Tuve la suerte de nacer en Alcalá de
los Gazules el año 1945. Un catorce de
febrero, que es invierno todavía, pero
ya con poco frío por estas tierras del centro de la provincia gaditana, en las
que el clima no suele ser muy riguroso
en todo el año. Fui recibido con alegría por mi familia y fui creciendo como todos los niños, rodeado del cariño de mi gente y de
mis vecinos; empecé a caminar y a pronunciar las primeras palabras,
que servirían de regocijo y de diversión
de los míos. En aquel tiempo vivíamos en la calle de Los Pozos, que de manera
oficial para la correspondencia, se
rotulaba entonces como: “Calle del General Mola”.
En
los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo XX, era la
calle de Los Pozos una vía siempre llena
de gentes, que subían y bajaban sin parar, desde el Parque a la Alameda y al
contrario. Las puertas de las casas
estaban abiertas de par en par, mientras los vecinos entraban y salían de ellas con toda naturalidad continuamente. Era
una calle de una gran vitalidad y una enorme
alegría, que se percibía en su ambiente. Patios y patios repletos de personas de todas las edades, se encadenaban puerta con puerta, formando una gran familia unida
por la amistad, el respeto y el cariño.
Era extraño ver circular coches; solo transitaban
algunas caballerías que marchaban o
venían del campo a sus cuadras, o a
la cercana Posada de la Cruz, que estaba en la Alameda, junto al café de Dominguito (Domingo Mateo León), persona muy querida por mi familia, al igual
que su hijo Manolo y sus nietos.
Es
esta calle tan
viva, el recuerdo
mas antiguo que
conservo de mi
infancia. Calculo que
tendría tres años. Era muy
pequeño, y digo esto, porque
subido en un
triciclo de los
de entonces (una tabla
lisa de
madera y tres
ruedecitas) pasaba una
y mil veces
por debajo de
la mesa del
comedor de mi
casa. Hoy miro esa
mesa y no
me explico como
podía pasar con
tanta facilidad por
un espacio tan
reducido .
Y
por esta calle
me veo una
mañana, recorriendo los
escasos sesenta metros que
separaban mi casa
de la Academia
de Doña María
García. Había llegado
la hora de aprender a
leer y escribir. Con
una pequeña silla bajo el
brazo y una
pizarra con el
marco de madera;
con la
cara recién lavada
y bien repeinado, llegué
hasta el callejón
de la Angostura, que separaba
las casas de
Manuel de la
Jara y la
de Catalina Moro, donde
estaba la Academia, a
la que se
entraba por la
primera puerta a
la izquierda del
callejón.
Había
que subir una
corta escalera y
llegabas a la clase.
A la
derecha se abría
un corredor, alegre
y soleado, lleno
de macetas de
flores y al
que daban las
puertas de las
habitaciones privadas de la familia
García.
Recuerdo
que la clase era amplia, pero
algo oscura, aunque le entraba la
luz desde la
calle de Los
Pozos y desde
el corredor.
En
aquellos años, en los
estudios había separación
de sexos, pues había
colegios solo para
niñas y colegios
solo para los
niños; era el
de Doña María
uno de los
colegios de aquel
Alcalá con mas
predicamento para la
formación de las
niñas. Allí
estudiaban, y aprendían a
coser y a
bordar, conocimientos
imprescindibles para las
futuras esposas y jóvenes madres
de aquella época,
de costumbres ancestrales
heredadas de nuestros
mayores. Al mismo
tiempo que centro
formativo para las
señoritas, hacía la
función de guardería
para los niños
pequeños. Y allí
llegué yo con
mi pizarra, para
empezar a garabatear
las primeras letras
y pintar los
primeros dibujos de una casita, árboles y del sol con
sus rayos.
La
maestra, Doña María
era una señora
de regular estatura
y mediana edad, que
peinaba su pelo,
aún oscuro, recogido en un moño
redondo; tenía una
cara dulce y unos
labios gruesos que
derrochaban bondad. Vivía
allí con su hermano Pepe, funcionario
municipal; y su
hermana Doña Concepción. Era esta algo
mayor que la maestra y
resultaba una señora
encantadora, bajita, gordita
y cariñosa; tenía
ya el pelo
totalmente blanco, y empleaba su
tiempo en las
labores domésticas; aunque
si era
necesario ayudaba en
la tarea docente;
sobre todo en lo concerniente
a oraciones y
plegarias en las
que se repasaba
todo el glosario
mariano al completo , con todos
sus piropos interminables
a la Virgen María.
En
la parte delantera
de la clase se
situaban las niñas mayores, con
sus cuadernos y sus bordadores
de madera, cerquita
de la mesa
de Doña María. Después
las demás estudiantes, y
al final estábamos
los pequeños sentados en
nuestras sillitas, cada
uno donde le
apetecía.
