miércoles, 18 de febrero de 2009

EL TORO "CIRIACO"


Era costumbre inmemorial en Alcalá de los Gazules (que alcanzaron nuestros abuelos, y aun algunos más mozos) el celebrar las grandes solemnidades con festejos de toros al modo popular español antiguo. Así, el antiguo “Sábado de Aleluya”, la Fiesta de San Jorge, Patrono del pueblo (23 de abril) y el día de la Cruz (3 de mayo), se corrían toros de cuerda o gayumbos. Una vez, por ejemplo, los echaron hasta de noche. Y en época más nueva, hemos conocido los encierros de los que iban a servirse en el mercado del día siguiente, haciendo la propaganda a los carniceros y las delicias del pueblo sencillo.
Pero el protagonista del mejor episodio, el que ha quedado para perpetua memoria como el toro más bravo que se ha corrido en el pueblo, fue uno de la vieja ganadería de Don Joaquín Eusebio de Puelles. Aquel toro fue un animal noble y de garbo, de bonita piel, al que los vaqueros y conocedores llamaron indebidamente “Ciriaco”, pues este nombre es más bien de persona que de animal. Pero el pueblo tiene sus gustos...
Fue “lidiado” el Sábado del Aleluya de 1861, después de un emocionante y continuo correr por calles y plazas, arrastrando la soga suelta en que iba amarrado, y dándole los que podían cierto gobierno a su marcha con palos y cordalazos, mientras otros arrojaban piedras y rehiletes desde las rejas. En todos los altos y defensas urbanas (y entonces había muchos “cierros” y ventanas bajas) se encaramaban los vecinos, sin que por lo general nadie se atreviera esa vez a colocarse delante del toro: desde el comienzo se experimentó en la propia carne que era de una casta excepcionalmente pujante. Fuéronle corriendo por delante o por detrás, según el animal movía las orejas o la cola. Y era de ver las caras del vecindario: los había temerosos que huían a mil leguas de los cuernos, felices que bravuconeaban jugándose el tipo, quienes daban de batacazos al mal correr y quienes se asombraban inteligentemente del caso y desde seguro lugar ponderaban la aguja del bicho. El toro bramaba, con un gemido fuerte y espantoso que producía un desasosiego general y, por rebote, brotaban otros muchos gritos de los paisanos alarmados. Entre estos no faltaron unos cuantos marchosos que medio dirigían el espectáculo, gente de armas tomar en la materia, matarifes experimentados o ganaderos de zapatos de vaca llenos de clavos, que resonaban y resbalaban dificultosamente sobre las piedras en las frecuentes arrancadas del toro y consiguientes escapadas de la multitud.
En realidad, no se sabía cual era el mayor peligro, si el arremeter de la fiera o el correr sin tino la atropellada turba, a veces por empinadas cuestas de guijos resbaladizos, salpicadas de desniveles. Había también otro pormenor que estremecía la epidermis de los nerviosos: el cimbrar de la maroma al doblar una esquina, tirando los carniceros por un extremo y el toro por otro. Si el animal enrollaba a su paso cuanto encontraba, la cuerda dejaba sus desconches por doquier, siendo también muy peligroso cogerla y cosa temible pisarla.
Había salido “Ciriaco” del matadero viejo, en la calle de Manuel Mª Espinosa o callejón de la Soledad; se presentó enseguida en la Plaza de San Jorge, y apenas puso las patas en ella cuando dejó tendido a 7 hombres, 7, con heridas más o menos graves. Hubo que tomar precauciones, pero nadie pensaba en retirar a aquel bicho prodigioso. A poco se organizó la muchedumbre en una marcha mitad dramática y mitad festiva, calles abajo, pero los más osados, a más de 40 varas de distancia del animal. Tampoco fue esto suficiente, porque desde las 12 de la mañana en que empezó el recorrido desde la Plaza Alta hasta la alameda de los Pozos, no dejó de haber víctimas del toro y de las caídas ocasionales. “Ciriaco” tenía una agilidad que más parecía de tigre que de toro.
En vista del gran peligro, pudo ser encerrado a las 3 de la tarde en el corral de la Victoria, y una hora después, todavía con un brioso arremeter causador de destrozos en personas y cosas y sin revelar el menor cansancio, lo recondujeron al matadero.
Por una de esas leyes psicológicas que el pueblo tiene, que había sufrido tanto con el toro, se entusiasmó con él. Llegó a pedir al Alcalde que no se matara hasta el día siguiente, para prolongar la fiesta. La primera autoridad municipal así lo concedió.
No digamos nada, pues, de la expectación existente, y de la admiración y sorpresa que causó verlo al otro día tan ágil y valiente como el anterior, no obstante haber perdido el animal las pezuñas y ofrecer huellas de heridas y desgarros en buena parte de su fina lámina. Otra vez, bandadas de mozuelos acompañaron al segundo desfile, tocando caracoles de los que en la montanera se utilizan para llamar a los cerdos, y con esquilas y cencerros, mientras más gordos, mejor (en eso está la gracia). En medio del entusiasmo, se hizo subir a “Ciriaco” el par de escalones de la casa del ganadero, que estaba en Barrio Nuevo, siendo el animal lanceado en el patio con capas, desde las ventanas del piso alto, y sacándose luego al bicho por la puerta falsa, atravesando puertas y corrales.
Días después pusieron a secar y exhibir la piel del toro en la Plaza de la Cruz, frente a la casa del culto doctor don Miguel Centeno. Hombres y mujeres se acercaron a contemplar el despojo; los chiquillos formaron un corro perpetuo a su alrededor, y hasta los azacanes o aguadores detenían los burros, señalando con sus varas aquel “trofeo” glorioso (como ante las ruinas de Sagunto) y exclamaban admirados: -¡La piel de “Ciriaco”!
Esta costumbre del toro de cuerda –un tanto arriesgada y primitiva, hay que reconocerlo- duró en Alcalá hasta fines del siglo pasado, en uno de cuyos años los toros dieron muerte a tres hombres. Era ministro de la Gobernación el señor La Cierva, quien, informado del caso, abolió este espectáculo para siempre. Pero contemos para terminar otra anécdota del género.
Un gayumbo le sirvió en unas elecciones a un conspicuo político local para poder ganarlas. Habiendo requerido la oposición conservadora al notario de Medina, llevaron los liberales del alcalde un novillo que iba a ser sacrificado ante la casa en que se hallaba el buen notario, obligándole a permanecer encerrado más de dos horas, tiempo en que se cerraron los colegios y extendieron las actas sin que la fe pública pudiera presenciar cómo se había guisado el electoral “cocido”. Este notario reclamó, pero es que no era del pueblo de las corridas de cuerda. Aquí nadie denunciaba nada por estos motivos “taurófilos”. Se dio el caso de que, a pesar de quedar algunos tullidos, nadie daba parte al Juzgado ni reclamaba indemnizaciones.
Para colmo, aún causó más extrañeza otra curiosa reacción popular: que, dado el frenesí por esta fiesta, al año siguiente de suprimida, nadie protestó por ello. Claro que algo influyó la “institucionalización” del espectáculo con la creación de nuestra bonita -¡ay!- plaza de toros...
Fernando Toscano de Puelles

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