DECIMOCUARTO VUELO. Angelitos Negros.
Fue una época en blanco y negro, que uno alcanzó a ver de refilón de replegada lenta como una canción de silencio aflojando el sonido en la lejanía, en la traspuesta de un sol plomizo (vaca en brazos) y el candilazo o el mañaneo de unos tiempos con menos humo en el cristal.
El retrato de Alcalá, se pintaba de adoquines y olor a puchero (el que podía) y los pregones de la gente de las huertas por la mañana temprano entre la luna harinada del “mollete que está caliente” y el tufo a café de estraperlo y la campana gorda de la Victoria tocando a misa vespertina. El reloj de la Alameda en su sitio, silencioso, trabajando el tiempo; nunca sonó, nunca tuvo alma de carrillón. Con lo grande que era el reloj y no hablaba y siempre (como el país) con la aguja marcada. Como cántaro roto o “boquín” que se dice aquí (que estorba en todas partes) lo mudaron hasta cuatro veces, para que luego digan que el tiempo no vuela. Era la Alcalá del paseo en el “Control”, del chicoleo inocentón y la carabina acechando con el ojo abierto como la liebre; de noviazgos en el quicio de la puerta, de anuncios por la radio marca Iberia, de los bolos (canica de barro o cristal que venían en las gaseosas); de los trompos, de las púas “zaragañetas” en la fragua del “Cucu”; de los zapatos “Gorilas” y el hornillo de carbón de casa Petronila (en la calle del Sol) y el clareo del infiernillo; de la chavalería jugando a los curas; de las capillitas ambulantes de los santos con las devociones (San Martín de Porres, el Padre Tarín, San Tarsicio, Santa Teresita, la Virgen del Carmen, el Corazón de Jesús). Y la abuela rezando la oración de San Antonio por la pérdida de algo: “Si buscas milagros mira Muerte y honor desterradas/ Miserias y demonios, huidos/ Leprosos y enfermos sanos”, tanto y a lo mejor para que apareciera un dedal. Las barricas de sardinas arenques luciendo como soles plateados a la puerta de las tiendas; el primer anuncio de Coca-Cola en lo de Arroyo. La leyenda fresquita del “maquis” y de sus horrores; del grito tarzanero de los chiquillos en la bravura de las higueras de la Coracha; de las flores artificiales “más bonitas que las de verdad”; de los chistes de toreros y de cuartel; de la poesía en edición popular (Espronceda, Gustavo Adolfo Becquer, Lorca, Rubén Darío, por sólo una peseta en Ediciones Patrióticas); del libro de los enamorados (o del libro de los piropos). Y en los discos dedicados: Valderrama, Príncipe Gitano, Marchena, Paquita Rico, Antoñita Moreno, Carmen Sevilla, Antonio Molina con la “Paloma blanca”, Lola Flores, Canalejas y seguía y seguía la cuerda musical dándole vuelo a la memoria. En fin, toda una crónica de la sentimentalidad al alcance (como el No-do) de todos los alcalaínos, y de vez en cuando, el repaso al álbum familiar. Tiempos de gusanos de seda alimentados por las moreras linderas del cementerio. Y el maestro Don Francisco Requena preguntando:
¿Qué es la aurora boreal?
Y los niños respondiendo:
Lo de aurora, chispa más o menos lo sabemos, lo que no sabemos es lo de boreal.
La tabernilla “El Manicomio” en la calle de la “Salá” (donde hoy está la tienda de Juan Moro) haciendo gala de su nombre, entre el traicionero vinillo de mistela y las aceitunas perrunas de sal (estrategia comerciante para ansiar más la bebida). Y cuando aquello decía aquí estoy yo, “agriado ya el vino”, el asunto se ponía caldeoso y del parlamento espeso se llegaba a las manos y raro era el día en que no tenía que acudir la autoridad.
La Coracha, el Ejido, (el “Lejío”) o la vera del Lario o los alrededores del pueblo eran paisajes escatológicos, soledades propicias para desterrar las miserias humanas y sus olores; el alivio del vientre entre el burladero de las tunas o la sombra apretada de las higueras bravías y los chiquillos cantando el gori-gori: “Mi padre arrendó un cortijo/ lo primero que me dijo/ que al que viera (de) cagar/ le tirara una pedrá”. Y el cagón corriendo con los pantalones hechos una traba.
