o en la fresquita o, al pie del fogarín, se engordaban los temores más peregrinos, como en la creencia de quien se fijara en una estrella fugaz al ladito mismo tenía la muerte o, aquello otro de que el día de la cometa ponga la cola mirando para abajo no iba a quedar en la tierra ni un cagachín. Y los chiquillos en las noches cuando veían un astro correr se tapaban los ojos y decían: “Dios la guíe”.
Había en Alcalá un hombre, Manolito Cielo –no hay apodo más bello- que sabía contar, mejor que nadie, las estrellas. Que se levantaba cada día con el rumor encendido de las estrellas de tanto como madrugaba; que campaba con su buena estrella debajo del brazo; que fue capaz de coger las estrellas con la mano –porque él mismo fue mecido por una estrella en la cuna del hambre- Manolito Cielo fue capaz de levantarle la voz a una estrella. Manolito Cielo era perito en estrellas. He oído decir que aquel hombre –todo ciencia infusa; era analfabeto- averiguaba con buen tino la dirección de los vientos, observando la noche anterior, el camino que toman las estrellas, las estrellas corridas. Conocía también, de buena ley, los movimientos de la luna, y su influjo sobre las parturientas, la averiguación del sexo de la criatura en camino consistía en indagar si el parto anterior lo tuvo en cuarto creciente o en cuarto menguante: “Cuarto creciente/diferente; cuarto menguante/semejante”. Era la cábala.
Granó también Manolito Cielo buena fama en la ciencia (para él era un arte) de la meteorología: “Llévate el capote mañana al campo”; predicción certera. Se daba aquél hombre de justa estatura que vivía en la calle Peñuela, enfilando el callejón “la Herrá”, más caletre y maña que nadie en eso de las cabañuelas; se sabía, cada mes, guiándose por el tiempo señalado en los doce primeros días del año, o haciendo cálculos supersticiosos sobre las mutaciones atmosféricas ocurridas en los veinticuatro días del mes de Agosto (del año anterior).
Otras de las habilidades celebradas de Manolito Cielo –siendo iletrado como era- es que se sabía uno por uno todos los santos, mártires y vírgenes del almanaque. “Manolito, ¿de quién es el día hoy? La contestación: “De Santa Rita, abogada de lo imposible”. Y así y así se desgranaba la mazorca de maíz.
Manolito Cielo (padre de Juanito Rarro), en la noche estrellada, atendiendo a la situación de la Osa Mayor y la Osa Menor, era capaz de aproximar la hora del reloj, con un margen de error de escasos minutos.
También tenía el hombre mágico de la calle Peñuela su recetario particular para aventar enfermedades y todo un corolario de supersticiones: “Para la diarrea, cáscara de granada; para el humor de la fiebre, raíz de tomate; si cae una mota en un ojo reza: Santa Lucía/pasa por aquí/quítame ésta penita/que tengo aquí”.
Manolito, “¿Qué hay que hacer para que la tormenta se vaya?”. Muy sencillo: “Hacer una cruz de sal”. Y la tormenta traspone. Así, día a día, se encendía el consultorio ambulante de Manolito Cielo (al que una recuerda, entre la neblina de la memoria de un niño de siete años). Tenía el hombre otra habilidad, menos cósmica, más apegada a la tierra: confeccionaba con papel de seda, flores de todos los colores, gustos y tamaños, que exhibía pinchadas sobre el soporte de una patata. De éste modo se aliviaba de la estrechura de los tiempos. En ese vuelo mágico de la rosa de papel a las estrellitas de plata, no se sabía, a ciencia cierta, si las mujeres de Alcalá se adornaban el pelo con una rosa o con una estrella de Manolito Cielo. Era difícil saberlo.
