domingo, 10 de enero de 2010

EL ÁRBOL Y LA VIDA

Los pájaros nunca se pierden en el verano. Aprenden del viento y de los colores. Juegan con las nubes y con los dorados escalofríos de la mañana. Así éramos nosotros. Nosotros fuimos pájaros en un tiempo en el que los vampiros jugueteaban alrededor de las luces medias ciegas de las calles. Yo se que los pájaros nunca se pierden porque como ellos, escuchábamos el lejano fluir de los arroyos abrigados de adelfas y dormían entre los limones dulces de los patios. Fuimos pájaros de las calles en jaulas de profesores de luto, pájaros buscando ojos y espacios por las acequias juguetonas de la infancia. Cada mañana, desnudos, como el frescor del rocío, nos íbamos con el calor de las sábanas metidas en el cuerpo, camino del “cara al sol” pegados a la voz de las banderas y del silbato hostil del pan y la manteca.
La tierra madrugaba a su hora en cada estación en nuestra localidad que era para nosotros todo el universo. Subíamos por sus calles de suave neblina en los inviernos crudos cruzándonos con el rumor de esponjosos pájaros que fabricaban los árboles y las cuestas. El viento a veces nos daba con su cáscara en el rostro y parecía cantarnos en los oídos. Arriba del pueblo estaba la SAFA, el colegio de la Sagrada Familia.
En su patio, en los inviernos, en la infancia más pura y más tierna, éramos manojos de sabañones, de cabrillas y de pantaloncitos cortos, nuestras almas de niños eran alegres como la tierra recién bautizada por la lluvia. Cada estación era una sonrisa y nosotros éramos cada día como las hojas de los almanaques. Éramos vida y sangre presurosa. Allí estaban las palabras, los juegos, los libros y donde están los libros está la libertad.
Y junto a todo eso el árbol de la inocencia, el árbol de los rizos y la memoria.
Un poema en verde, escondido, de futuros poetas del tornillo, la palabra y la honradez y también del tumulto arrollador de los juegos infantiles.
En el trastero de los juegos, enredado entre maderas, tornillos y clavos, en un pequeño arriate estaba “el árbol verde de la inocencia”, un árbol que apuntaba al cielo como la vieja torre apuntaba a los cernícalos. Sorbía su vida en un patio interior donde se cruzaban algo de ruina y algo de futuros proyectos para un colegio que empezaba su andadura como nosotros la nuestra.
Era El Magnolio. Quizás el único árbol de los alrededores, y si no el único sí al menos el más noble y el más derecho.
Era un árbol perdido en un bosque de ideas. Mis ojos lo ven en la distancia pero no registran las heridas infantiles de su tronco, como no registran los huecos muertos de los ventanales de la torre solitaria del campanario donde los cernícalos adoraban al sol largo, desde lo más alto del pueblo. Yo creo que este árbol entró con nosotros en el colegio y se sentiría orgulloso como la nieve en la cumbre, el más alto, el primero, pensando más en las letras menudas de los niños que en los juncos y fresnos soleados de la ribera del Barbate, y si no lo hizo el mismo día, al menos lo podría haber hecho algún otro, buscando el agua de algún pozo perdido, como nosotros buscábamos la leche en polvo recién hecha en el diario amanecer de la luna. Fue creciendo con nosotros, soñaba con nosotros y se alimentaba de nuestras risas y nuestros juegos.
Estaba tras una puerta grande de madera vieja que se abría de vez en cuando para que el director entrara a hacer proyectos de futuro en los espacios de sus alrededores. En cada estación cambiaba de color, desde el florido de la primavera, hasta el gris triste de la bruma de las soledades. Casi a final de curso, solía darnos de vez en cuando sus flores blancas. Solíamos cogerles algunas cuando el maestro se hacía el despistado colándonos como furtivos rayos de luz en el patio de su entretenimiento y la guardábamos en nuestras maletas de madera. Decíamos que eran “flores de un día”. Si la coges hoy morirá mañana, solíamos comentar entre la chiquillería alborotadora de las horas del recreo. Mientras en la clase, América se agrandaba y España se nos llenaba de ríos y montañas la cabeza infantil. La pizarra se enredaba en nuestros cuerpos mostrándonos las consignas y los huesos de los que se componían el cuerpo humano (mientras más grande eras, más huesos tenías…) el cojito de la clase se lamentaba de no poder dar patadas a la pelota y tener que jugar siempre de portero, pero a pesar de todo, el aire estaba en nuestros labios, más puro que el silencio de la madrugada.
