El martes me fui con Andrés Moreno Camacho a evocar los molinos en la ruta de Patrite. El cielo estaba azul y el valle del Montero era una acuarela rodeado de colinas verdes y de vacas pastando por los prados. Los becerrillos nos miraban curiosos, como intrigados de que rompiéramos su sosiego. En la Venta de Patrite, Catalina Herrera ripiaba las tagarninas más hermosas del mundo. Y el horno estaba ya cargado de leña para recibir las teleras de pan del fin de semana. Su hijo, su nuera y su nieta son tres estampas imbuidas de naturaleza. Frente, siguiendo el curso de la carretera hacia Jimena, el Tajo Amarillo espera ya la acampada de montañeros jóvenes. Una inglesa en chándal se pierde camino de los bosques de los Alcornocales. Y los viejos molinos descansan para siempre de las formidables moliendas con una paz infinita.
Muy cerca está el Camping “Los Gazules”. Es un espacio privilegiado para los amigos de la naturaleza. Los bungalows de casitas prefabricadas de madera y las caravanas lo ocupan con avaricia. Contrasta su cuidado y urbanismo con la carretera y las casas de campo que se extienden por todo el valle. Los ingleses y los gibraltareños lo ocupan durante todo el año y tienen servicios de todo tipo: bar, tienda, lavandería, aseos, piscina, jardines y personal para mantener la limpieza y el confort. Y, sobre todo, tienen a su alcance rutas y senderismo a mansalva.
Alguien ha denominado a nuestra ciudad “Alcalá de los Molinos”. Y no ha sido por capricho, ni por acumular apelativos, ni por ingeniosidad. En mi niñez -década de los 40- los molinos eran una de las industrias más populares de Alcalá. Una buena parte de la población activa trabajaba para ellos. Y las recuas de mulos transportando trigo a los molinos eran una estampa integrada en el paisaje. Sánchez del Arco enumera nada menos que 19 molinos harineros extendidos a través del municipio. La mayoría de ellos se encontraban en fincas privadas. Como complemento del molino, estaba el horno. El horno era un espacio dedicado a cocer la masa. El de las panaderías solía ser amplio para grandes cantidades de pan. En Alcalá había varios y algunos aún perduran. El de las viviendas era pequeño, suficiente para varias familias o para una de aquellas familias numerosa como la mía. El pan de horno de leña duraba toda la semana sin que perdiera su blandura para ser comido.
En aquella posguerra, la población subsistía gracias a las plantas silvestres comestibles de los montes, a la carne que propiciaban los furtivos de los Alcornocales y, sobre todo, a la harina y aceite que producían los molinos. Había molinos por todo el término de Alcalá, pero los más famosos eran los que se encontraban en la ruta de Patrite, -Patriste o Pan Triste-, en el camino de Jimena. En estos molinos, se obtenía la harina que usaban los carboneros de la sierra del Aljibe y la población alcalaína, para hacer el insuperable pan de Alcalá. Actualmente, sólo quedan sus ruinas invadidas por la maleza y las alimañas y algún molino romántico. Aquella abundancia de molinos garantizaba la excelente calidad del pan de Alcalá. Pero los hornos eléctricos han acabado con la calidad en aras de la rapidez.
A mi hermano Pepe y a mí, cada sábado nos mandaba mi padre al molino del Prado para recoger una saca de harina. Estaba frente a la Tenería y era de los hermanos Romero. Los molineros y las molineras aparecían purificados por el blanco polvo del molino. Julio Romero era compadre de mi padre, porque había bautizado a mi hermano Salvador. Hacía este favor a mi padre como un auténtico privilegio, ya que la “maquila”, impuesta por el régimen de Franco, controlaba la producción de los trigales y la harina de los molinos. La harina era el alimento fundamental para todos y no podía faltar. Mi madre la utilizaba no sólo para hacer roscos de anís para el desayuno, sino para cocinar las “gachas” o “poleás” con aceite y azúcar que comíamos con apetito.
Los molinos solían tener dos edificios: uno, para vivienda; el otro, para almacén protector del grano y de la máquina de la molienda. Según el tipo de molino que fuera, los había para moler el trigo o para triturar la aceituna. Los de Alcalá casi todos eran harineros, para moler. El origen fue una muela móvil llamada volandera, una solera fija y un mecanismo para producir y regularizar el movimiento producido por la fuerza motriz. Según esa fuerza, recibía el nombre de molino de agua, de viento, de vapor, de electricidad y de sangre o de tracción animal. Y, según el producto que fabricaba, se llamaba molino de aceite, de harina, de papel, de café, arrocero, salinero...
Los más antiguos se movían con unas aspas en cuyos brazos se extendía un lienzo, a modo de vela, que impulsaba el viento. Entrando por San Antonio, a la izquierda, apartado de la población, se levanta una formidable torre de piedra, antiguo molino de viento que ha quedado inserto en la panorámica de la ciudad. Pero la mayoría de los molinos seguían el curso del río Montero, que se une después al del Rocinejo y acoge a los molinos de Castro Arriba, Castro Abajo y los Espartiores (Repartidores).
En la Cañada Real del Puerto se encuentran los molinos Perdido, Nuevo, Halcón y Cárdenas. Y a la derecha del camping “Los Gazules”, el Acebuchal, el Nogal y el Olivar. Río arriba de Patrite, se encuentran los de la Pasada del Canto, la Chiva, la Menacha, la Llave, San Jorge, San Francisco, El Prado y la Molineta. Otros tantos molinos han desaparecido o están sin identificar: El Arenal, a 1.300 metros de Alcalá; Arrebatacapas, a 2 kilómetros; Aurora, a 3.200 metros; la Dehesilla, a un kilómetro de la ciudad, con dos edificios y dos albergues; Los Hoyos de Gregorio, a 8.300 metros de la ciudad; las Majadas de Hijuelo, con dos edificios a seis kilómetros; La Pasada de las Huertas a 5.500 metros con dos edificios, y San Jorge a 9 kilómetros de la población con un edificio de dos pisos. La mayoría eran molinos de agua y algunos de viento. Había tres clases de molinos de agua: los de torrenteras de mucha agua, los instalados en el cauce normal de un río y los hidráulicos movidos por el aire.
En los pueblos marítimos, como San Fernando y El Puerto de Santa María, había molinos, llamados de marea, cuyas muelas se movían con la fuerza motriz del flujo y reflujo de las mareas. Cuando el mar subía (marea ascendente), llenaba una cuenca de reserva para el molino, quedando el agua retenida hasta bajar (marea descendente). Todavía se conserva el molino de marea de El Puerto, frente a la estación de ferrocarriles. Es un noble edificio de piedras ostionadas, que conserva su estructura externa perfectamente.
JUAN LEIVA
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