Tenía unos ocho años. Era la posguerra, aquellos años de la hambruna, la década de los 40. Alcalá tenía por aquellos años unos 12.000 habitantes. Pero moría mucha gente, sobre todo niños, y muchos jóvenes no volvieron de la guerra. Los estragos del hambre se ensañaba en los más débiles. Escaseaban los alimentos de primera necesidad. El contrabando y el estraperlo hacían su agosto. Y los sueldos de espárragos, de tagarninas y de la caza furtiva salvaban a muchas familias. Otras tuvieron que emigrar.
Un día le dijo su padre: “Me ha preguntado el padre Manuel si te gustaría ser monaguillo de la Victoria con Manolo Mancilla.” “¡Claro!”, le contestó. “Con Manolo iría a cualquier parte y lo de monaguillo también me gusta.” El padre Manuel sabía lo que le proponía. Por tanto, tendrían que presentarse en la Victoria por la tarde, a la hora del Rosario. La Victoria está a dos pasos de la calle la Amiga, donde él vivía; y de la calle Real, donde vivía Manolo.
El cura era un hombre bueno y joven, aunque su gordura le hacía aparecer mayor. Regentaba la iglesia de la Victoria, antiguo convento de los padres Mínimos, fundados por San Francisco de Paula, ermitaño italiano del siglo XV. El padre Manuel era muy tímido y la gente decía que no predicaba porque le daba miedo equivocarse. Una vez lo obligó a predicar la Hermandad del Nazareno y el buen cura, antes de subir al púlpito, temblaba y sudaba como un condenado.
Se llamaba Manuel Cid Benítez y vivía en las habitaciones del “claustro alto” de la Victoria, con su hermano Pepe Cid y su cuñada. Creo que era natural de Alcalá, pues la gente lo trataba con gran confianza. Las habitaciones del “claustro bajo” las utilizaba para reuniones de Acción Católica. Los arcos del claustro estaban cubiertos de madreselvas y enredaderas. En casi todos los pueblos de Andalucía había un convento de frailes victorios. Decían que el convento de la Victoria de Alcalá, en el siglo XVIII, llegó a tener cerca de treinta frailes. La fama de santo de su fundador había corrido por toda Italia, Francia y España y le seguían muchos jóvenes. Pero la desamortización del ministro Mendizábal en el siglo XIX, cerró todos los conventos que tuvieran menos de 11 frailes.
A la hora del Rosario, ya estaban ellos allí. El padre Manuel les dio un librito para que aprendieran las contestaciones de la misa en latín. Introibo ad altarem Dei./ Ad Deum qui laetificat juventutem meam. Era difícil para ellos, pero le preguntaban la pronunciación, continuamente, al padre Manuel. A la semana, casi lo sabían. A los pocos días, les anunció que aquella tarde, a las 6, habría un entierro. Era un acontecimiento para ellos. Se vistieron con la sotana roja, el roquete blanco y la esclavina “colorá”. El padre Manuel con su sotana negra, roquete blanco, estola y capa negra. Manolo llevaba el hisopo y el cuenco del agua bendita; él, el incensario y la naveta. Esperaron en la puerta de la Victoria.
De pronto, vieron bajar una comitiva que venía de la calle “Los Pozos”. Un hombre traía una caja blanca, que no mediría un metro, en los brazos, acompañado de un grupo de vecinos. Lloraba y prorrumpía lamentos con el nombre del niño. La gente lo acompañaba en absoluto silencio. Las mujeres no asistían a los entierros, se quedaban en la casa acompañadas de las vecinas y rezaban. Era una estampa paradójica ver a un hombre de campo, fuerte y curtido, llorando como un niño, con una caja blanca en los brazos.
Desde aquel día, observó que los entierros de niños eran muy frecuentes. Todo lo contrario de lo que sucede hoy. Algunos niños morían en el parto; otros, de la hambruna; los más, de la enfermedad de la tuberculosis. El remedio de la penicilina, descubierto por Alexander Fleming en 1929, todavía no había llegado a España. Los entierros de niños le sorprendían, porque no se explicaba que muriera un niño de hambre o de tuberculosis o que un hombre llorara.
El padre Manuel le dio una bendición y presidió la comitiva con la cruz y los monaguillos. De vez en cuando, cantaba unos latinajos, mientras subían a la Parroquia de San Jorge. En la Plaza Alta despedía el clero y el duelo. Tomaron el sendero que conducía al cementerio. Era un camino de tierra señalizado por dos hileras de moreras. Los familiares presenciaban el enterramiento y el enterrador lo colocaba en un nicho o en el suelo, según las posibilidades de la familia. Decían que la caja se quedaba allí, pero que el alma del niño se iba a la gloria.