Este árbol de la inocencia estaba todo el día mirándonos, a veces cansado y otras pensativo, como un niño desnudo en las tarde de juegos. Aquel Magnolio vivió conmigo dos años. Vio como hice la Primera Comunión, cómo me fotografié en la escalinata de la Iglesia con Los Tarsicios y cómo fui haciéndome monaguillo a través de mi pícara vida infantil.
A mi me fascinaba su manera de crecer, su manera de estar en silencio y su manera de mirar tras la puerta como una criatura curiosa. Pienso que en su pensamiento de árbol, sentiría nostalgia de nuestros juegos y de nuestros murmullos escolares, a las seis de la tarde, cuando sonaba el silbato del Sr. Director y corríamos calle abajo, camino de la merienda y de las golondrinas.
Fue su tronco caliente a mi contacto cuando le arrancábamos alguna flor purísima, un Ángel blanco para un mar de ilusiones y de azules infinitos. Llegábamos a casa, la metíamos en un tarro y esperábamos que la cal infinita de sus pétalos se volviese oscura, como el sueño moruno de los gorriones. Era, como decía nuestro maestro, “la flor que nace y muere en el día”. También nuestra inocencia nacía cada día y moría en cada esquina de los acontecimientos. ¡Eran tan hermosas las tardes de sus pensamientos que aún mastico el tiempo mezclado con humo, visiones y perfumes!
Más tarde supe que aquel colegio, mi colegio, tenía su encanto y me gustaba y eso me trae a la mente el recuerdo y las palabras de un amigo que nos “machacaba” cariñosamente con un tal Juanito de los Ribera, que así se llamaba el compañero que el tiempo pudo poner en mi camino que si no correteó por allí, poco le habría faltado. El que hablaba conocía bien lo que decía porque era de la familia de los que fundaron el colegio, aunque antes de colegio fuera un convento y si yo había llegado a monaguillo y tarsicio… ¿por qué se extrañaban tanto mis amiguitos de que Juanito hubiese llegado a Obispo y a Santo?
Era lo que se llevaba en aquella época en Alcalá. Ahora se lleva otro estilo de vida, más entregada a la socialización y al prójimo por la vía de la política. No cabe duda que la santidad y la política van un tanto unidas. Al menos, eso me ha parecido oírle a una amiga mía, cuyo marido vive de la olla. La mística de la política. Casi nada.
En aquella época, todos nuestros conocimientos y nuestras neuronas, infantiles por supuesto, iban dirigidas al aprendizaje de cosas de la vida… de lo divino y de lo humano, que todo, según parece, va cogido de la mano.
Yo venía del Beaterio, otra institución religiosa, especializada en niñas, aunque siempre tenía unos cuantos “enchufados” que hacíamos el “parvulario migajero” sentado en un banquito al amparo de las monjas, de los escapularios de la Hermana Lourdes, una monja gruñona y regordeta y de las orejas de burro de nuestros castigos. Bartolo Barroso, Jaime Sánchez Elejalde y yo, éramos los que formábamos la “camada” de entonces y quizás algún que otro niño que mi torpe memoria, ahora, no acierto a recordar. Pasé antes por algunas otras escuelas para curtirme en las letras minúsculas, ya que las mayúsculas las teníamos “enrioladas”, pero fue siempre El Convento el colegio que más marcó mi vida en el aspecto de formación integral, quizás porque fue que nos hacía sentirnos ordenados y conjuntados y uno siempre ha defendido que sin orden no hay enseñanza.
Su fila, su consigna diaria, su izada de bandera, su correspondiente canto del Cara al Sol, hoy trasnochados y caducos que nos retrotrae a tiempos pretéritos no deseados, y de vez en cuando algún “koski” que se escapaba, sin querer, de la mano de algún pedagogo, pero eso a la vejez podemos decir que eran como recortes de hostias. Menos mal que jamás recibimos las hostias enteras.
