jueves, 29 de mayo de 2008

MONAGUILLOS

APUNTES HISTORICOS Y DE NUESTRO PATRIMONIO

Cuaderno de Temas Alcalaínos

Septiembre de 1.994


MONAGUILLOS


Manuel Guerra Martínez




Los monaguillos, niños empleados en ayudar a misa y otros ministerios del altar, han sido siempre, una institución, y brotaban de entre las familias allegadas a la Iglesia, “elegidos” por los angelitos, para ayudar al cura, que era elegido por Dios. El oficio de monaguillo era efímero, mientras preparaba una vocación, estudios o un trabajo. El del cura se suponía que era para toda la vida, según había dejado escrito en unos papeles un tal Melquisedech hace ya unos cuantos años. En mi época eran casi todos de la familia de los Barroso y encabezaba la lista Cipriano, seguido de Pepito el de la PACHECA, que era un monaguillo espigado como un junco del río y que se encargaba de encender las velas más altas del altar mayor con la caña y el pabilo lacio y enrollado, mientras Cipriano sacaba las ropas de los cajones para las misas solemnes. El resto éramos un grupo de monaguillos insignificantes que a lo más que llegábamos era a levantarle al oficiante la casulla en el acto del alzamiento, a tocar la campanilla o la carraca, según épocas, cambiar el atril de un lado a otro o a esperar al oficiante en la esquina del altar para el “lavabo inter inocentes” o servirle el vino que después se transformaría en la sangre de Cristo, lo cual te daba derecho, si el cura era poco bebedor, a tomarte el “culo” de la vinajera, no sin antes haberle dado ya “un tiento a la botella” metiendo la cabeza en la alacenilla de la sacristía. Eran los encargados también, de llevar los ciriales y la cruz en las procesiones en las misas solemnes por las naves de la iglesia, entre humos, ceras, cantos y rayos de luz que entraban por las multicolores vidrieras de las ventanas, por donde los cernícalos de la Plaza Alta se asomaban para oír las misas.
Tenían la obligación de asistir a todos los actos que se celebraban en la Iglesia, ya fuera “triduo o quinario, mes o novena, diez domingos o vías crucis” y a veces se concertaban los entierros y las misas de difuntos en función de los monaguillos, porque no se concebía ningún acto religioso sin la representación “pilluelesca” del adorno infantil cubriendo los regastados escalones de mármol del altar mayor.
Los monaguillos tenían derecho a propinas y a “cogotazos” y los días de solemnidad a bollos y chocolate en el Beaterio, donde éramos invitados por la Hermana Mayor que siempre nos regalaba el famoso escapulario de los que la hermana Lourdes hacía, a base de riñas y mal genio, en la portería. Algunos niños y niñas solíamos llevar además del escapulario, una bolsita, con siete granitos de trigo, cosida a un tirante de la camiseta interior, como símbolo de la abundancia, o para recordar las siete plagas que el pueblo de Egipto sufrió para que el faraón aligerase la mano con los israelitas, las siete virtudes, los siete pecados capitales, los siete niños de Écija...¡yo qué sé! que nos colocaban los sábados cuando nos bañábamos en el barreño de cinc y nos cambiábamos la mudita mientras rezábamos aquella de “Bendita sea tu pureza...”
La Iglesia de San Jorge, o la Parroquia, ha sido para Alcalá hasta hace poco el centro de cualquier acto religioso importante. Estaba rodeada de todo el misterio de las cosas grandes cuando éstas se contemplan desde la niñez. Sus tres naves eran desde el recuerdo inmensas, adornada con altares que la circundan a pié de zócalo y con pequeñas capillas que la rodean para terminar en el coro elaborado con una madera seria y sudada del roce de los curas y los no curas. Cuando yo lo conocí era ya más utilizado por los laicos que por los clérigos. Pocas veces lo era en actos religiosos y sus libros de pergaminos gruesos con letras románicas y caracteres gregorianos descansaban alicaídos en el centro del coro sobre el facistol, un atril inmenso del que los chiquillos “se reguindaban” para balancearse mientras salía el cura para la misa. Arriba estaba el “órgano” el bueno, el de fechas muy señaladas, el que cuando lo tocaban sonaba como si sus notas saliesen de paseo a la Plaza Alta, por las misteriosas y deterioradas galerías del viejo castillo. Sultán, que murió de un empacho de manteca, y más tarde Jeromo, finísimo bebedor, eran los encargados de insuflarle aire con la manivela mientras inundaba el altillo de olor a Chiclana, parecía que las notas que Don Arsenio arrancaba con tanto esfuerzo y entrega salían medio borrachas por todo el ámbito de la Iglesia. Hasta las “ánimas benditas” olían a pirriaque.