Pero la obra maestra del padre de Juanito Rarro, fue sin duda, una negra adivinación: cuando corrieron las estrellas en Alcalá. Sólo él fue capaz de vislumbrar el significado de aquel fenómeno: la alegoría en el cielo, la metáfora prolongada de haber sabido intuir, predecir, que aquél endiablado vuelo de las estrellas no era más que un aviso, un signo de los trágicos tiempos que se avecinaban. Manolito, ¿porqué corren las estrellas juntas? Y la negra respuesta: “Porque lo mismito que han corrido ellas en el cielo, así vamos a correr nosotros”. Fue así. No se equivocó. El día 18 de Julio de 1936, los españoles, como ocurriera con las estrellas del cielo, corrieron trágicos con el sabor de la sangre de un lugar para otro sin norte, con el sonido de fondo de la pólvora. Este corrimiento de estrellas, nada fugaces, duró nada más y nada menos que tres años. Todavía viven muchas de aquellas estrellas ¿Quién se lo iba a imaginar, ni tan siquiera por el forro?.
Manolito Cielo profetizó la guerra viendo correr las estrellas.
La sacudida más negra que surgió del empozamiento de su mente. La respuesta –como en la canción de Bob Dylan- no estaba en el viento, sino en las estrellas. Los zagales alcalaínos sobrecogidos por aquel alucinante espectáculo de la fuga de las estrellas, desde aquel verano sangriento en los que se enfrentaron los hunos (con hache) con los otros, ya no se atrevieron jamás a preguntar a los mayores que cuando iban a correr otra vez las estrellas.
De vez en cuando, una estrella solitaria y loca, corre en el firmamento. Pero ya todo el mundo sabe que una estrella sola no hace granero. Seguramente, apernacado, en una de esas estrellas fugaces que siempre veremos exhalar en la noche, cabalgue Manolito Cielo, porque hace mucho tiempo que se fue a vivir con ellas.
Se perdió aquel retrato, se voló una noche de levantera, entre la atmósfera oscura; aunque hubiera querido el fotógrafo –por la rapidez de las estrellas- no le hubiera dado tiempo a apretar el botón de la cámara. Mejor así. Bastantes retratos tenemos de los niños, las mujeres y los hombres corriendo en la guerra.
Manolito Cielo, atareado en la industria de una rosa roja de papel, sobre el fondo, la noche apretada, deja al descubierto una lluvia de estrellas fugaces. Que nadie pregunte su significado.

OCTAVO VUELO. LA LEY.

A las claras del día, al despido del lucero matagañanes, los pájaros no vuelan, sino que cantan y cantan: un orfeón. Pero a medida que va madurando la mañana, poco a poco se van convirtiendo en cantaores del flamenco, es decir, sus trinos se vuelven individualistas. Pero hay otros que apuestan por la ley del silencio: callan y van cada uno a su avío. Y hay pájaros tan espabilados, como el cuco, que roban a pico armado el nido a los demás.
Camachito era un hombre de gorrona estatura, cabeza alba y monda y lironda; ojos clareones; pausado en sus movimientos como la manecilla del reloj, pero marcando bien los tiempos; era serio como sentencia y a los chiquillos –como en el poema del Piyayo- su sola estampa les causaba un respeto imponente. A lo mejor fuera por miedo instintivo –como las ovejas del lobo- que a la menudencia le infundía el fragor del uniforme. Gastaba Camachito uniforme verdoso descolorido, tirando a verdín, a légamo de los ríos, señalados entorchados en la bocamanga, botonadura hasta el cuello y gorra de plato sólo para los momentos de aprieto; más tiempo en la percha que en la testa. Camachito era por obra y gracia, el conserje del Ayuntamiento de Alcalá de los Gazules, rango que debía ser para él –por la galanura con que llevaba el uniforme- como un almirantazgo de la Mar Océana.


