41.- El verano y los fuegos en Alcalá
Para los chavales de Alcalá, la estación del año más deseada era el verano. Y la causa no era porque se cerraban los colegios, ni porque se dormía más, ni porque se jugaba sin límite; todo lo contrario. Era porque nos podíamos levantar más temprano, porque nos sentíamos más libres y porque recorríamos todos los recovecos del barrio Alto y de los campos del entorno de Alcalá. No se nos escapaba nada, nos enterábamos de todas las noticias buenas y malas. Las tareas de la cosecha ocupaban a toda la población y nos movíamos a nuestro antojo. Duraba desde el 21 de junio hasta el otoño, con el “Veranillo de los membrillos” o “de San Miguel”; cuando comenzaban de nuevo los colegios.
El 24 de junio, con la fiesta de San Juan, se hacia en aquellos tiempos una gran hoguera en la Plaza Alta y acudía mucha gente a contemplar los saltos que hacían los jóvenes para burlar las llamas. Los chavales íbamos también y ocupábamos las primeras filas, pero no nos dejaban tomar parte en los peligrosos saltos. Algunos jóvenes utilizaban una pértiga para conseguir airosos saltos, pero otros lo hacían sin ayuda alguna y caían en el entorno del fuego. Nunca pude saber el origen y el significado de esta tradición, pero recuerdo con viveza la asombrosa destreza que desplegaban los jóvenes sobre la hoguera.
Aún conservo los recuerdos de aquellos veranos inundados de sol, de libertad y de agua en los charcos del río Barbate. Y de aquellos fuegos nocturnos en los campos de Alcalá reptando como culebras sobre los rastrojos. La mayoría se producían en los meses de junio, julio y agosto. Era natural porque, en aquel tiempo, existía la mala costumbre de quemar los rastrojos para preparar los campos antes de las primeras lluvias. Los escenarios principales del fuego eran los rastrojos, las dehesas y los bosques.
Desde la Alameda, los rastrojos en llamas ofrecían un espectáculo dantesco, como hogueras formidables que competían para quemar la paja que habían dejado los segadores. Lo malo era cuando hacía su aparición el levante. Entonces se propagaba sin límite y no había quien los pudiera controlar. El Ayuntamiento ponía bandos en los bares para que se pusiera el máximo cuidado, pero era raro el año que no había que lamentar la propagación de algunos de ellos.
También había fuego en las dehesas. Sus orígenes eran más difíciles de detectar, porque sus causas eran muy variadas. Podía ser la chispa eléctrica de una tormenta de verano; o unas botellas abandonadas a pleno sol; o el recelo de algún pirómano porque no le dejaban coger espárragos y caracoles, terminando por organizar un formidable incendio. Y se complicaba cuando la resina de las ramas de los árboles de la dehesa prendían como combustible vibrante.
El desastre mayor llegaba cuando el fuego se producía en los bosques de los Alcornocales. Era un auténtico infierno contra el cual era muy difícil luchar. Por aquel entonces, no se disponía de los elementos necesarios para dominar un incendio. Las consecuencias eran nefastas para una arboleda que había costado muchos años mantenerla y convertirla en espléndidas alamedas. Y, sobre todo, lo que más sufría era el ecosistema, donde una riquísima fauna vivía al amparo de una privilegiada flora. El incendio lo calcinaba todo, arruinando las dos vidas, la vegetal y la animal.
Nuestro paisano, José Luis Blanco Romero, ha aportado una serie de causas que originaban con frecuencia aquellos incendios. En primer lugar, estaban los que pensaban que, a más incendios, más retenes y, consecuentemente, más empleo; los descuidos inocentes de los domingueros, dejando fogatas sin apagar o vidrios sin recoger; las disputas sobre los derechos de la propiedad popular; el escape de las viejas maquinarias que vomitan fuego; las deficiencias de las conducciones eléctricas, las mafias de caza que provocaban incendios para desviar la atención de las fuerzas de seguridad del Estado e introducir contrabando y narcotráfico; los especuladores e inmobiliarias, para vencer las calificaciones urbanísticas...
Afortunadamente, hoy las administraciones públicas han reaccionado creando los “bomberos forestales”, organizados en retenes y pertrechados de los elementos más avanzados para dominar los incendios. En la entrada de Alcalá, en el lugar llamado “Conservación del Parque de los Alcornocales”, están apostados los retenes para salir inmediatamente cuando se produce algún fuego: helicóptero, maquinaria pesada y coches de bomberos están siempre dispuestos para salir y controlarlos en un tiempo record. Más de 2.400 kilómetros de cañadas y otras vías, facilitan llegar a cualquier punto de los diecisiete municipios del Parque Natural.
JUAN LEIVA
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