Era la Alcalá de los diteros con aquellas enciclopedias de trampas debajo del brazo. El olor a berza cocida. De los pobres del “viernes” y de los señoritos en la trasnoche. De la Sección Femenina repartiendo libros y bailes regionales. De los cuarterones de tabaco de “matute” (Montecarlo y Montecristo, a escoger, la buena picadura de Gibraltar); del librito de papel de fumar “Zig-zag” (con la hoja roja avisando el final). Del Ceregumil y Gallina Blanca. De los muñecos de cartón, los recortables, los cromos, de las estampitas de los artistas de cine que venían en las galletas “Artiach” (Gary Cooper, Claudia Cardinale, Marlón Brando, Liz Taylor, la Bardot... una infinidad). Todo venía en los papeles. Todo: Lea “Ondas” (actores y actrices); “Hola” (cotilleo amable); “El Ruedo” (los toros); “Marca” (el fúlbol) y “El Caso” (el crimen). Eran los tiempos de “El Coyote” (un justiciero quijotesco) y “Carpanta” (un muerto de hambre). Del controluz de la moda, la vuelta de la ropa vieja. Y la gente a llorar en el cine de Gómez con la película “¿Dónde vas Alfonso XII?”. Y los No-dos con el vuelo final del águila planeando en el silencio de la penumbra. Y la peripatética imagen de un general bajo palio. El aliciente de la radio y la lotería. Y la matanza del cochino (el que podía). Unos tiempos con orejeras de tosca talabartería. Y el microsurco girando a 45 revoluciones por minuto alzando al aire la memoria musical rompedora del tiempo y su silencio: “Se vive solamente una vez”; “era alto y rubio como la cerveza”; “soy un rayito de luna que alumbra el cementerio”; “Qué felices seremos los dos”; “a la conga del canuto / ahí viene, ahí va”; “Qué lindo es Jalisco”; “recuerdo aquella vez”; “¡Siboney! / yo te quiero / yo me muero / por tu amor”... Mientras tanto (aquí lo ignorábamos por completo) Elvis Presley, un chaval americano de negro tupé cantaba “Heartbreack hotel”. El puente generacional se cuarteaba sin remedio. El “Rock and Roll” ya venía de camino.
Unos tiempos ciertamente grises, velaban la atmósfera alcalaína a la fenecida de los cincuenta y apuntada de los sesenta, “la década mágica”. Una estampa entre el carmín rojo y el velo negro. Entre la alpargata y el zapato de tacón. Entre la sarga y el organdí. Entre la piojera y la colonia. Entre los que comen y los que no comen... La convalecencia de la guerra de los mil días era larga como un día sin pan. En fin, una triste desarmonía de contrarios.
Y uno, el que escribe, que no es viejo, al menos por el momento, vio el recio retrato del chiquillo pelón con mirlo recortado, la ropilla concursida, zapatitos de goma que apestaban más que la madre que los parió; dos velas de moco; desertor de la escuela en la inclemencia de la calle, devorando con los ojillos salpicones un mendrugo de pan a la sombrita de un sol enfermo. Aquél retrato lo vi yo en la Plaza Alta. Un reflejo sin duda en el pozo oscuro de la patética historia más reciente. Se vio claro que Alcalá, la Alcalá de nuestros padres anduvo mucho tiempo bailando con la de los ojos grandes. Y la gente del campo, con sus rabiaderos, a brazo partido con la miseria humana. El “ojirri” de los tiempos mirando a través de un culo de botella.
Y con esto llegó Machín. “Esta noche canta Antonio Machín en el Cine Andalucía”, el clamor popular. Un acontecimiento. El hecho debió ocurrir, según me presta la memoria, a principios de los años sesenta, a tenor de que uno recuerda verse todavía con pantalones cortos (confeccionados en lo de Francisca Pino) tres dedos por encima de la rodilla y la soleada compañía de Rafael Acedo, regordete, (que cada mañana lloviera o tronara redoblaba un tambor imaginario, que imitaba con la voz, en onomatopeya perfecta por la calle de la “Salá” arriba: “Poropón, pon, porrón, pon, porropón”. Y juntos escalábamos el pueblo donde aguardaba el “Convento” y sus maestros, y las banderas al viento y los planetas, los quebrados, el cabo Machichaco y la muerte de José Antonio (y todo ello con la búsqueda furtiva de los nidos de los tordos).
Antonio Machín en Alcalá. El pueblo despoblado. Sólo una función. Los caminos del campo un transfuguismo de ocasión. Las bestias aparejadas; orugas procesionarias. Tres cosas, dicen los antiguos que hacen salir al campesino de su casa: procesiones, toros y personas reales. Y aquél día: Machín también.
