Después de unos años, uno, el que esto escribe, resolvió dar un paseo por las veredas de la infancia. Me alisté en el complejo proustiano de ir a la búsqueda del tiempo perdido. Aunque a decir verdad somos nosotros los que sobrevolamos sobre el tiempo y no el tiempo sobre nosotros. Los viejos se tienen bien aprendida la lección: el tiempo no vuela los que volamos somos nosotros. Y uno añadiría: con las alas de los recuerdos y los olvidos. ¿Quién no ha escrito alguna vez su memoria en el aire del paisaje de la eterna infancia? ¿Quién no ha volado a los orígenes sin sentir escalofrío en la nuca? Cada uno –es ley de vida- pintó el paisaje a su manera, aunque bajaran el nido del mismo árbol. Los mismos perros y los mismos gatos. Las mismas devociones y los mismos santos. Los mismos mitos. Viento. Aire. Agua. Y el mismo sonido en la fragua. Y las mismas cunitas de Botones. Un vuelo cada año al son de la cuchara animando la lata: “¿Queréis más? : ¡Pues toma ya!”. Parabapachinpachinpachin... Los chiquillos cada feria –por mor de Botones- se permitían reinar por unos minutos en el aire. Que no era poca magia, por lo oscuro que corneaban los tiempos donde ver a un niño encuero y descalzo y llorando por la calle, no era solo la letra, el tinte melodramático de una petenera.
Cuando uno se acuerda de lo que ha vivido, se abruma el pensamiento, porque la emoción corre más pareja por el campo abierto del sentimiento. Las vivencias caen en cascadas. Sólo el temple machadiano avisa a los mareantes: una cosa es el recuerdo y otra, recordar.
Por pura casualidad, he recogido –en mi pase por el pueblo- dos imágenes al vuelo que vienen a sintetizar todo el significado y todo el significante que nutren la barahúnda de recuerdos que le pellizcan a uno las entrañas. Al fin y al cabo la memoria se parece un “jartón” a la cámara fotográfica, que de vez en cuando se dispara para impresionar la fugacidad de un instante. El azar me vino a deparar éstas dos secuencias que tengo ya pegadas en el álbum aéreo de los vuelos.
Primera secuencia. Lugar: Puerta del Sol. Mañana de Levante. Un chiquillo, pelo lezna y crespo, remolino en la coronilla; melleto, mofletes como las cerezas; retostada la piel. Pantaloncillos color caña y camiseta granza; zapatillas de gamuza de color indefinible por castigo de la intemperie. Lloraba el niño a pierna suelta. Lloraba y lloraba. A lágrima batiente. Sin el consuelo de nadie. Como en los versos de Benítez Carrasco: “Cuando me veas llorando/date media vuelta y déjame/llorar hasta no sé cuando”.
Una ráfaga de viento, de viento inoportuno y “malaje”, le había arrancado al niño, entre sus dedos, el hilo coleante de un globo blanco y transparente como una lágrima imponente. Remontó el cielo el globo. Vio el niño, desesperadamente, como el aire se ponía cada vez más alto, hubiera dado en aquel momento, dos, tres, cuatro años de su corta vida ¿toda una vida? –por ser ave de presa- y haber atrapado al vuelo aquel sueño blanco que el viento le había arrancado de las manos. Aquella nubecílla errante y lustrosa que despaciosamente, se perdía entre la atmósfera. Entre lágrimas de rabia e impotencia, el niño vio partir el último sueño, el más flamante de los sueños; la última memoria, el último recuerdo. No lloraba el niño la pérdida del globo, no, -en la tienda hay más globos- lloraba porque ya no podía ser pájaro. El viento, ese viento que tanto pega en la Plaza Alta, le había arrebatado, -por la fuerza- de las manos la última ilusión. Y no había oro para comprarla. Sabía o intuía el niño que nunca tendría ya la fotografía del globo blanco que venía envuelto –como premio- en un caramelo agridulce. Y el mal viento lo abandonó a su suerte, a la solisombra de la suerte.
Segunda secuencia. Lugar: Parque Municipal (El Jardín). Una niña, pelo pan de oro, cinco golpes de calendario; mirada celeste, piel de espuma; vestido verdegay rameteado con florecillas lilas. Zapatitos albos, algo heridos por la puntera. Estaba contenta la niña. Una sonaja. A cada logro, un alborozo. Aunque parezca raro al angelito le divertía un descubrimiento: la fragilidad de un sueño. Cada pompita de jabón que explotaba en el aire le llenada de irrefrenable contento. La chiquilla rubia provista de un pequeño recipiente de agua jabonosa se dedicaba terne, una y otra vez, a reproducir a través de un anillo de plástico de color naranja pompas y más pompas de jabón. Pompitas desiguales y atornasoladas que trepaban, aire arriba, entre la ribera de sombras de la arboleda del parque. Aquéllas pompitas de jabón que fabricaba la niña rajaban el aire humildes y silenciosas. Cada pompa que estallaba en el aire, eran las cuentas del collar de una memoria perdida. Y la niña venga y venga echar pompas de jabón al vuelo. Pompas de jabón al aire hasta que se acabe el agua. La niña tan feliz porque el aire devoraba la trenza de sus sueños.
No es lo mismo la libertad del globo que se escapa, que la libertad consentida de la pompita de jabón. Moraleja que abre un surco de aire cuando recordamos de cuando una vez le pusimos alas de fuego a la memoria y el viento melancólico y cruel arrebató de nuestras manos los días azules de la infancia.
Llegará el día –si no ha llegado- en que el niño del globo y la niña de las pompitas de jabón echen en el saco del olvido estos volátiles sucesos. La pena y la alegría que reinaron una vez en sus semblantes. El aire es el mismo, son los pájaros los que pasan.
No quiso el azar que aquél día de primavera el fotógrafo pasara por allí. No quiso la casualidad. Aunque solo hubiera retratado el alma pasajera de aquellos dos niños que se asomaron con distinta cuchara al balcón del aire: entre la alegría y la pena. Entre una lágrima gigante y una pompita de jabón.
En la honda transparencia del aire, allí hay que buscar las fotografías perdidas de nuestra memoria.
Jesús Cuesta Arana
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