Los monaguillos hacíamos nuestros pinitos en el pequeño, en el armonio, mientras esperábamos un bautizo o nos repartíamos las “gordas” o las pesetas, las menos, de las propinas.
El armonio era como más juguetón.
-Cuentan algunos que cuando se casó Juan Gutiérrez, “El Lili”, hecho que ocurrió muy de madrugada cuando los gallos aún no se habían cambiado de pata en el palo del gallinero, y después de pasar una noche dedicado a la meditación del sacramento ante una buena caja de “rioja” en la bodega de Andrades, partieron él y sus amigos hacia la Parroquia acompañados del Padre Lara, que también andaba en la vigilia del contrayente. Cuando llegaron a la Iglesia el novio iba más colgado de los brazos de los amigos que por su propio pié. Uno de sus acompañantes se fue hacia el armonio pequeño y se arrancó con la música de “tengo una vaca lechera, que no es una vaca cualquiera...”. Desde el altar el Padre Lara tuvo que increpar al atrevido músico. “Mientras no deje de sonar esa música profana y malintencionada no doy paso a la ceremonia que hasta aquí nos ha traído”.
Entre uno y otro sostenían al novio en el altar mientras el Padre Lara hacía las preguntas de rigor: “Juan Gutiérrez, ¿deseas tomar por esposa a...?”.
No. ¡Cómo que no!; Juan Gutiérrez no se casa, aquí el que se está casando es el “Lili” y si no se casa el “Lili”, Juan Gutiérrez tampoco se casa.
Dicen los que allí estaban que el Padre Lara, comprendiendo la debilidad de la naturaleza humana les echó las bendiciones antes de que la cosa pudiera complicarse más y a fin de que les diera tiempo de coger la Valenciana, que seguramente ya estaría calentando motores en el Paseo Mochales.-
El de arriba apenas existía para nosotros, sólo dejaba oír sus acordes de tarde en tarde, llevado por la mano suave de Don Arsenio, y permanecía y permanece, con su música prisionera esperando tiempos que ya no volverán.
En el reparto de las propinas existía un rito. Se hacía directamente proporcional a la categoría. Normalmente los que más “trincaban” eran Cipriano y Pepito, después venía Bartolo, un servidor, y el resto, si es que había resto para Miguel “el Coli” que con estas “perrerías” siempre estaba protestando, llorando o quejándose al Padre Lara.
Los monaguillos teníamos una fuente regular de ingresos con los Bautizos. Casi siempre se dejaba caer el padre o el padrino con alguna calderilla. Algunas veces la euforia del natalicio eran tan grande que hasta el aire olía a propinas. Otras veces teníamos que ir con la mano extendida, disimuladamente, tirando del pico de la chaqueta al padrino para que éste se dejara caer con algo. Normalmente “voleaban” la calderilla como quién intenta quitarse un montón de moscas de encima, y allí estábamos Bartolo, Miguel y yo, revolcándonos por el suelo, buscando, en la penumbra de la Iglesia las pesetillas, las perras chicas y las gordas que se confundían con los manchones de cera de la solería.
