25.- Antonio Camacho Mejías, “Camachito”
“Papá, ahí está Camacho con el periódico y las cartas.” Puntualmente, a eso de las tres de la tarde, llegaba Camacho todos los días con el periódico y la correspondencia. Su hermano Pepe y él se peleaban por recoger las cartas y el Diario. “Camachito” había entrado en nuestra vida como uno de la familia. Su perenne sonrisa, sus caricias y sus inocentes bromas nos cautivaban. Siempre nos daba una sorpresa con un caramelo, un bolindre o un sello, porque sabía que los coleccionábamos.
Antonio Camacho Mejías, “Camachito”, era el conserje del Ayuntamiento. Como tal, el hombre de confianza de su padre, por aquel entonces secretario del Consistorio; sus pies y sus manos. Siempre iba uniformado, con el mismo traje y la misma gorra de plato. Su bondad y su discreción se ganaban a todo el mundo. Era el parachoque de la gente que tenían que gestionar algo en el Ayuntamiento y llegaban con la escopeta cargada.
Aquellas décadas de los 30 y de los 40 eran malos. Aún se arrastraban recelos, desconfianza y hambre. La gente temía a las ventanillas de las instituciones públicas, porque los modos no eran buenos. Encontrarse con “Camachito” en la puerta del Ayuntamiento valía una fortuna. Allanaba los caminos y ayudaba a todo el mundo a su manera. Era un hombre bueno en el mejor sentido de la palabra.
Una vez les trajo un jilguero en una jaula pequeñita. Cristóbal, el hermano mayor, era muy aficionado a los pajarillos canoros y tenía en el corral un cobertizo donde cultivaba canarios, verdones y jilgueros. El canario enseñaba a las otras aves a cantar. Esa afición le acompañaría toda su vida. Sabía que el más armonioso era el canario y que se podían hacer hasta más de 50 cruces con castas que variaban de tamaño y de color. Fue tan experto en canaricultura que escribía en revistas especializadas y presidía concursos de cantes de canarios.
En aquellos tiempos, Alcalá era un auténtico parque de aves canoras. Bandadas de jilgueros, verdones, pinzones, verderones, pardillos, lúganos, ruiseñores, currucas, cucujás, petirrojos y un largo etcétera cruzaban los cielos de Alcalá desde el “Prao” hasta el Lario y los Alcornocales. Era rara la casa donde no había jaulas con pajarillos canoros. Para los chavales constituía una afición innata, ya que el entorno contagiaba de aves de un ecosistema abierto a la naturaleza. En los patios de las casas, cada mañana organizaban una auténtica algarabía.
Pero, en su caso, cree que fue “Camachito” el que lo inició en el cultivo de las avecillas canoras. Cuando venía a traer el periódico y el correo, le enseñaban el jilguero que les regaló. Él se reía de felicidad, porque lo suyo era hacer feliz a todo el que se rozaba con él. En la década de los 60 volvió por Alcalá y lo vio. Era la misma imagen que él llevaba colgada en su mente de forma perenne desde los diez años.
Iba tocado con su inseparable gorra de plato identificada con el escudo del Ayuntamiento de Alcalá. Sus ojos sonrientes no habían desechado cierta melancolía que siempre tuvo. Yo creo que era un hálito de fidelidad que nunca le abandonó, fuera del color que fuera el gobernante de turno. Su camisa de blanco impecable y su corbata negra de cortesía funcionarial, con su traje gris oscuro de conserje discreto y formal. Le pareció que no habían pasado los años por él. Apenas hablamos, pero no dejó de sonreír durante todo el encuentro, como lo había hecho toda la vida. Un alcalaíno cabal.
Tiene que ir un día al cementerio de Alcalá, buscar el nicho 162, situado en el bloque nº 8, del primer patio, y dar con la lápida cuya inscripción dice: “Antonio Camacho Mejías. Falleció el día 31 de agosto de 1971. Tu familia no te olvida.” Pero los que tuvieron la suerte de cruzarse en tu camino, tampoco.