Los
más pequeños éramos
unos mimados. Yo me
sentía en la
gloria en los brazos
de las niñas
mayores, a las que
servíamos de juguete y
distracción, éramos sus muñecos. Me
acuerdo muy bien
de ellas; de
sus caras tan
bonitas, de su juventud
esplendorosa y alegre, de
aquellas largas trenzas
de pelo negro
brillante y precioso
que les colgaban
por la espalda, sus
semblantes rientes . . . y sin
embargo no recuerdo
sus nombres, hago
esfuerzos mentales, pero
no consigo recordarlos. . . el ambiente
era muy relajado, no
pasaba nunca nada, no
había problemas de orden y
ninguna violencia, salvo algún
coscorroncillo que soltaba
alguna chavala, menos
simpática que el resto. Los
días y los
meses pasaban tranquilos.
Las
niñas mayores nos
enseñaban las primeras
letras y números, nuevos rezos y con
el paso del
tiempo a sumar
y restar, que
era a lo
máximo que llegábamos
por la edad. Doña María
supervisaba la tarea y tenía
con nosotros un
trato maternal.
Recuerdo
aquellos dos o tres años
con mucho cariño.
Allí se creó
nuestra pandilla: Antonio Lozano
Coca y su
primo Francisco Lozano,
Jacinto Pérez García
y su hermano
Francisco, los dos José María
Jara, mis primos
Manolo, Eugenio y
Santiago Romero Vera, Isidro
Mateo, Paco Morilla, Juan
Antonio García, Paco Álvarez,
Vega, los Gilitos y algunos
mas cuyos nombres
el tiempo se
llevó.
Ese
tiempo que pasó tan rápido, mientras
seguíamos jugando desde Los Pozos
al Parque, de
los Altillos a
la Alameda o
hasta el Larios, donde
guardábamos pasto seco
para la hoguera
de San Juan; pasto
que había que
esconder y vigilar, para
evitar que nos
lo arrebataran nuestros
“enemigos” del barrio
Sánchez Flores, que con su
abanderado
Manolito Pizarro a la cabeza y su hermano Ángel, Luis Romero, Sebastián, los Valdívias y otros llegaban hasta
el huerto del Tío Curro
con ánimo de ganarnos la
partida.
Tiempos
de murtas y
chochitos, de pipas
y algarrobas; de
trompos y de bolas, de
aros, de espadas
y escudos de
madera; de procesiones
adornando una caja
de cartón con
un crucifijo y
una sábana blanca;
y de cruces
de mayo cuajadas
de florecillas del
campo. De domingos
en el Gazul
Cinema viendo películas
de Fumanchú y
del Llanero Solitario, de
Tarzán o de Charlot.
Tiempos
entrañables, difíciles y duros (a
nadie le sobraba
nada) que pasaron demasiado
deprisa; que modelaron
nuestra personalidad y nos hicieron
ser como somos
actualmente. Amantes de nuestro
pueblo y de sus
costumbres, amigos eternos y
devotos de nuestra
Virgen de los
Santos.
Alegre
algarabía a la
salida de la
“Miga”. Sillas bajo el
brazo y carreras
para arriba y
para abajo, gritos
y risas que resonaban por
toda la calle
y duraban hasta
el anochecer.
Llegó
el día que
se acabó la Academia.
Había que seguir
estudian-
do;
mi
familia me apuntó
a la escuela
de Don Manuel
Marchante, pero esa es otra
historia que contaré
en otro momento.
Muchos años después, en
uno de mis
viajes a Alcalá, fui al Beaterio
para visitar a
mi querida prima
Julia Romero (q.e.p.d.), que al
tomar los hábitos
monacales eligió el
precioso nombre de
sor María del
Amor. Mientras paseábamos por ese
lugar tan nuestro, tan
alcalaíno con sus
preciosas vistas, que es
la cerca del
Beaterio, nos encontramos
de pronto con
Doña María. Era
ya muy viejecita, había menguado
su estatura y vivía
en el Asilo
de Ancianos que
gobiernan desde siempre
las monjitas de
nuestro pueblo. A
pesar de los
años transcurridos me
reconoció y sabía
cosas de mi
vida en otras
tierras. ¡Qué alegría me dio!
Seguía teniendo la
cara bondadosa, y entre
sus gruesos labios
se adivinaba una
sonrisa cariñosa.
No
la volví a ver mas, pero
cuando voy a
Alcalá y paseo
por mi inolvidable
calle de Los
Pozos, me acuerdo
de Doña María
y de aquellos
años de mi infancia
en su Academia; como
recuerdo a mi
pandilla a la
que la vida
dispersó por esos
mundos; y rememoro
nuestros juegos en aquella calle
tan bulliciosa y
alegre, que sacaba
las sillas a
las aceras las
noches de verano;
mientras charlaban y
vivían, los chiquillos
jugaban sin descanso
y por el
aire volaba un
penetrante olor a jazmines y
damas de noche.
Calle que -dormida
y muda- ya en
la madrugada, era
despertada por un
sereno que con
voz rotunda y
clara informaba a
los vecinos: “¡Las
tres y media
y lloviendo!“.
Francisco Teodoro Sánchez
Vera
Cuaderno Añoranzas
1 comentarios:
El niño que aparece en esta fotografía escolar no es Paco Teodoro Sánchez Vera, sino Antonio Lozano Coca. Así lo hago saber por encargo del autor de este artículo.
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