Los bautizos eran lo menos parecido a la entrada jubilosa de un nuevo cristiano en el seno de la iglesia, porque normalmente se celebraban a la caída de la tarde, que en invierno solía ser casi de noche. El cura y los monaguillos esperábamos al niño y a los familiares en la puerta principal, de espaldas a San Antonio (¿), salvo cuando hacía levante, entonces nos lo llevábamos un poquito más adentro, junto a la capilla del Santo Entierro, -el Cristo de Botones-, que estaba más resguardado del ruido del viento y del frío. En el otro lado estaba el crucificado de Don Manuel. Allí empezábamos los aliños del neófito con oraciones en latín, naturalmente. En este punto el niño, casi siempre empezaba a llorar y la madrina intentaba explicar nerviosa al cura que era raro, que el niño era muy bueno y casi nunca lloraba. Se juntaban en aquel rincón, la vida y la muerte en perfecta armonía y las dos iban y venían a cuestas de los demás. En los bautizos había que sincronizar el “batiburrillo” del cura con las respuestas de los monaguillos. La atención era imprescindible para que el VOLO y todo lo demás no se te pasara. Si perdías el engranaje, quedaba feo y la propina se te podía volar fácilmente, porque los padrinos aprovechaban cualquier excusa para hacernos rabiar, y la mejor forma de hacer sufrir a un monaguillo era negándole aquello por lo que había estado luchando toda la vida. LA PROPINA.
En nuestro pueblo hay personas que han bautizado a muchos niños, porque Alcalá siempre ha sido muy aficionado a coleccionar cosas, desde bautizos, sueños y cromos de animalítos de Nestlé. Con esta costumbre, algunas veces el padrino se repetía una y otra vez, cosa nefasta, porque con la rutina se perdía la ilusión y el bautizo se convertía en un trasteo rápido y anodino por parte de todos; hasta el niño mostraba poco interés y algunas veces ni lloraba. El pobrecito parecía que pasaba la vergüenza de tener un padrino con resabio y desganado y que por supuesto no soltaba ni una gorda. De nada servía cantarle aquello de: “padrino, no te lo gastes en vino, gástatelo en galleta, que el niño quiere teta”. Esto lo cantábamos sólo para fastidiar y descargar nuestro instinto propinero, ya que para nuestra edad nada tenían que ver las propinas con las protuberancias mamarias.
¡La miseria y la grandeza de ser monaguillo!.
Menos mal que Miguel Pérez, el sacristán, lo comprendía, quizás porque su familia era vocacionalmente monaguillera, y de vez en cuando sustituía la escasez de propinas con algún regalito que nos levantaba la moral y nos insuflaba ganas de seguir luchando por el bien de la Iglesia y “ad maoirem gloriam Dei”. Este hombre sereno y paciente donde los hubiese, dominaba a los monaguillos con la mirada y se ganaba su confianza a base de “higos pasados” que te regalaba después de haber estado sin despegar la mirada de las llaves de San Pedro, de la cabeza de San Pablo o buscándole al caballo de San Jorge sus “pudentas partes”, durante la función religiosa.
Cuando Miguel Pérez Cubo, nos llevaba a su casa, mejor dicho a su “tienda.bar” para el reparto de los higos, pasábamos un buen rato, mientras nos lo comíamos, mirando los gatos que deambulaban por los alrededores de los barriles pegándoles lametones a los platos que recogían el goteo de las canillas. Los gatos de Juana Barroso, su esposa, que normalmente era la encargada de “despachar” a la clientela y mujer de finísimo humor, no corrían detrás de los ratones sino que jugaban a ellos e incluso compartían el goteo de los barriles.
¡Santo Dios, lo que hace el vino!
Las misas de diez, los domingos, eran verdaderos acontecimientos en la Parroquia. Eran misas familiares. Allí íbamos todos: los tarsicios, los niños de Don Antonio Barroso, –que tenían que ir para verle el color de la ropa al cura porque el lunes te preguntaba-, los de Don Bartolo, las niñas del Beaterio, los niños del Convento... más las madres; y nunca faltaban Dª Isabel Caballero, profesora de Amiga del Carril, ni Dª Antonia Lara, -finísima tejedora de colchas de croché y hermana del cura de su mismo apellido-.
Las misas de la Victoria eran de parejas de novios, de estrenar trajes, de amonestaciones y de personas mayores, y normalmente iban a oír la misa no el sermón, sobre todo los hombres. Cuando el párroco terminaba la lectura del Evangelio, antes de levantar la cabeza del libro, toda la parte posterior de la Iglesia exenta de bancos, que era ocupaba fundamentalmente por los varones, quedaba inmediatamente vacía, quedándose en la Iglesia para la explicación de la palabra solamente las mujeres que sufrían o disfrutaban del estado de ánimo del párroco a través de la predicación. Cuando por ciertas circunstancias el vicario pasaba directamente al ofertorio y se tragaba la homilía, la gente de atrás que había tirado hacia fuera por el instinto del cigarro, rectificaban sobre la marcha, en una media vuelta de rubor y mosqueo. Parecía que el párroco lo hacía algunas veces, para fastidiar a Domínguez, por los engaños que hacía a los monaguillos cuando pasaban la bandeja. Perderse el sermón, no era perderse la misa, rompía o no, según lo ancho de la conciencia, el precepto dominical de “oírla entera todos los domingos y fiestas de guardar”. Si esto ocurría, te veías obligado, lo cual no era muy frecuente, a escuchar con todas las interferencias y ruidos la que transmitían desde la Iglesia de Santo Domingo de Cádiz.
