Tras los ventanales veía la lluvia caer. El infinito era todo gris y triste. Los cristales se llenaban de vaho y todo parecía triste y melancólico..., como si el tiempo se hubiese detenido. Cuando llovía, lo hacía de verdad. Los pájaros se guarecían bajo el alero de los tejados o entre alguna que otra teja rota.
Sólo se veía por la calle alguna que otra reata de burros acompañada de su amo, envuelto en unos capotes de plástico infinitos y pesados.
Esperábamos, tras nuestra melancolía, que la lluvia escampase para poder hacernos, de nuevo, dueños de la calle. En ella no teníamos competencia alguna. Hoy día, las calles son de los vehículos motorizados; entonces, no.
Mientras aguardaba que la lluvia nos dejara sitio en la calle, nuestro sitio, pensaba en los hombres “sacamantecas”... Nunca lo entendí. ¿Es posible que haya seres humanos que se dediquen a sacar sangre a los niños para luego venderla? No, no me cabía en la cabeza. ¿Estos hombres no tienen hijos? ¿No les da nada matar a una criaturita que nunca ha hecho daño a nadie?
Por lo visto, esos seres temerosos estaban más allá del “Compás” o por detrás del “Lario”. Aquellos eran lugares donde un niño de nuestra edad no podía ir solo. ¡Qué miedo! Nos aterrorizaban con aquellas historias. Al igual que nos decían que por algunas casas del “Lario” había fantasmas. Llevaban sábanas blancas y se movían sin pies, como volando por el aire..., y brujas...
Eran nuestros fantasmas, nuestros miedos; era una forma de delimitar nuestros vuelos y cortar nuestras alas. Porque la calle era nuestra total.
Más de uno y más de dos, casi todos, íbamos con dignidad, con nuestra ropita zurcida y requetezurcida, con remiendos y parches... pero con dignidad. No llevábamos ni marcas ni lujos, sino una posguerra con dignidad.
Y así, íbamos a nuestras calles, que nos parecían muy amplias y sobre ella improvisábamos un campo de fútbol. Nuestros balones, nada de cuero ni de badana, simplemente papeles o trapos liados con cuerdas. Sí, echábamos la tarde. Alguna que otra vez alguien llevaba una pelota de goma y era todo un lujo. El problema de nuestros campos futboleros eran las cuestas. Si alguna de esas pelotas de goma rodaba..., había que ir tras ellas como alma que lleva el diablo. Teníamos que darnos mucha prisa, ya que más de una vez se nos adelantaba un “municipal” y desaparecía...
Otras veces, tanto las pelotas de verdad como las hechas con sucedáneos, se embarcaban en los tejados. Había que ingeniárselas para recuperar tan preciado tesoro: con palos de escoba o con cañas de coger chumbos o unos subidos sobre otros, de mil formas, antes que la pelota quedase en el tejado; esto suponía ir al paro, se acabó el fútbol por el día.
Pero éramos muy felices.
Íbamos tras un aro de metal, muchos de ellos sacados de cubos, y con una “guía”, confeccionada con alambres; con él recorríamos calles tras calles. Había que ser muy diestros para que no se te cayera. Después de mucho aprendizaje, lo conseguíamos... Teníamos hasta feria con cacharritos.
El presupuesto era raquítico, no como ahora, y teníamos que ahorrar y economizar para poder subirte en un u otro, comprar esta o aquella chuchería, o bien, contemplar cómo aquellas escopetas de plomillo o de munición de corcha fallaban. ¿Porqué fallaban tanto si aquellos adultos que disparaban estaban acostumbrados a hacerlo en el campo a conejos, perdices y demás? Luego supe que todas estaban trucadas.
En la feria también se vendían camarones y cangrejos. ¡Cómo aguantaban de un día para otro! Y eso que no había neveras ni frigoríficos. Lo que hacía el “ácido úrico”..., eso es lo que comentaban algunas personas... (¿)
No me acuerdo bien si era en alguna feria o con motivo de alguna fiesta, al oír las campanas de San Jorge abandonábamos toda actividad física y nos dirigíamos a la iglesia a celebrar el mes de María, el mes de las flores. Era una bonita costumbre que nos rompía nuestra rutina y nos sumergía en un mundo ideal, bucólico, angelical. Siempre había flores, muchas flores; de las de verdad, de las que huelen.
También recuerdo los olores de Semana Santa. Olor a cera, a incienso y, sobre todo, a romero. La Parroquia se alfombraba con ramas de romero y dejaba un olor característico que perfumaba todo el templo y te hacía pensar más en el misterio que se celebraba. Y lo que más me llamaba la atención era el silencio. Esos días de Semana Santa se hablaba poco en general, tanto en las calles como en casa; pero donde había silencio sepulcral era en el templo y en la procesión del “silencio”. ¡Qué respeto, qué devoción, cuánto misterio encerraba aquella mudez y aquella admiración y veneración por lo sagrado! El silencio de entonces y la ausencia de ruidos estridentes, nos adentraban más en nuestro interior y nos hacían niños reflexivos, sensibles, con otra conciencia. El ruido de hoy nos aturde, nos atonta y nos hace huir del silencio y de nosotros mismos; como si endureciera la piel de nuestra alma.
Niños felices, con todas las carencias imaginables; pero ricos en imaginación, en ilusiones, en amistades, en recuerdos, en sacrificios. No teníamos casi nada, pero de ahí hemos llegado a tener mucho, por dentro y por fuera. Los niños de hoy viven presos de sus cosas, de sus cacharros, de sus juguetes electrónicos, y no son libres, no son tan alegres ni tan imaginativos, ni tan sacrificados, ni con esa voluntad de hierro con la que nos forjaron...: no saben que hacer y se aburren.
No éramos perfectos, pues también teníamos nuestras cosillas y nuestras travesuras. Alguna que otra bombilla pública caía de alguna pedrada o de una perdigonada, más de uno pudiente se podía tomar el lujo de comprar de vez en cuando un “bisonte” o un “celta”, los demás se “colocaban” fumando hojas de higuera o papel de estraza; papel utilísimo para casi todo: servía para el retrete, para envolverlo todo y hasta para fabricar las pelotas de trapo y de papel.
Niños, al fin y al cabo; pero niños muy felices, sanos, obedientes, respetuosos, educados... Limpios..., hasta que nos duraba el “lavaíllo” que nos dábamos por partes; a plazos, diría yo.
En fin, eran otros tiempos, otros modos, otra “industrialización”, otra educación, otra política... Aquello era otra cosa, y pudimos con todos los obstáculos que nos encontrábamos en el camino. Eran los años cincuenta.
Manuel Jiménez Vargas-Machuca
17 de julio de 2004
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