La vida da las vueltas que el destino abarca con sus brazos. Lo mismo que se van los pájaros en otoño, también se van los tiempos y las palabras, las auroras y los amaneceres. Todo ocurría como si nada fuera igual de un día para otro. Una mañana era la leche en polvo para los niños de la posguerra y la alpargata, otro la mantequilla americana y eso, en todas las hojas del calendario y de todos los rocíos, hasta donde podía llegar el angustioso pájaro de la miseria y la caridad. Aquel tenía un componente de mano generosa y alboroto inocente de bocas desnutridas. Pero, lo que es la vida, al no conocer nada más que la miseria y la necesidad, éramos felices, ya vendría el “sabio” de turno y nos lanzaría aquello de que “no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita”. ¡Cuánto nos hubiera gustado saborear la flor de los almendros y los besos perfumados del pan blanco!
Yo aprendía a leer en la zapatería de mis abuelos, ya me desenvolvía con las letras cuando llegué allí, pero creo que fue entre aquellas cuatro paredes donde empecé a aficionarme a la escritura. La escritura eran las cartas de amor que se enviaban a los soldados o los pedidos de material que hacía mi abuelo para abastecer la zapatería, la radio no daba para mucho y sólo conocía los libros de Aguilar, Álvarez y los cuadernos de raya que comprábamos en lo de Marujita Maura, en la Plazuela, en los que hacíamos de nuestro pulso una religión así como el lápiz, la goma y algún tintero perdido de algún amigo o familiar. Mi tintero, mi primer tintero, fue un regalo de doña María, una señora que me apreciaba y me quería y que se dejó caer en mi Primera Comunión con una pluma comprada y con un tintero Pelikán, azul marino, cuando en realidad lo que tenía que haber hecho era haberme regalado “un duro” como hacía todo el mundo cuando se hacía la Primera Comunión.
Siempre pensé que llegaría a ser escritor y lo adiviné en El Convento, en la SAFA, como se decía así, más en familia. Y lo averigüé no porque en mi casa se hubiese visto un ambiente de continua lectura y donde los libros se amontonaban en los corredores de las habitaciones y nos impedía pasar de un sitio a otro, como se suele decir, para darle interés cultural a la cosa.
Mi padre sólo leía libros de Julio Verne y el libro Corazón, que andaba por la casa como tantos papeles de envolver. Mi madre con el “embarazo” de mis hermanos siempre estaba liada con los cuentos de Sissi entre las manos… pero descubrí allí que llegaría a ser escritor… que a lo mejor no alcanzaría la fama con las letras, pero que sería feliz teniendo una pluma y un papel entre mis manos y eso lo aprendí, no como otros, leyendo a Homero, ni a Cervantes o al infinito y delicado Horacio, por citar algunos. Todos genios de la pluma y la palabra.
Yo diría que mi inclinación a la pluma me salió del Convento por algo más prosaico y vulgar. Yo supe que sería escritor, aunque fuera para mi intimidad, por la de veces que tuve que escribir, apoyado en los escalones de la escalera, eso tan poético como es “DEBO ESTAR CALLADO EN CLASE”.
Era un época donde los sistemas pedagógicos no estaban basados precisamente en la deducción, en el razonamiento, copiar era uno de los males menores que te podía ocurrir. He oído tantas veces eso de que la letra con sangre entra, que a veces hasta me parecía que “las tortas” eran mensajes sacados de la Pasión de Cristo. Por el coscorrón se redime la ignorancia… máxima pedagógica o complejo vitamínico para enderezar el lápiz y sacar a relucir lo mejor de tus letras. “La letra de los domingos”.
Tras “la flor de la inocencia” estaban encerrados muchísimos secretos infantiles, niños que tuvieron la oportunidad, casi única en su vida, de poder leer, escribir y rezar, aunque no se supiera bien que es lo que se decía, de saber que Hungría estaba siendo machacada por los que entonces eran los malos, todos queríamos ser amiguitos de un niño húngaro y rezábamos y rezábamos por la paz de Hungría. En realidad rezábamos por nosotros sin saberlo.