De vez en cuando, allá por la cuaresma, cuando los altares se tapaban todos y parecía la Iglesia una exposición de retales del METRO o de DOMINGUEZ, venían a la Parroquia unos papeles a los que llamábamos “Bula” que costaban seis reales y que comprándolos te permitía, sin pecar “comer carne el tiempos de cuaresma”, siempre que no fuera el Viernes. Mi madre me dejaba los seis reales con la intención de que lo comprara no fuera a ser que tuviéramos la oportunidad de comerla y no estuviésemos preparados cristianamente, pero atribuyéndome unos derechos que la veteranía te concede, a la hora de la verdad, me quedaba con una de las muchísimas hojas que quedaban sin dueño por los bancos y además con los seis reales, así los domingos de cuaresma se convertían para mí en auténticos domingos de feria. Con este dinero me compraba un cigarrito “Reno”, rubio mentolado, en el estanco de “Cotijito propio! y me lo fumaba junto con mi amigo Miguel en el llano del Hoyo. Después nos tirábamos hasta el “Ventorrillo Ortega” oliéndonos las bocas, para ver si el aliento nos podía delatar a nuestros padres. El resto me lo gastaba en “pipitas” que le compraba a Joaquín, el hijo de Joaquina la de los churros, y si me sobraba algo, no sin cierta ayuda de mi ingenio, me iba a la infantil en el Gazul Cinema. Lo mano de esto es que la bula se compraba durante un mes largo al año y el resto te lo tenías que ingeniar para poder entrar en el cine. La verdad es que el Gazul Cinema no tenía yo muchas dificultades para “el cuelo” porque hablaba con Juanito, el empleado, diciéndole que mi padre me había dicho que me colara, y siempre que se lo pedía, no sin antes hacerme un pequeño examen: ¿Cómo se llama el alcalde?, ¿el Juez?, dime la tabla del ocho, ¿Quién es el sumo pontífice?, ¿A qué partido judicial pertenece Alcalá?... Tenía que espabilarme diciendo los nombres de Don Jorge, Don Manuel Ahumada, Juan XXIII y Medina y otras cositas, porque los colaos entrábamos cuando ya estaba empezada la película y algunas veces cuando fallaba alguna pregunta me perdía un rollo. La de veces que tuve que hacerle yo “la pelotilla” a Ríos, a través de la ventanilla, para que me dejara entrar cuando Juan tenía servicio en otra parte del pueblo. Algunos de los chiquillos y no tan chiquillos salíamos del cine con desollones por todas las piernas de las rasquiñas que nos provocaban las malditas chinches que parecían que nos estaban esperando con los brazos abiertos cada vez que entrábamos en el cine. Yo creo que con los colaos eran más agresivas que con los que pagaban, por aquello de que no podíamos protestar.
El cine de Gómez vino más tarde. Aquí en el Andalucía vi, junto a Jaime Cuesta que fue monaguillo una temporada y también vocación perdida y del que recibí yo las primeras inclinaciones eclesiásticas, el estreno del cine con la película “LOS AMANTES DEL DESIERTO” justamente debajo de la máquina de proyección y pasándonos por encima de nuestras cabezas, los rayos luminosos de las espadas, los besos ocultos, las puñaladas y los moros... Jaime me llevaba y me traía a su antojo y yo me dejaba llevar y traer porque en ese tiempo yo quería ser de mayor como Jaime. Había en aquella época un Nuncio en España que venía a llamarse Antoñuti o algo por el estilo. Jaime me veía tan bueno y tan metido en mi papel de monaguillo que me decía y lo decía a todo el que quería oírlo que yo iba a llegar a ser cardenal, como el Nuncio y que me llamaría Monseñor Monolutti. ¡Qué carrerón! El suyo y el mío. Me veía con las manitas juntas, como Isidro Coca saliendo en las estampitas que publicaba el obispado en el día del seminario robando para mí los besos que las niñas depositaban en el monaguillo de escayola de la Victoria, con carita angelical y sonrosada y nadie podía negarse a nada que yo le pidiera, entre otras cosas a jugar al fútbol en la era de Miguel, a bañarme en el río sin que nadie me pegara o tener gorriones en la caja de zapatos sin que mi gata, en cualquier momento de despiste, se los comiera. El dicho “monaguillo tenías que ser para ser pillo” en mí se cumplía a la perfección, como en casi todos... menos en el “Coli” al que su hermana Pepita siempre lo privó de ser un niño malo.