JUAN LEIVA
“Papá, ahí está Camacho con el periódico y las cartas.” Puntualmente, a eso de las tres de la tarde, llegaba Camacho todos los días con el periódico y la correspondencia. Su hermano Pepe y él se peleaban por recoger las cartas y el Diario. “Camachito” había entrado en nuestra vida como uno de la familia. Su perenne sonrisa, sus caricias y sus inocentes bromas nos cautivaban. Siempre nos daba una sorpresa con un caramelo, un bolindre o un sello, porque sabía que los coleccionábamos.
Antonio Camacho Mejías, “Camachito”, era el conserje del Ayuntamiento. Como tal, el hombre de confianza de su padre, por aquel entonces secretario del Consistorio; sus pies y sus manos. Siempre iba uniformado, con el mismo traje y la misma gorra de plato. Su bondad y su discreción se ganaban a todo el mundo. Era el parachoque de la gente que tenían que gestionar algo en el Ayuntamiento y llegaban con la escopeta cargada.
Aquellas décadas de los 30 y de los 40 eran malos. Aún se arrastraban recelos, desconfianza y hambre. La gente temía a las ventanillas de las instituciones públicas, porque los modos no eran buenos. Encontrarse con “Camachito” en la puerta del Ayuntamiento valía una fortuna. Allanaba los caminos y ayudaba a todo el mundo a su manera. Era un hombre bueno en el mejor sentido de la palabra.
Una vez les trajo un jilguero en una jaula pequeñita. Cristóbal, el hermano mayor, era muy aficionado a los pajarillos canoros y tenía en el corral un cobertizo donde cultivaba canarios, verdones y jilgueros. El canario enseñaba a las otras aves a cantar. Esa afición le acompañaría toda su vida. Sabía que el más armonioso era el canario y que se podían hacer hasta más de 50 cruces con castas que variaban de tamaño y de color. Fue tan experto en canaricultura que escribía en revistas especializadas y presidía concursos de cantes de canarios.
En aquellos tiempos, Alcalá era un auténtico parque de aves canoras. Bandadas de jilgueros, verdones, pinzones, verderones, pardillos, lúganos, ruiseñores, currucas, cucujás, petirrojos y un largo etcétera cruzaban los cielos de Alcalá desde el “Prao” hasta el Lario y los Alcornocales. Era rara la casa donde no había jaulas con pajarillos canoros. Para los chavales constituía una afición innata, ya que el entorno contagiaba de aves de un ecosistema abierto a la naturaleza. En los patios de las casas, cada mañana organizaban una auténtica algarabía.
Pero, en su caso, cree que fue “Camachito” el que lo inició en el cultivo de las avecillas canoras. Cuando venía a traer el periódico y el correo, le enseñaban el jilguero que les regaló. Él se reía de felicidad, porque lo suyo era hacer feliz a todo el que se rozaba con él. En la década de los 60 volvió por Alcalá y lo vio. Era la misma imagen que él llevaba colgada en su mente de forma perenne desde los diez años.
Iba tocado con su inseparable gorra de plato identificada con el escudo del Ayuntamiento de Alcalá. Sus ojos sonrientes no habían desechado cierta melancolía que siempre tuvo. Yo creo que era un hálito de fidelidad que nunca le abandonó, fuera del color que fuera el gobernante de turno. Su camisa de blanco impecable y su corbata negra de cortesía funcionarial, con su traje gris oscuro de conserje discreto y formal. Le pareció que no habían pasado los años por él. Apenas hablamos, pero no dejó de sonreír durante todo el encuentro, como lo había hecho toda la vida. Un alcalaíno cabal.
Tiene que ir un día al cementerio de Alcalá, buscar el nicho 162, situado en el bloque nº 8, del primer patio, y dar con la lápida cuya inscripción dice: “Antonio Camacho Mejías. Falleció el día 31 de agosto de 1971. Tu familia no te olvida.” Pero los que tuvieron la suerte de cruzarse en tu camino, tampoco.
JUAN LEIVA
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