Nos encontrábamos a veces desnudos de palabras, intentando arrancarle a nuestros dedos lo mejor de nuestras caligrafías para que el maestro te eligiera y poder estampar tu tarea de clase en el cielo futuro de nuestras glorias en el cuaderno oficial, el que se le enseñaba al Sr. Inspector en las visitas escolares para gloria del maestro. Si lo hacías bien el maestro te felicitaba y ese día crecías un poco más. Cuando el maestro me eligió un día para tan alto honor, creo que crecí al menos dos dedos, pero ¡ay de mí!, cuando le eché dos borrones al dictado, esos dos dedos desaparecieron con ellos, dos de los que la naturaleza me había hecho crecer a base de “puchero y pringada”.
Después aprendí que un maestro podía enseñar cosas, pero no podía obligar a aprender, que la cultura y la enseñanza son como la vida, te la pueden dar, pero nadie puede vivirla para ti. Podían hablarnos de metas altas, pero no podían lograrlas para nosotros… Así era la SAFA, un colegio que no fue una universidad, pero siempre fue un semillero de chicos trabajadores, un colegio que sin quererlo o queriéndolo, quién lo sabe, que los jesuitas son muy listos, abrió puertas a infinidad de niños, unos a Andujar y otros a Úbeda, a las calenturientas tierras de Jaén, donde el olivo y los talleres han fabricado voluntades humanas, eso que tan “eufemísticamente” se dice hoy: “Buena gente”, los mismos que nos sentamos cada mes de Agosto en el patio de nuestro colegio a recordar y degustar el menú tradicional que Diego Mateo o Ángel Pizarro nos despacha. Y dicho en honor a la verdad, cada año se esmeran un poco más, que todo hay que decirlo.
Todos le debemos algo al Convento, porque desde el alumnado pasamos con el tiempo a la amistad personal de algunos profesores y he tenido la curiosa impresión que en cada época de mi vida el Convento o colegio de la SAFA se cruzaba en mi camino.
Desde el noviazgo de don Fernando Otálora con doña Paquita, pelando la pava, entre clase y clase, entre explicaciones y ejercicios hasta compartir después con ella asignatura y clase ya siendo profesor. Compartir con su marido colegio cuando era Director en el Villoslada de Cádiz y hasta casarme el cura, casi familia suya, que tuvo la delicadeza de buscarme porque me había perdido, no aparecer hasta momentos antes de la ceremonia. Compartir casi mesa con don José Palomino en trabajo, él en labores de inspección y yo en el internado de la Diputación, salir a tomar café, esperarlo en el bar para hablar de nuestras cosas. A Pepe Arjona, antiguo don José, de conversación agradable, sonrisa misteriosa y de pluma exquisita.
Hoy sigo viendo a los viejos y no tan viejos profesores. Algunos han cambiado de vida y de destino, otros ya no viven, pero los que permanecen en nuestras mentes, y son todos, disfrutan del cariño de los que un día estuvimos en sus manos pedagógicas.
Por todo ello, en este aniversario y casi como representación de muchos que no están, yo hoy le doy las gracias. Al fin y al cabo no hago nada más que devolverles un poco de lo mucho que ellos nos entregaron a nosotros.



Manuel Guerra Martínez
Antiguo Alumno de la Sa.Fa.
Alcalá de los Gazules, 17 de Enero de 2005.

3 comentarios:

Andrés Moreno Camacho dijo...

Este artículo se publica como homenaje a todos los que han pasado por el "Convento", donde nos educaron en valores. El 17 de Enero de 2010 se conmemora el 55 aniversario de la creación del centro Sa.Fa. en Alcalá de los Gazules. ¡¡¡FELICIDADES!!!

Juan Bosco dijo...

En primer lugar felicitar en tu persona a todos los que directa o indirectamente han (hemos) estado en contacto con "El Convento", o sea, la SAFA, por los primeros 55 años de su presencia y labor en Alcalá.

Asociación Ant. Alumnos dijo...

La Asociación de Antiguos Alumnos de las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia, de Alcalá de los Gazules, quiere felicitar a la Fundación Sa.Fa. por la magnífica labor realizada en nuestro pueblo a favor de la enseñanza, durante estos 55 años de existencia.
Lo hacemos extensivo a todos los Directores, Profesores y Personal de Servicios. Deseamos que sigais con ese mismo espíritu de servicio para seguir educando en nuestro pueblo a todos los que se vayan incorporando al Centro.

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