Los monaguillos no estábamos hecho de una pasta especial, aunque a algunos de mis lectores se lo parezca y por eso la Iglesia, nunca ha celebrado un entierro sin luz natural. Quién sabe si esta costumbre ha devenido para quitarle a estos el pellizco negro de la muerte y la manta oscura de los malos sueños. Los entierros eran manifestaciones sociales de dolor, de convivencia, de solidaridad... La gente llana del pueblo, y sobre todo los del campo los aprovechaban para saludarse, intercambiar opiniones... Eran un complemento de los velatorios, más íntimos, más recogidos, donde incluso se repartía café y una copita de vez en cuando, según como fuese de generoso el muerto y la familia. De más de un velatorio ha salido alguien “piripi”. La de cosas que llegaba uno a enterarse allí, estaba yo de invitado a uno de estos una vez y cuando los quejidos y las lágrimas se convirtieron en suspiros y se pudo pasar a la conversación, que más o menos podía ocurrir allá por las dos de la madrugada en adelante, uno de los dolientes, aficionado a la cacería empezó, cuando le tocó su turno, a contar cuando él había ido junto a otro a matar un corzo a la Jarda. Los preparativos, la escopeta, los loberos, la hijuela, el puesto, los perros que se lo llevan y lo traen por la “motilla”, que los oye, que se pierde el latido, que vuelve otra vez y el corzo después de media hora dándoles vueltas al monte entra por donde él había dicho que entraría: “por su sitio”. Lo ve venir, lo sigue con los cañones, le apunta y ... en aquel momento, un pariente de esos que siempre tiene la oportunidad de aparecer cuando menos falta hace, saludó en la puerta mascota en mano y ... el llanto, los abrazos, los gritos de dolor, volvieron de nuevo a inundar la estancia. Todos nos volvimos al recién llegado y mirándolo de arriba abajo lo hubiésemos corrido “a gorrazos” de muy buen grado. El muerto se llevó a la tumba el secreto y nosotros nos quedamos con el regusto amargo de no saber que fue del pobre animal.
La preparación de los entierros llevaba su tiempo.
Normalmente se salía de la Parroquia. La primera parte tenía lugar en la sacristía, donde los curas se revestían con el roquete, la estola y la capa. Se encendían los carbones del incensario en la “trastienda” junto al patio interior y lo terminábamos de animar a golpes de molinillos. Pasábamos a la puerta para desde allí, con el aspersorio, el cubito, la naveta y los demás avíos, arrancar en un desorden jerárquico camino de la casa del difunto. Pepito abriendo camino con la “manga” –tubo negro, gordo y puntiagudo terminado en una cruz-, y los demás con lo que podíamos. La “manga”, los días de levante, que en Alcalá no son pocos, se balanceaba por el empedrado deforme de las calles y Pepito iba y venía, como jugando a una piñata fúnebre, con la sotana a media canilla, habiendo agotado todos los plazos del dobladillo y los calcetines rebozándoles por el boquete anterior de las sandalias. El viento procedente del estrecho, le ponía al cortejo la mano en el pecho y se estrellaba contra los picos de los bonetes que no resistían en la cabeza de los clérigos más que el tiempo de intentar arrancar el vuelo, camino del Prado o del Castillo, según su capricho.
El Padre Barberá, en medio, flanqueado por el Padre Lara y el Padre Quintero. Todos al paso que marcaban los monaguillos. Algunas veces éstos, hartos de la monotonía, se aligeraban y ponían a los curas con medio palmo de lengua fuera, sobre todo en el camino de vuelta, repechando por las cuestas.