Todas las edades se alborotaron la noche de aquél día en que Machín vino a cantar a Alcalá. Las butacas, el anfiteatro y el gallinero del Cine Andalucía a tente bonete. Atmósfera apretada de fiesta. Vaho luminoso en el ambiente. Una escenografía “kitsch” (cursilona) a punto de estallar, a flor de caramelo. Con una especie de fanfarria tropical, salió al escenario el cantante cubano, lento, pausado; maracas en la mano, luciendo un traje café con leche (a tono con la piel) con solapas de raso rojo a juego con el festón en los perniles; pajarita negra y zapato blanco. Su imagen calma contrastaba con el ritmo movido de la orquesta. Frisaba Machín ya los sesenta años (nació en el año I). Antonio Machín, “el de la voz en la radio”, en persona. Silencio y un vago rumor ante la presencia imponente de aquél retrato exótico de color cacao, tirando a índigo; blancura de dientes y ojos; pelambre corta de astracán (todo un puro ricito); afilada la faz y prognato (el mentón como Juan Belmonte), enteco como un pergamino oscuro y con las piernas semejando un alicate –de tanto arqueo-, que hasta por éste motivo uno del gallinero le tiró un chiste chocante de mal gusto. Se oyó el grito de la bastura: “¡Machín que en medio de las piernas te caben una pelea de perros!” Casi todo el mundo rió el exhabrupto menos el cantante cubano que aguantó estoico la embestida chabacana.
Y lo mismo que en los discos, la voz directa de Machín fue sonando un collar de canciones, perla a perla, por los arroyos internos de la sentimentalidad alcalaína:”Yo sé que tienes novio”; “Corazón loco”; “El Manisero”; “Dos Gardenias”; “El compromiso”; “Tengo una debilidad”; “Amar y vivir” y la traca final al coreo del público viniéndose abajo: “¡Machín, Angelitos negros! ¡Angelitos negros! ¡Angelitos negros!”.
Pintor si pintas con amor
porqué desprecias su color
si sabes que en el cielo
también los quiere Dios.
Y remacha el alegato antirracista el negro cubano:
Aunque la Virgen sea blanca
pinta angelitos negros.
Una canción protesta a la que la música ahogó su mensaje. Nadie se había parado a pensar en serio, sino era desde la sensiblería, de la lágrima cocodrila qué demonio era eso del “apartheid”, de la segregación racial. Ni porqué a Murillo, Greco, Velázquez o Zurbarán iluminaron el caletre y tuvieran en estado de gracia de pintar, a los pies o en los rompimientos de gloria, ningún angelito moreno. La iconografía religiosa siempre pintó de blanco.
Cantó Machín en Alcalá y aquella noche todas las campanas sentimentales se echaron al vuelo. Un negro cantando en color (o en colores) en un paisaje de tonalidades grises, pero con la ilusión, toro bravo por dentro, y el imposible olvido de la hiedra negra de la posguerra trepando por el esqueleto de la negra memoria.
Después de una guerra hubo canciones y hasta amanecía en las galerías interiores. Pan y canciones. Pan y Machín “se vive solamente una vez / hay que aprender a querer y a vivir”. Eso mismo. Vamos a tomarnos una copita en lo de Arroyo ya que la veta está “mu” mala. ¡Que sabe Dios cuando vendrá otra vez Machín a Alcalá!
Cuando Curra la “Gitana”, vio el retrato anunciador de Machín a la puerta del Cine, si se calla se ahoga: “Ojú el gachó, es más negro que lo que una lleva sufrío”. Y es que a la morena Curra le sabía la boca a sangre –como a una vieja cantaora de Jerez- cuando se acordaba de lo que había vivido y eso le pasó a muchos alcalaínos, casi a todos ¡Qué importa que los angelitos sean negros!. ¡Qué importan que los angelitos sean blancos!, los angelitos, como las aves, tienen alas: así que vuelen, que vuelen, que no dejen de volar, sin importarles su color.
Fue una época en blanco y negro, que uno alcanzó a ver de refilón de replegada lenta como una canción de silencio aflojando el sonido en la lejanía, en la traspuesta de un sol plomizo (vaca en brazos) y el candilazo o el mañaneo de unos tiempos con menos humo en el cristal.
