domingo, 13 de septiembre de 2009

EVOCACIONES ALCALAÍNAS: 10.- El batallón y los camiones



Aquel batallón de soldados y unos veinte camiones aparecieron en Alcalá como por encanto. Era una flota de unos camiones de color pajizo para el camuflaje. Por aquella fecha sólo había en Alcalá un par de coches y el camión del carbón. Los chavales decían que eran camiones rusos, que los nacionales se lo habían requisado a los “rojos”, pero los mayores aseguraban que eran un regalo de los alemanes. Llamaban la atención y entusiasmaban a todo el mundo: fuertes, de bateas y defensas gruesas, de motores potentes, de ruedas duras casi macizas... Nunca habían visto tantos camiones juntos perfectamente aparcados en La Playa, entre la plaza de toros y el convento de Santo Domingo.

De vez en cuando desaparecían y estaban dos o tres días por ahí. La gente decía que iban al “frente” a llevar comida, armas y refuerzos. Volvían a Alcalá y estaban unos días de descanso, reponiendo los desperfectos, engrasando los motores y llenando los tanques de gasolina. Las jóvenes bajaban por la tarde al paseo de la Playa para ver a los soldados. Los chavales, cuando salían de la escuela, se iban a ver los camiones. El batallón tenía una banda de música y ensayaba con frecuencia. Tocaban para celebrar alguna victoria, una fiesta, algo. Todos esos recuerdos quedaron como en una nebulosa infantil sin claridades.

Un día anunciaron que el sábado por la noche darían un concierto en la Alameda. Alcalá tenía unos 12.000 habitantes y la Alameda se puso de bote en bote. La banda llegó tocando una marcha militar y se paró en el centro de la plaza. Un espectáculo así nunca se había visto en Alcalá. Era una hermosa noche de verano. El director ordenó a los músicos y, a golpe de batuta, iniciaron el “Sitio de Zaragoza”. Aquello ponía los pelos de punta. Las mujeres lloraban, porque muchas tenían los maridos o los hijos en la guerra. Los hombres se refugiaron en la Cervecería, en el bar de los Panaderos, en el de Dominguito, en el de Vicente, en el Central y en el Casino.

De pronto, apareció en el balcón del Ayuntamiento un soldado haciendo un solo de corneta espeluznante. Otro le contestó desde un balcón de enfrente. Y un tercero hacía aspergios y filigranas desde un balcón del casino. Aquello duró más de una hora, pero los mayores no se movían de los poyetes de la alameda, ni los chavales del suelo. Cuando terminó, la gente aplaudía arrebatada por la música, por el embrujo de la noche, por los jóvenes ausentes en la guerra, por la añoranza de los muertos...Y las mocitas miraban a los soldados con cierta complicidad.

Una tarde, al salir del Colegio, los chuiquillos comentaban: “Un camión ruso se ha caído en el arroyo de San Antonio.” Con los portalibros a cuestas, cogieron la calle Real, la Plazuela, la calle las Brozas, la cuesta de San Antonio y llegaron al arroyo. Los soldados impedían la bajada a todo el mundo. Desde arriba veían el arroyo y el camión empotrado en la ribera. Al soldado- chofer del camión no le pasó casi nada, pero el camión quedó destrizado. Lo ataron con unas maromas de acero y otro camión, desde la carretera, tiraba dando unos rugidos tremendos. A los chavales no se les escapaba ningún movimiento. Hasta que no vieron el camión en la carretera, no se marcharon.

Cierto día, sin decir nada, los soldados comenzaron a recoger los petates, a plegar las tiendas de campaña, a guardar los cacharros de cocina y a echarse los fusiles al hombro. La noticia corrió por el pueblo como una mancha de aceite. Aquello fue un jarro de agua fría. El pueblo ya había asumido la presencia de los soldados como algo propio; los chavales perdían su gran entretenimiento y las mocitas veían caer los pétalos de aquellas rosas románticas de los jóvenes soldados. Sólo quedaron unas piezas viejas de los camiones para chatarra. Poco a poco la morriña fue desapareciendo y el pueblo comenzó a encajar el difícil camino de la posguerra.



JUAN LEIVA

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El tiempo que hará...