Camachito tenía una afición rebosada por los pájaros, por atraparlos y meterlos entre rejas. Era el terror y el diluvio universal de los pájaros. El sumo pontífice en eso de cortarles los vuelos a los pájaros. Camachito era la reencarnación de un pájaro, así que, bien listo se tenían que andar los pájaros. Era el Espasa. Se conocía, como el torero, todas las querencias y los terrenos. Le tenía tomada la medida –como el sastre Morilla- al instinto de toda la pajarería reinante. Allí donde los pájaros se descuidaban, acechaba el peligro, detrás de las retamas, adelfas o tarajes. Para los pájaros la sombra de Camachito era alargada. Tenía el hombre su campo de operaciones preferentemente en los márgenes del río Fraja, en las proximidades del puente romano. Para los alcalaínos era como repetido ver al viejo funcionario del Ayuntamiento en plena naturaleza, trazando por aquí y por allí líneas imaginarias por donde, buen seguro, iban a beber los pájaros y el norte de sus vuelos. En eso de cazar pájaros con redes a Camachito nadie le tiraba sopa con hondas, ni le mojaba la oreja. Era el rey.
Los chiquillos miraban a aquél hombrecillo entre el respeto y la envidia: pues sin andarse por las ramas era capaz de apresar a toda una compañía de pájaros con los oficiales y todo, como el que se tomaba un chato de vino en lo de Arroyo. Mientras que los demás, para pescar un gorrión y medio, tenían que ascender a todas las alturas, bucear entre las copas de los árboles con el peligro de la vida.
El ejemplo de Camachito cundía en el ánimo de los niños, que con artes más modestas, la líria, por ejemplo, actividad que requería una buena porción de aplicación y paciencia hasta ver a la víctima, al pájaro pringado, con las patillas pegadas en una rama, revoloteando, inútilmente, como queriéndole arrancar el último suspiro a la libertad. De todas maneras, por negro que se ponga el sol, hay una suerte peor: los pájaros que caen en las perchas. Un consuelo como otro cualquiera. A ver.
Una ley antigua rezaba a la puerta de los Ayuntamientos: “Los hombres de buen corazón deben proteger la vida de los pájaros y favorecer su propagación”. En la puerta de las escuelas figuraba el siguiente cartelito: “Niños no privéis de la libertad a los pájaros, no los martiricéis y no les destruyáis sus nidos. La ley prohibe que se les cace y se le quiten las crías”. (De cinco a diez pesetas por martirizar a un pájaro en la vía pública). Y termina así la ley: “Los pájaros que se apodere la autoridad, tomándolos a los infractores, serán puestos en libertad”. No cayó nunca esa breva para los pájaros que apresó Camachito. La amnistía nunca llegó para ellos. Y la ley apostilla graciosamente para los amantes de la sonrisa: “Se entienden por pájaros todos los animales de pluma y vuelo”. En la ley no ha lugar para la metáfora, por más que un genio de al lado de Florencia (Leonardo) se empeñara en la vigilia de la razón en convertir a los hombres en pájaros.
Camachito y los niños por extensión, fueron fieles incumplidores de la ley de los pájaros. No dejaron, no quisieron dejar volar al pájaro a lo más alto: lo sometieron al sufrimiento de la compañía en la jaula, aunque fuera de su misma naturaleza; no dejaron que pusieran el pico al aire; no respetaron su color y por último no le dejaron cantar suavemente, que son las cinco condiciones, según San Juan de la Cruz, del pájaro solitario. Se inventó antes el pájaro de la jaula. Antes tuvo el hombre que inventar el fuego que cortar de raíz el vuelo de los pájaros.
A pesar de los pesares, Camachito, el liberticida de los pájaros, es imagen y estampa para la nostalgia, que al fin y al cabo se dice que es la rendición ante la apasionante aventura de la vida. Camachito creía, tenía la fe, que apresando pájaros, creaba dentro de su territorio, enmarcado por la soledad, una ilusión permanente de trinos apagados, vuelos recortados en una libertad de agua y alpiste. El conserje del Ayuntamiento, fiel observador del orden vigente, no vulneraba la ley según su entendimiento y voluntades. Su convencimiento de que el pájaro a cubierto, podía ser así mejor protegido de otros peces gordos con alas que parten el bacalao del aire. Una forma de protección más que de proteccionismo. Una filosofía para la discusión, que duda cabe. Prefirió Camachito la jaula de oro para los pájaros, antes de que se bañaran el plumaje en el azogue del río Fraja, en abierta rivalidad con los niños desnudos y furtivos.