El retrato de Alcalá, se pintaba de adoquines y olor a puchero (el que podía) y los pregones de la gente de las huertas por la mañana temprano entre la luna harinada del “mollete que está caliente” y el tufo a café de estraperlo y la campana gorda de la Victoria tocando a misa vespertina. El reloj de la Alameda en su sitio, silencioso, trabajando el tiempo; nunca sonó, nunca tuvo alma de carrillón. Con lo grande que era el reloj y no hablaba y siempre (como el país) con la aguja marcada. Como cántaro roto o “boquín” que se dice aquí (que estorba en todas partes) lo mudaron hasta cuatro veces, para que luego digan que el tiempo no vuela. Era la Alcalá del paseo en el “Control”, del chicoleo inocentón y la carabina acechando con el ojo abierto como la liebre; de noviazgos en el quicio de la puerta, de anuncios por la radio marca Iberia, de los bolos (canica de barro o cristal que venían en las gaseosas); de los trompos, de las púas “zaragañetas” en la fragua del “Cucu”; de los zapatos “Gorilas” y el hornillo de carbón de casa Petronila (en la calle del Sol) y el clareo del infiernillo; de la chavalería jugando a los curas; de las capillitas ambulantes de los santos con las devociones (San Martín de Porres, el Padre Tarín, San Tarsicio, Santa Teresita, la Virgen del Carmen, el Corazón de Jesús). Y la abuela rezando la oración de San Antonio por la pérdida de algo: “Si buscas milagros mira Muerte y honor desterradas/ Miserias y demonios, huidos/ Leprosos y enfermos sanos”, tanto y a lo mejor para que apareciera un dedal. Las barricas de sardinas arenques luciendo como soles plateados a la puerta de las tiendas; el primer anuncio de Coca-Cola en lo de Arroyo. La leyenda fresquita del “maquis” y de sus horrores; del grito tarzanero de los chiquillos en la bravura de las higueras de la Coracha; de las flores artificiales “más bonitas que las de verdad”; de los chistes de toreros y de cuartel; de la poesía en edición popular (Espronceda, Gustavo Adolfo Becquer, Lorca, Rubén Darío, por sólo una peseta en Ediciones Patrióticas); del libro de los enamorados (o del libro de los piropos). Y en los discos dedicados: Valderrama, Príncipe Gitano, Marchena, Paquita Rico, Antoñita Moreno, Carmen Sevilla, Antonio Molina con la “Paloma blanca”, Lola Flores, Canalejas y seguía y seguía la cuerda musical dándole vuelo a la memoria. En fin, toda una crónica de la sentimentalidad al alcance (como el No-do) de todos los alcalaínos, y de vez en cuando, el repaso al álbum familiar. Tiempos de gusanos de seda alimentados por las moreras linderas del cementerio. Y el maestro Don Francisco Requena preguntando:
¿Qué es la aurora boreal?
Y los niños respondiendo:
Lo de aurora, chispa más o menos lo sabemos, lo que no sabemos es lo de boreal.
La tabernilla “El Manicomio” en la calle de la “Salá” (donde hoy está la tienda de Juan Moro) haciendo gala de su nombre, entre el traicionero vinillo de mistela y las aceitunas perrunas de sal (estrategia comerciante para ansiar más la bebida). Y cuando aquello decía aquí estoy yo, “agriado ya el vino”, el asunto se ponía caldeoso y del parlamento espeso se llegaba a las manos y raro era el día en que no tenía que acudir la autoridad.
La Coracha, el Ejido, (el “Lejío”) o la vera del Lario o los alrededores del pueblo eran paisajes escatológicos, soledades propicias para desterrar las miserias humanas y sus olores; el alivio del vientre entre el burladero de las tunas o la sombra apretada de las higueras bravías y los chiquillos cantando el gori-gori: “Mi padre arrendó un cortijo/ lo primero que me dijo/ que al que viera (de) cagar/ le tirara una pedrá”. Y el cagón corriendo con los pantalones hechos una traba.