JUAN LEIVA
Un día le dijo su padre: “Me ha preguntado el padre Manuel si te gustaría ser monaguillo de la Victoria con Manolo Mancilla.” “¡Claro!”, le contestó. “Con Manolo iría a cualquier parte y lo de monaguillo también me gusta.” El padre Manuel sabía lo que le proponía. Por tanto, tendrían que presentarse en la Victoria por la tarde, a la hora del Rosario. La Victoria está a dos pasos de la calle la Amiga, donde él vivía; y de la calle Real, donde vivía Manolo.
El cura era un hombre bueno y joven, aunque su gordura le hacía aparecer mayor. Regentaba la iglesia de la Victoria, antiguo convento de los padres Mínimos, fundados por San Francisco de Paula, ermitaño italiano del siglo XV. El padre Manuel era muy tímido y la gente decía que no predicaba porque le daba miedo equivocarse. Una vez lo obligó a predicar la Hermandad del Nazareno y el buen cura, antes de subir al púlpito, temblaba y sudaba como un condenado.
Se llamaba Manuel Cid Benítez y vivía en las habitaciones del “claustro alto” de la Victoria, con su hermano Pepe Cid y su cuñada. Creo que era natural de Alcalá, pues la gente lo trataba con gran confianza. Las habitaciones del “claustro bajo” las utilizaba para reuniones de Acción Católica. Los arcos del claustro estaban cubiertos de madreselvas y enredaderas. En casi todos los pueblos de Andalucía había un convento de frailes victorios. Decían que el convento de la Victoria de Alcalá, en el siglo XVIII, llegó a tener cerca de treinta frailes. La fama de santo de su fundador había corrido por toda Italia, Francia y España y le seguían muchos jóvenes. Pero la desamortización del ministro Mendizábal en el siglo XIX, cerró todos los conventos que tuvieran menos de 11 frailes.
A la hora del Rosario, ya estaban ellos allí. El padre Manuel les dio un librito para que aprendieran las contestaciones de la misa en latín. Introibo ad altarem Dei./ Ad Deum qui laetificat juventutem meam. Era difícil para ellos, pero le preguntaban la pronunciación, continuamente, al padre Manuel. A la semana, casi lo sabían. A los pocos días, les anunció que aquella tarde, a las 6, habría un entierro. Era un acontecimiento para ellos. Se vistieron con la sotana roja, el roquete blanco y la esclavina “colorá”. El padre Manuel con su sotana negra, roquete blanco, estola y capa negra. Manolo llevaba el hisopo y el cuenco del agua bendita; él, el incensario y la naveta. Esperaron en la puerta de la Victoria.
De pronto, vieron bajar una comitiva que venía de la calle “Los Pozos”. Un hombre traía una caja blanca, que no mediría un metro, en los brazos, acompañado de un grupo de vecinos. Lloraba y prorrumpía lamentos con el nombre del niño. La gente lo acompañaba en absoluto silencio. Las mujeres no asistían a los entierros, se quedaban en la casa acompañadas de las vecinas y rezaban. Era una estampa paradójica ver a un hombre de campo, fuerte y curtido, llorando como un niño, con una caja blanca en los brazos.
Desde aquel día, observó que los entierros de niños eran muy frecuentes. Todo lo contrario de lo que sucede hoy. Algunos niños morían en el parto; otros, de la hambruna; los más, de la enfermedad de la tuberculosis. El remedio de la penicilina, descubierto por Alexander Fleming en 1929, todavía no había llegado a España. Los entierros de niños le sorprendían, porque no se explicaba que muriera un niño de hambre o de tuberculosis o que un hombre llorara.
El padre Manuel le dio una bendición y presidió la comitiva con la cruz y los monaguillos. De vez en cuando, cantaba unos latinajos, mientras subían a la Parroquia de San Jorge. En la Plaza Alta despedía el clero y el duelo. Tomaron el sendero que conducía al cementerio. Era un camino de tierra señalizado por dos hileras de moreras. Los familiares presenciaban el enterramiento y el enterrador lo colocaba en un nicho o en el suelo, según las posibilidades de la familia. Decían que la caja se quedaba allí, pero que el alma del niño se iba a la gloria.
JUAN LEIVA
1 comentarios:
Distinguido Andrés Moreno:
Disculpa que contecte mediante comentario, pero no encuentro otra vía.
Quisiera apelar a la solidaridad entre bloggers (yo tengo http://marianodigital.es)para solicitarte que me ayudes a localizar a Andrés Pastor Sánchez, que fue un gran amigo y compañero en el servicio militar en El Aaiún en 1974-1975
Imagina que ya pasa de los 50 años
(quizás tenga 54).
Me encantaría reencontrarle, y en mi blog encontrarás tres mails.
Gracias.
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