“Solo quien ama vuela”, airea el verso de Miguel Hernández, la memoria de Camachito vuela porque amaba los pájaros. Fue niño eterno que cada día subía y bajaba el árbol empinado de la Salada, a la búsqueda del nido, a bucear entre las copas de los árboles reflejados en el río.
Nadie retrató a Camachito, nadie, acechando el vuelo de los pájaros, a la vera del río, como una estatua de viento soplada por la paciencia. La imagen de un viejo cazador incruento, que prefirió saber más de las soledades del pájaro y escucharlo cantar que verlo volar. Una filosofía, un entendimiento, una interpretación de la vida y sus conjuntos.

NOVENO VUELO. El Azar.

Era la primavera porque las parras bravías del Tardal y las higueras de la Coracha reventaban las yemas, los brotes. Las golondrinas con el barro en el pico. Y los naranjos de la Carretera (El Paseo) canosos de azahar. En fin... todos esos fogonazos líricos que enciende el paisaje cuando la primavera habita en los almanaques. Y el sol, como siempre, poniendo punto de referencia en el tiempo y en el espacio a cada encuadre del paisaje alcalaíno.
Después de unos años, uno, el que esto escribe, resolvió dar un paseo por las veredas de la infancia. Me alisté en el complejo proustiano de ir a la búsqueda del tiempo perdido. Aunque a decir verdad somos nosotros los que sobrevolamos sobre el tiempo y no el tiempo sobre nosotros. Los viejos se tienen bien aprendida la lección: el tiempo no vuela los que volamos somos nosotros. Y uno añadiría: con las alas de los recuerdos y los olvidos. ¿Quién no ha escrito alguna vez su memoria en el aire del paisaje de la eterna infancia? ¿Quién no ha volado a los orígenes sin sentir escalofrío en la nuca? Cada uno –es ley de vida- pintó el paisaje a su manera, aunque bajaran el nido del mismo árbol. Los mismos perros y los mismos gatos. Las mismas devociones y los mismos santos. Los mismos mitos. Viento. Aire. Agua. Y el mismo sonido en la fragua. Y las mismas cunitas de Botones. Un vuelo cada año al son de la cuchara animando la lata: “¿Queréis más? : ¡Pues toma ya!”. Parabapachinpachinpachin... Los chiquillos cada feria –por mor de Botones- se permitían reinar por unos minutos en el aire. Que no era poca magia, por lo oscuro que corneaban los tiempos donde ver a un niño encuero y descalzo y llorando por la calle, no era solo la letra, el tinte melodramático de una petenera.
Cuando uno se acuerda de lo que ha vivido, se abruma el pensamiento, porque la emoción corre más pareja por el campo abierto del sentimiento. Las vivencias caen en cascadas. Sólo el temple machadiano avisa a los mareantes: una cosa es el recuerdo y otra, recordar.
Por pura casualidad, he recogido –en mi pase por el pueblo- dos imágenes al vuelo que vienen a sintetizar todo el significado y todo el significante que nutren la barahúnda de recuerdos que le pellizcan a uno las entrañas. Al fin y al cabo la memoria se parece un “jartón” a la cámara fotográfica, que de vez en cuando se dispara para impresionar la fugacidad de un instante. El azar me vino a deparar éstas dos secuencias que tengo ya pegadas en el álbum aéreo de los vuelos.