Era la Alcalá de los diteros con aquellas enciclopedias de trampas debajo del brazo. El olor a berza cocida. De los pobres del “viernes” y de los señoritos en la trasnoche. De la Sección Femenina repartiendo libros y bailes regionales. De los cuarterones de tabaco de “matute” (Montecarlo y Montecristo, a escoger, la buena picadura de Gibraltar); del librito de papel de fumar “Zig-zag” (con la hoja roja avisando el final). Del Ceregumil y Gallina Blanca. De los muñecos de cartón, los recortables, los cromos, de las estampitas de los artistas de cine que venían en las galletas “Artiach” (Gary Cooper, Claudia Cardinale, Marlón Brando, Liz Taylor, la Bardot... una infinidad). Todo venía en los papeles. Todo: Lea “Ondas” (actores y actrices); “Hola” (cotilleo amable); “El Ruedo” (los toros); “Marca” (el fúlbol) y “El Caso” (el crimen). Eran los tiempos de “El Coyote” (un justiciero quijotesco) y “Carpanta” (un muerto de hambre). Del controluz de la moda, la vuelta de la ropa vieja. Y la gente a llorar en el cine de Gómez con la película “¿Dónde vas Alfonso XII?”. Y los No-dos con el vuelo final del águila planeando en el silencio de la penumbra. Y la peripatética imagen de un general bajo palio. El aliciente de la radio y la lotería. Y la matanza del cochino (el que podía). Unos tiempos con orejeras de tosca talabartería. Y el microsurco girando a 45 revoluciones por minuto alzando al aire la memoria musical rompedora del tiempo y su silencio: “Se vive solamente una vez”; “era alto y rubio como la cerveza”; “soy un rayito de luna que alumbra el cementerio”; “Qué felices seremos los dos”; “a la conga del canuto / ahí viene, ahí va”; “Qué lindo es Jalisco”; “recuerdo aquella vez”; “¡Siboney! / yo te quiero / yo me muero / por tu amor”... Mientras tanto (aquí lo ignorábamos por completo) Elvis Presley, un chaval americano de negro tupé cantaba “Heartbreack hotel”. El puente generacional se cuarteaba sin remedio. El “Rock and Roll” ya venía de camino.
Unos tiempos ciertamente grises, velaban la atmósfera alcalaína a la fenecida de los cincuenta y apuntada de los sesenta, “la década mágica”. Una estampa entre el carmín rojo y el velo negro. Entre la alpargata y el zapato de tacón. Entre la sarga y el organdí. Entre la piojera y la colonia. Entre los que comen y los que no comen... La convalecencia de la guerra de los mil días era larga como un día sin pan. En fin, una triste desarmonía de contrarios.
Y uno, el que escribe, que no es viejo, al menos por el momento, vio el recio retrato del chiquillo pelón con mirlo recortado, la ropilla concursida, zapatitos de goma que apestaban más que la madre que los parió; dos velas de moco; desertor de la escuela en la inclemencia de la calle, devorando con los ojillos salpicones un mendrugo de pan a la sombrita de un sol enfermo. Aquél retrato lo vi yo en la Plaza Alta. Un reflejo sin duda en el pozo oscuro de la patética historia más reciente. Se vio claro que Alcalá, la Alcalá de nuestros padres anduvo mucho tiempo bailando con la de los ojos grandes. Y la gente del campo, con sus rabiaderos, a brazo partido con la miseria humana. El “ojirri” de los tiempos mirando a través de un culo de botella.
Y con esto llegó Machín. “Esta noche canta Antonio Machín en el Cine Andalucía”, el clamor popular. Un acontecimiento. El hecho debió ocurrir, según me presta la memoria, a principios de los años sesenta, a tenor de que uno recuerda verse todavía con pantalones cortos (confeccionados en lo de Francisca Pino) tres dedos por encima de la rodilla y la soleada compañía de Rafael Acedo, regordete, (que cada mañana lloviera o tronara redoblaba un tambor imaginario, que imitaba con la voz, en onomatopeya perfecta por la calle de la “Salá” arriba: “Poropón, pon, porrón, pon, porropón”. Y juntos escalábamos el pueblo donde aguardaba el “Convento” y sus maestros, y las banderas al viento y los planetas, los quebrados, el cabo Machichaco y la muerte de José Antonio (y todo ello con la búsqueda furtiva de los nidos de los tordos).
Antonio Machín en Alcalá. El pueblo despoblado. Sólo una función. Los caminos del campo un transfuguismo de ocasión. Las bestias aparejadas; orugas procesionarias. Tres cosas, dicen los antiguos que hacen salir al campesino de su casa: procesiones, toros y personas reales. Y aquél día: Machín también.