Bartolo, Miguel Álvarez y un servidor, seguíamos peleándonos por llevar el cubo del hisopo, el libro de las preces o la naveta, que en esto también había categorías.
Era impresionante cuando el cortejo de monaguillos y curas llegaban a la puerta del difunto. Todos los presentes se llevaban las manos a las gorras o a las mascotas. (Alcalá y Chiclana siempre han sido de los pueblos más gorristas), y destocándose se iba haciendo el silencio en toda la calle. Los familiares, los hombres, llevaban ya en la puerta un buen rato recibiendo los pésames de los acompañantes, puestos en fila, como fichas de dominó, negros y blancos y contando mentalmente los que habían venido y los que no. Los duelos en Alcalá siempre han sido acontecimientos muy serios. Faltar a uno de ellos sin causa justificada, podía y puede devenir todavía, en romper una amistad de toda la vida, y si no romperla, al menos deteriorarla. Esto lo sabe el pueblo y si no hay una razón muy fuerte que lo impida, se cumple. Entre otras cosas porque todos nos conocemos y a pesar de la “mijita” propia de cada uno, nos tenemos un respeto especial, cosa que se demuestra cuando por circunstancias determinadas nos encontramos fuera.
Y además porque como decía Santa Teresa: las penas compartidas son medias penas y la alegría compartida es doble alegría.
Cuando llegábamos al lugar se hacía un silencio frío, se sacaba la caja a la calle y el párroco echaba las bendiciones de rigor y rociaba la caja del difunto y... a todos los que le rodeaban con agua bendita. Apenas el cortejo daba media vuelta, estallaban por una parte en lamentos y lloronas los familiares y en cantos y salmos por otro, el cortejo eclesiástico. Unos y otros se iban separando, como si fuera la muerte y la vida la que en un tira y afloja elástico fuese alejando a los unos de los otros. Se apagaban los lamentos con el inicio de los cánticos y con los olores del incienso cuando empezábamos a entonar, unos pronunciando malamente y otros “haciendo el relleno” para darle cuerpo a los salmos el “dies irae dies irae, calamitatis et miseriae...” A mí, cada vez que oía lo del calamitatis se me metía un pellizco en el corazón que me llevaba encogido hasta la Iglesia. El silencio de la calle se rompía a golpe de incensario y subíamos como un juego por las calles, con el libro, la naveta y ... con las manos chorreando agua del rabo del hisopo. En la Iglesia se volvía de nuevo al responso y desde allí, libres de curas y monaguillos, al cementerio, ya más en familia, donde después de tapar el nicho se recordaba el pésame. Unos por la Coracha y otros por el San José se marchaban a sus casas o a su trabajo o al bar, comentando lo bueno que había sido el difunto y lo bien o mal que había dejado a su familia.
Algunas veces tenía que subir desde la “Victoria” Miguelito, el sobrino de María Ramos, ama de llaves del Padre Barberá, que le hacía la competencia a Santa Lucía, patrona de los ciegos, de lo poquito que veía y el “Troli” un muchacho que se fue al Seminario muy pronto, despertando en su padre una vocación saetera tan grande que destrozaba en la calle los oídos del Nazareno todas las Semanas Santas: Cuando con los años, su hijo perdió la vocación, cosa frágil, etérea y volátil, causó en la garganta de su progenitor un deterioro tal que jamás cantó más saetas ni al Nazareno ni a ninguno de sus parientes. No se sabe si por deterioro de la voz o en señal de reproche al Santoral.
Los entierros de segunda tenían los mismos curas, pero se suprimía el canto, si acaso era el chochantre Cobos el que se encargaba de despacharlos y en la Iglesia no se oía más salmodia que la imprescindible. Los de tercera eran ya cuatro aliños. Lo único que faltaba era que el muerto fuese solo a la Iglesia. Hasta el cura andaba más rápido y el cubo del hisopo se dejaba en la Iglesia con lo cual, la mayoría de las veces había más agua en las manos del managuillo que en su interior, y más de una vez le entraban ganas a éste de sacudírselas delante del féretro, viendo la imposibilidad de sacar agua de donde no la había. El cura más que asperger parecía que amenazaba al féretro y a los presentes con la perindola vacía y agujereada.
