“¡Colorao”! –gritó por sorpresa el chaval que estaba a sus espaldas. Inmediatamente, dio un salto, media vuelta y persiguió al que había gritado. Era el juego de los colores. Los cinco chavales a los que tocaba gritar se enfrentaban a otros cinco que estaban de espaldas mirando a la pared. Al oír su color, salía corriendo para tocar al que había gritado, antes de que llegara al refugio señalado en el suelo con un redondel. Los que eran tocados por los enemigos quedaban eliminados. Eran los perdedores y ocupaban el puesto de los que estaban frente a la pared representando un color.
Esa tarde jugaban a los colores en el callejón de Osorio, una calleja sin salida con grandes desniveles, a la que se entraba por la calle la Amiga. Sólo vivían seis vecinos: Mis padres con sus diez hijos, María Pizarro y sus tres hijos, las de Jiménez –tres hermanas solteras-, los de Muñoz con sus hijos, un hombre soltero y los de Colón con varios hijos. Allí daba el corral de su casa con el limonero, la dama de noche y las flores, y allí jugaba con sus amigos.
De pronto, se oyó el ruido del motor de un avión y, a continuación, un zambombazo terrible que los paralizó a todos. A su corta edad, nunca había oído nada igual, ni siquiera los días de tormenta cuando los truenos recorrían el pueblo y hacían temblar la sierra del Lario. Parecía que la explosión se había producido debajo de sus mismos pies. Las madres aparecieron como impulsadas por un mismo resorte: María Pizarro la de los Almagro, cuya casa hacía esquina con la calle la Amiga; la Colona, una familia muy pobre con muchos hijos que vivía en el rincón del callejón; la de Muñoz, que parecían acomodados; el padre de Manolo Mancilla, talabartero situado en la esquina de la calle Real, y Gaspara, su madre, mujer de Patricio Leiva, secretario del Ayuntamiento.
Los cogieron y los metieron en el sótano de los de Muñoz, debajo de las de Jiménez. Colocaron unos colchones en el suelo, les llevaron unos bocadillos y siguieron jugando y saltando hasta que cayeron rendidos. A sus cuatro años no acertaba a comprender lo que había pasado. Aquella noche en sueños oía el zumbido del avión y el tremendo zambombazo. Abría los ojos y sólo veía a los chavales que dormían a su lado. Al levantarse se encontró distinto, como si algo hubiera cambiado, pero no sabía encontrar la razón.
Antes de la bomba, no tenía conciencia de otro acontecimiento que se hubiera grabado en su mente con fuerza. Eso debe ser importante, como el despertar a un mundo nuevo, porque el primer recuerdo nos acompaña toda la vida. Cuando despertó aquella mañana en el sótano, todo le parecía distinto. Comenzó a relacionar y a preguntarse algunas cosas. Ciertamente, tenía conciencia de lo que le rodeaba, pero no lo había identificado nunca, ni le había puesto nombres: su padre, su madre, sus hermanos, sus amigos, su casa, el Beaterio, su pueblo...Desde ese día todo cobró una nueva dimensión, como si las cosas se iluminaran con más viveza. Estaban ahí, pero ocultas en tinieblas sin necesidad de ser reconocidas.
A la mañana siguiente, comenzó a enterarse de cosas. Contaban que unos aviadores italianos habían bombardeado el pueblo por error. Quisieron tirar la bomba sobre Jimena de la Frontera para darle un escarmiento, ya que era uno de los pueblos que más se resistía a aceptar el levantamiento de Franco. Jimena –que significa “la recostada”- está situada a la espalda de Alcalá, entre los picos de la Alcoba y el Jateadero, a caballo de la sierra del Aljibe y Montecoche. Decían que los italianos no conocían bien la zona y confundieron a Alcalá con Jimena. La bomba mató a una familia que vivía cerca de la casa. A media mañana se oyeron unos gritos y dicen que el padre subía la calle de la “Amiga” llevando en sus brazos a una hija pequeña muerta, camino del cuartel de la Guardia Civil, situado a mitad de la calle. En aquellos días se le despertó el sentido de la destrucción, de la guerra, del dolor. Unos niños decían que la bomba la quisieron hacer caer sobre el cuartel de la Guardia Civil, pero eran comentarios de niños mayores.