Primera secuencia. Lugar: Puerta del Sol. Mañana de Levante. Un chiquillo, pelo lezna y crespo, remolino en la coronilla; melleto, mofletes como las cerezas; retostada la piel. Pantaloncillos color caña y camiseta granza; zapatillas de gamuza de color indefinible por castigo de la intemperie. Lloraba el niño a pierna suelta. Lloraba y lloraba. A lágrima batiente. Sin el consuelo de nadie. Como en los versos de Benítez Carrasco: “Cuando me veas llorando/date media vuelta y déjame/llorar hasta no sé cuando”.
Una ráfaga de viento, de viento inoportuno y “malaje”, le había arrancado al niño, entre sus dedos, el hilo coleante de un globo blanco y transparente como una lágrima imponente. Remontó el cielo el globo. Vio el niño, desesperadamente, como el aire se ponía cada vez más alto, hubiera dado en aquel momento, dos, tres, cuatro años de su corta vida ¿toda una vida? –por ser ave de presa- y haber atrapado al vuelo aquel sueño blanco que el viento le había arrancado de las manos. Aquella nubecílla errante y lustrosa que despaciosamente, se perdía entre la atmósfera. Entre lágrimas de rabia e impotencia, el niño vio partir el último sueño, el más flamante de los sueños; la última memoria, el último recuerdo. No lloraba el niño la pérdida del globo, no, -en la tienda hay más globos- lloraba porque ya no podía ser pájaro. El viento, ese viento que tanto pega en la Plaza Alta, le había arrebatado, -por la fuerza- de las manos la última ilusión. Y no había oro para comprarla. Sabía o intuía el niño que nunca tendría ya la fotografía del globo blanco que venía envuelto –como premio- en un caramelo agridulce. Y el mal viento lo abandonó a su suerte, a la solisombra de la suerte.
Segunda secuencia. Lugar: Parque Municipal (El Jardín). Una niña, pelo pan de oro, cinco golpes de calendario; mirada celeste, piel de espuma; vestido verdegay rameteado con florecillas lilas. Zapatitos albos, algo heridos por la puntera. Estaba contenta la niña. Una sonaja. A cada logro, un alborozo. Aunque parezca raro al angelito le divertía un descubrimiento: la fragilidad de un sueño. Cada pompita de jabón que explotaba en el aire le llenada de irrefrenable contento. La chiquilla rubia provista de un pequeño recipiente de agua jabonosa se dedicaba terne, una y otra vez, a reproducir a través de un anillo de plástico de color naranja pompas y más pompas de jabón. Pompitas desiguales y atornasoladas que trepaban, aire arriba, entre la ribera de sombras de la arboleda del parque. Aquéllas pompitas de jabón que fabricaba la niña rajaban el aire humildes y silenciosas. Cada pompa que estallaba en el aire, eran las cuentas del collar de una memoria perdida. Y la niña venga y venga echar pompas de jabón al vuelo. Pompas de jabón al aire hasta que se acabe el agua. La niña tan feliz porque el aire devoraba la trenza de sus sueños.
No es lo mismo la libertad del globo que se escapa, que la libertad consentida de la pompita de jabón. Moraleja que abre un surco de aire cuando recordamos de cuando una vez le pusimos alas de fuego a la memoria y el viento melancólico y cruel arrebató de nuestras manos los días azules de la infancia.
Llegará el día –si no ha llegado- en que el niño del globo y la niña de las pompitas de jabón echen en el saco del olvido estos volátiles sucesos. La pena y la alegría que reinaron una vez en sus semblantes. El aire es el mismo, son los pájaros los que pasan.
No quiso el azar que aquél día de primavera el fotógrafo pasara por allí. No quiso la casualidad. Aunque solo hubiera retratado el alma pasajera de aquellos dos niños que se asomaron con distinta cuchara al balcón del aire: entre la alegría y la pena. Entre una lágrima gigante y una pompita de jabón.
En la honda transparencia del aire, allí hay que buscar las fotografías perdidas de nuestra memoria.

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