Todas las edades se alborotaron la noche de aquél día en que Machín vino a cantar a Alcalá. Las butacas, el anfiteatro y el gallinero del Cine Andalucía a tente bonete. Atmósfera apretada de fiesta. Vaho luminoso en el ambiente. Una escenografía “kitsch” (cursilona) a punto de estallar, a flor de caramelo. Con una especie de fanfarria tropical, salió al escenario el cantante cubano, lento, pausado; maracas en la mano, luciendo un traje café con leche (a tono con la piel) con solapas de raso rojo a juego con el festón en los perniles; pajarita negra y zapato blanco. Su imagen calma contrastaba con el ritmo movido de la orquesta. Frisaba Machín ya los sesenta años (nació en el año I). Antonio Machín, “el de la voz en la radio”, en persona. Silencio y un vago rumor ante la presencia imponente de aquél retrato exótico de color cacao, tirando a índigo; blancura de dientes y ojos; pelambre corta de astracán (todo un puro ricito); afilada la faz y prognato (el mentón como Juan Belmonte), enteco como un pergamino oscuro y con las piernas semejando un alicate –de tanto arqueo-, que hasta por éste motivo uno del gallinero le tiró un chiste chocante de mal gusto. Se oyó el grito de la bastura: “¡Machín que en medio de las piernas te caben una pelea de perros!” Casi todo el mundo rió el exhabrupto menos el cantante cubano que aguantó estoico la embestida chabacana.
Y lo mismo que en los discos, la voz directa de Machín fue sonando un collar de canciones, perla a perla, por los arroyos internos de la sentimentalidad alcalaína:”Yo sé que tienes novio”; “Corazón loco”; “El Manisero”; “Dos Gardenias”; “El compromiso”; “Tengo una debilidad”; “Amar y vivir” y la traca final al coreo del público viniéndose abajo: “¡Machín, Angelitos negros! ¡Angelitos negros! ¡Angelitos negros!”.
Pintor si pintas con amor
porqué desprecias su color
si sabes que en el cielo
también los quiere Dios.
Y remacha el alegato antirracista el negro cubano:
Aunque la Virgen sea blanca
pinta angelitos negros.
Una canción protesta a la que la música ahogó su mensaje. Nadie se había parado a pensar en serio, sino era desde la sensiblería, de la lágrima cocodrila qué demonio era eso del “apartheid”, de la segregación racial. Ni porqué a Murillo, Greco, Velázquez o Zurbarán iluminaron el caletre y tuvieran en estado de gracia de pintar, a los pies o en los rompimientos de gloria, ningún angelito moreno. La iconografía religiosa siempre pintó de blanco.
Cantó Machín en Alcalá y aquella noche todas las campanas sentimentales se echaron al vuelo. Un negro cantando en color (o en colores) en un paisaje de tonalidades grises, pero con la ilusión, toro bravo por dentro, y el imposible olvido de la hiedra negra de la posguerra trepando por el esqueleto de la negra memoria.
Después de una guerra hubo canciones y hasta amanecía en las galerías interiores. Pan y canciones. Pan y Machín “se vive solamente una vez / hay que aprender a querer y a vivir”. Eso mismo. Vamos a tomarnos una copita en lo de Arroyo ya que la veta está “mu” mala. ¡Que sabe Dios cuando vendrá otra vez Machín a Alcalá!
Cuando Curra la “Gitana”, vio el retrato anunciador de Machín a la puerta del Cine, si se calla se ahoga: “Ojú el gachó, es más negro que lo que una lleva sufrío”. Y es que a la morena Curra le sabía la boca a sangre –como a una vieja cantaora de Jerez- cuando se acordaba de lo que había vivido y eso le pasó a muchos alcalaínos, casi a todos ¡Qué importa que los angelitos sean negros!. ¡Qué importan que los angelitos sean blancos!, los angelitos, como las aves, tienen alas: así que vuelen, que vuelen, que no dejen de volar, sin importarles su color.
Jesús Cuesta Arana
1 comentarios:
Compruebo con satisfacción que ha mejorado notablemente el formateo de texto en las entradas del blog, aunque podría mejorar aún más si se hiciera uso del texto enriquecido cuando fuera necesario para destacarlas del resto, o sea, convendría resaltar ciertas palabras poniéndolas en negrita o cursiva, según las necesidades, para hacer más agradable la lectura. Otra cosa que habría que evitar es la inexistencia de espacios entre párrafos, lo que hace que salgan pegados unos a otros, esto se puede solucionar facilmente dejando una línea en blanco después de cada párrafo.
El editor de textos de blogger da todas las facilidades para llevar a cabo tales mejoras (lo sé porque escribo uno), no cuesta nada hacerlo y facilitaría bastante la lectura de las extensas entradas que se escriben.
De todas formas, felicidades por el blog y seguid mejorando.
Saludos.
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