Aquella experiencia le duró mucho tiempo. Cada vez que aparecía un avión en el cielo de Alcalá, creía que volvería a arrojar una bomba, algo así como cierto recelo de los aviones. Incluso ahora, cuando se ve obligado a realizar un vuelo, surge el recelo y el miedo, como si fueran aparatos preparados para hacer daño.
JUAN LEIVA
Esa tarde jugaban a los colores en el callejón de Osorio, una calleja sin salida con grandes desniveles, a la que se entraba por la calle la Amiga. Sólo vivían seis vecinos: Mis padres con sus diez hijos, María Pizarro y sus tres hijos, las de Jiménez –tres hermanas solteras-, los de Muñoz con sus hijos, un hombre soltero y los de Colón con varios hijos. Allí daba el corral de su casa con el limonero, la dama de noche y las flores, y allí jugaba con sus amigos.
De pronto, se oyó el ruido del motor de un avión y, a continuación, un zambombazo terrible que los paralizó a todos. A su corta edad, nunca había oído nada igual, ni siquiera los días de tormenta cuando los truenos recorrían el pueblo y hacían temblar la sierra del Lario. Parecía que la explosión se había producido debajo de sus mismos pies. Las madres aparecieron como impulsadas por un mismo resorte: María Pizarro la de los Almagro, cuya casa hacía esquina con la calle la Amiga; la Colona, una familia muy pobre con muchos hijos que vivía en el rincón del callejón; la de Muñoz, que parecían acomodados; el padre de Manolo Mancilla, talabartero situado en la esquina de la calle Real, y Gaspara, su madre, mujer de Patricio Leiva, secretario del Ayuntamiento.
Los cogieron y los metieron en el sótano de los de Muñoz, debajo de las de Jiménez. Colocaron unos colchones en el suelo, les llevaron unos bocadillos y siguieron jugando y saltando hasta que cayeron rendidos. A sus cuatro años no acertaba a comprender lo que había pasado. Aquella noche en sueños oía el zumbido del avión y el tremendo zambombazo. Abría los ojos y sólo veía a los chavales que dormían a su lado. Al levantarse se encontró distinto, como si algo hubiera cambiado, pero no sabía encontrar la razón.
Antes de la bomba, no tenía conciencia de otro acontecimiento que se hubiera grabado en su mente con fuerza. Eso debe ser importante, como el despertar a un mundo nuevo, porque el primer recuerdo nos acompaña toda la vida. Cuando despertó aquella mañana en el sótano, todo le parecía distinto. Comenzó a relacionar y a preguntarse algunas cosas. Ciertamente, tenía conciencia de lo que le rodeaba, pero no lo había identificado nunca, ni le había puesto nombres: su padre, su madre, sus hermanos, sus amigos, su casa, el Beaterio, su pueblo...Desde ese día todo cobró una nueva dimensión, como si las cosas se iluminaran con más viveza. Estaban ahí, pero ocultas en tinieblas sin necesidad de ser reconocidas.
A la mañana siguiente, comenzó a enterarse de cosas. Contaban que unos aviadores italianos habían bombardeado el pueblo por error. Quisieron tirar la bomba sobre Jimena de la Frontera para darle un escarmiento, ya que era uno de los pueblos que más se resistía a aceptar el levantamiento de Franco. Jimena –que significa “la recostada”- está situada a la espalda de Alcalá, entre los picos de la Alcoba y el Jateadero, a caballo de la sierra del Aljibe y Montecoche. Decían que los italianos no conocían bien la zona y confundieron a Alcalá con Jimena. La bomba mató a una familia que vivía cerca de la casa. A media mañana se oyeron unos gritos y dicen que el padre subía la calle de la “Amiga” llevando en sus brazos a una hija pequeña muerta, camino del cuartel de la Guardia Civil, situado a mitad de la calle. En aquellos días se le despertó el sentido de la destrucción, de la guerra, del dolor. Unos niños decían que la bomba la quisieron hacer caer sobre el cuartel de la Guardia Civil, pero eran comentarios de niños mayores.
Aquella experiencia le duró mucho tiempo. Cada vez que aparecía un avión en el cielo de Alcalá, creía que volvería a arrojar una bomba, algo así como cierto recelo de los aviones. Incluso ahora, cuando se ve obligado a realizar un vuelo, surge el recelo y el miedo, como si fueran aparatos preparados para hacer daño.
JUAN LEIVA
1 comentarios:
Gracias Juan. No conocía esta historia con tanto detalle.
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