Las Novenas eran otra cosa. Para un monaguillo eran más aprovechables, porque nueve días de rosarios y predicaciones dan para mucho. La de la INMACULADA era de una solemnidad extraordinaria. Las monjas del Beaterio nos vestían de azul y algunas veces hasta el obispo llegaba a Alcalá para estas fechas a fin de darle más realce a los actos. Cuando esto ocurría, lo cual no era frecuente, los colegios salíamos a recibirlo a San Antonio y todos rebozábamos alegría porque esa tarde no había clase. Pero la verdad es que el obispo se prodigaba poco, al menos el viejo Don Tomás, y si lo hacía, los monaguillos no lo veíamos. Otra cosa era Don Antonio, con el que tuve el placer de convivir, tiempos después, unas jornadas misioneras en los campos de Alcalá y con el que jugué más de una vez de compañero al “domino” en el CAÑUELO, cerca de Paterna, y a pesar de perder todas las partidas, por más que los hombres del campo se esforzaban para que ganáramos, jamás me dio una voz ni me riñó, cuando tenía motivos sobradísimos para hacerlo.
Moralina: id tomando nota aquellos que patalean, gritan y se malhumoran cuando esperan que le metas el tres uno y le pones el uno cinco.
El mes de Noviembre dedicado a las ANIMAS BENDITAS era de lo más triste, porque todo se reducía a hablar del purgatorio, de lo mal que se estaba en el infierno y lo felices que eran los que estaban en el cielo, mientras contemplábamos de rodillas el retablo de las Ánimas con Dios sobre las nubes, la Virgen, un hermoso querubín amenazando con la espada como un maestro antiguo, impidiendo que las ánimas benditas se moviesen y las caritas de los malos que miraban hacia arriba con sus llamitas y todo, como si esperasen que alguien les echase un cubo de agua, la verdad sea dicha, para estar achicharrándose no tenían muy mal aspecto.
Rosarios, letanías, preces... y mientras nosotros, chupándonos el “fiador del roquete” para hacer más llevadero el acto.
La Iglesia de San Jorge era un hervidero de penitentes y al final a hurtadillas las solteras se acercaban a San Antonio, con insultos y manotazos para encelarle y hacer que este les acarrease novio. Este San Antonio, que no es San Antonio que es San Cristóbal, y que está colocado detrás del coro, mirando a todo el que entra por la puerta principal, ayudaba en lo que podía a veces, y otras parecía que no estaba por la labor del celestineo o hacía oídos sordos a las mocitas, abrumado quizás, por los cantos estentóreos y ultratúmbicos del maestro Cobos. El maestro Cobos garraspeaba los salmos y su voz majestuosa y grave retumbaba por encima de la cabeza de los santos desde el coro hasta el altar mayor, como buscando una escalera mágica e invisible que llevase hasta el cielo, en manojo de preces todo el sentir de la religiosidad del pueblo. Los monaguillos lo imitábamos, pero nuestra voz infantil y torpe se ahogaba cuando intentábamos estirarla por encima de los gastados cuellos de las sotanas. Don Arsenio seguía a su ritmo en el órgano el acompañamiento de los salmos llenando la Iglesia de acordes, melismas y aspergios.
Con la música por una parte, Cobos por otra y el público empujando interiormente, terminábamos como podíamos himnos, salmos y oraciones, entre el humo espeso del incienso y el tembleque asustado de las velas que se colocaban en las veloneras con papelitos colgados donde figuraba el nombre del muerto por el que se ofrecía el acto.
El último día del mes de “ánimas” se ofrecía por los sacerdotes difuntos del pueblo.
La gente quedaba para el acto religioso siguiente y comentaba la figura y elegancia del predicador.
La OCTAVA DEL CORPUS era de una luminosidad extraordinaria. Un canto a la vida, al azul del cielo, a la primavera, a los colores... Algunas mujeres se encargaban de dirigir los cantos y luego pasaban a la sacristía para la copita de vino dulce y los pastelitos.
Cuando una novena era de tronío, venían incluso hasta curas de fuera, señal de que los había y al igual que ahora hay casas que patrocinan programas de TV y radio, también por entonces había piadosas mujeres que con sus limosnas esponsorisaban tríduos, novenas y algún que otro quinario.
Antes de empezar el rosario el cura leía la larga lista de intenciones y antes o después tenían que colaborar, eso si, con la voluntad, lo que aliviaba un poco la onerosa miseria de lo material y ayudaba a los curas a sobrellevar el capricho diario de comida.
En la de los SIETE DOLORES DE SAN JOSE el padre Lara empezaba con aquello de “Oh, castísimo esposo, oh felicísimo patriarca”, con lo que yo me creía que era pariente de Isabelita (La Patriarca), la que me regalaba almendras cada vez que me veía subir por la cuesta del Despeñadero, camino del Beaterio primero y del Convento después, arrastrando a mi hermano Pedro de la mano, porque no quería ir al Colegio.
Las bodas eran acontecimientos donde nos podíamos tirar a muerte en busca de la propina, la firma de los papeles, la euforia de los invitados y tener a los contrayentes en nuestro terreno, la sacristía, ayudaba. Entre todos atosigábamos, unos con la mirada, los mayores y los más pequeños casi con la mano extendida, acorralábamos a los padrinos, invitados y contrayentes y rara era la vez que no diesen al menos para chucherías. Algunas bodas eran tan de tronío que hasta el funcionario del juzgado recogía algo, casi siempre más que nosotros, porque lo nuestro era a repartir, pero al funcionario le podían dar hasta veinte duros y todavía parecía que se merecía más. En cambio, lo nuestro, era porfiado, peleado y algunas veces negado. Cuando parecía que la cosa se presentaba más dura que de costumbre, nos poníamos alrededor de la mesa de “jaspe rojo” de la sacristía y empezábamos, Bartolo por un lado, Pepito por otro y todos por todas partes a estorbar a Ricardo, el fotógrafo y no le dejábamos que se hicieran tranquilamente la foto de la firma.
Era Ricardo entonces, el que con un “DADLE ALGO A ESTAS CRIATURITAS”, hacía que algunos de los presentes se dejase caer con cinco duritos ¡para todos, eh! y hecho esto clareábamos mesa, sacristía y hasta Iglesia con la satisfacción del deber cumplido y con la tranquilidad que le da a uno saber que ha hecho lo que tenía que hacer por duro que esto pareciese.
Cada año y de una forma casi invariable se iban repitiendo los actos, los ritos, las plegarias, los cánticos. Con la celebración del concilio la relación espiritual se fue haciendo más campechana y de familia. Empezábamos a ver la Iglesia como una cosa más de nuestra existencia y le fuimos perdiendo el miedo a Dios y a los santos y todo el latín macarrónico que habíamos aprendido con tanto esfuerzo perdió su valor en un año. Los monaguillos empezamos a sentirnos descontrolados y tuvimos que empezar a prepararnos para tiempos futuros, como casi todos.
El tiempo fue trayendo los almanaques de colores y las hostias recortadas de Medina y nosotros fuimos perdiendo esa inocencia tierna y risueña que hacía que los curas, las monjas, el sacristán y hasta los mismos santos de los altares volviesen la cara ante las travesuras, carreras y disparates de los monaguillos.
Ahora en los tiempos actuales, a este tipo de monaguillos curtidos en mil memorias los han sustituido por otros más serios, más espirituales que entienden casi todo lo que hacen y que pasan por los oficios casi desapercibidos. Ya no hay propinas ni juegos inocentes a hurtadillas, ni las sacristías huelen a manchas de tomate y huevo frito, ni a cera derretida ni el cura tiene a quien reñir. Los “angelitos” no tienen con quien jugar y los santos de puro aburrimiento piden la jubilación anticipada... pero en el fondo “donde haya un monaguillo, siempre habrá una esperanza de futuro para la Iglesia”. AMEN.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Manolo: Te llamo Manolo porque siempre te conoci asi, te felicito por tus comentarios y recuerdos de aquellos años de nuestra infancia y juventud, para mi son inolvidable a pesar de la escasez de tantas cosas, pero ermos felices.
Otra vez felicidaes, pero creo que si se hiciera en capulos, para que no sea tan largo, la mayoria te lo agraderiamos, no es critica es una opinion.

Saludos; Diego Puerto

El tiempo que hará...