sábado, 4 de mayo de 2013

EL POZO Y LA SAMARITANA



Aquella mujer, debía haber sido una gran mujer pues había tenido seis maridos y el que ahora tenía tampoco era suyo, San Juan 4, 7-42. Estando Jesús sentado junto a la fuente cuando llegó una mujer a sacar agua del pozo que había hecho Jacob construir muchos años antes. Los dos solos frente a frente, en lo que debiera ser un campo o desierto, el Señor le dice a la samaritana: “Dame de beber”. Ella se extraña al ver que un judío le habla a una mujer que es de Samaria. Es entonces cuando se entabla entre los dos un diálogo teniendo solo por testigo al sol que luce en todo lo alto. Era la hora del mediodía. Es para mí, de los tres años de la vida pública de Cristo, uno de los momentos más lúcidos, extravagantes, entrañables y sensibles de la vida del Señor.
En esto llegan los discípulos que habían ido a la ciudad de Sicar a comprar provisiones y se extrañan que su jefe hablase con una extranjera, aún más, siendo samaritano; con los que no se hablaban. El diálogo no tiene desperdicio aunque sí equívocos. ¿Cómo me pides agua tú a mí que soy samaritana? ¿Cómo vas a poder sacar agua del pozo que es profundo y no tienes con qué sacarla? ¿Cómo me hablas tú a mí, judío, si no os tratáis con los samaritanos? ¿Vas tú a ser, por ventura, mayor que nuestro padre Jacob que hizo este pozo y del que bebieron él, sus hijos y sus ganados? Un diálogo, un hombre (Dios) y una mujer; una soledad, un espacio vacío y un tema de espiritualidad; una incompatibilidad entre dos, porque son de distintos orígenes, una cierta intimidad en el trato,…etc. Un diálogo de inquietante trascendencia por ser nada menos que la eternidad, la felicidad y la gloria.
Esto que acabas de leer puede parecer que no tenga mayor importancia para algunos; ojalá no, pero solamente es a modo de prólogo o presentación de lo que sigue a continuación. Tu paciencia que hasta aquí me ha seguido, puedes continuar con ella acompañándome en lo que sigue.
Hace unos años, en la Octava del Santuario, viví y presencié a las doce del mediodía una escena que bien pudiera tener parangón con la descrita del Evangelio. Escena insólita, exquisita, delicada. Me impactó la escena, me agradó, me cautivó. El lugar, el patio central del Santuario, junto al pozo y apoyada en el, su brocal. El momento era único por su desenvoltura, libertad y cercanía con la que se desenvolvía el episodio. Una monjita joven, muy joven, del Beaterio, era como nuestra samaritana alcalaína; el pozo el del patio central del Santuario; el Señor, un apuesto joven; el momento un día de la Octava a la hora del mediodía. Para mí, los dos, uno desconocido, se me representaban con bastante exactitud. La llanura esteparia de Samaria. Solos,  frente a frente, mirándose a los ojos, en amena e idílica conversación, apoyados en el brocal del pozo. Todos respetaban el acto al pasar, alejándose un tanto, en semicircunferencia. Era lo que vi desde la balaustrada de los pasillos de la planta superior.
Cierto que era de admirar, si no de envidiar. ¿Una escena del Don Juan Tenorio? No lo se. En todo caso extraña, única, admirable. También se me venía a la mente, respetando las distancias, la representación excelsa de la realizada dos mil años atrás. En todo caso una monja, aunque joven. Por lo tanto respetable, digna, con el aura y carácter de todo lo religioso. ¿Para una rareza? ¿Para otros admiración? ¿Escándalo para algunos? No lo creo. No se hace nada a gusto de todos. Todos tenemos admiradores y detractores; para mí fue edificante, allá otros con sus escándalos y mezquindades. Ni conciencia ancha ni estrecha; antes está la vida, tu razón interior que nadie sabe, tu sentimiento profundo, tu corazón. Al fin y al cabo hubo un triunfante: el amor. Ese amor que el mismísimo San Pablo pregona y predica en la primera carta a los Corintios. Podrás predicar como en el sublime pasaje del referido Apóstol, hablar todas las lenguas, repartir en limosnas todo lo tuyo y hasta dejarte quemar vivo, que si no lo haces por amor, de nada te sirve.
La chica, nuestra “samaritana” del pozo del Santuario, monjita, conocida, querida. El joven, un chico honrado, honesto, leal. El pozo, para los agricultores y ganaderos de todos los tiempos, es algo esencial, indispensable y necesario porque el agua es vida. Pero además, en el aspecto bíblico es algo más. Es manantial de vida eterna. No olvidemos que por medio del agua del Bautismo, entramos en el mundo cristiano. El pozo, por lo profundo, es desconocimiento, oscuridad, misterio. Igualmente el espacio superior infinito, el cielo, es también misterio en una noche y estrellada, es noche oscura del alma, como decía San Juan de la Cruz. es “el más allá”, del cual nadie sabe nada. El pozo es el espejo donde nos vemos al revés, y nos divierte. El pozo es lo insondable, casi lo infinito. Si pudiéramos horadar indefiniblemente un pozo llegaríamos a la otra parte del mundo, a nuestras antípodas, algo así como en el libro de Julio Verne “Viaje al centro de la Tierra”.
Pero creo que me he desviado algo de la escena del patio de los Santos y no me apetece. Hoy, aquella “Samaritana” nuestra será una señora casada, dichosa, feliz y contenta, al menos así se lo deseo. Supongo que también será madre. Cumple su destino en la vida. Ese destino que, se dice, está escrito en la mano derecha de Dios, desde toda la eternidad. Si “el hábito no hace al monje”, dice el refrán, tampoco el suyo era para hacer de ella una monja, como algunas otras. No sería pues, ella, la única “Samaritana” alcalaína que recuerdo con cariño. Donde quiera que estés te deseo lo mejor, y te guardo agradable recuerdo.
Ahora solamente falta que pudieras escuchar esa canción de José Luís Perales titulada “Samaritana del amor”, aunque él, dentro de su música y poesía fina, exquisita y deliciosa, le diera otro sentido y significado muy distinto y diferente.
Cuando el sol más calienta al mediodía
en la seca llanura cananea
un viajero de tierras de Judea
se detiene tras larga correría.

Y en un pozo de allá de, Samaría,
la que ahora bajaba de una aldea
y el que ya se marchaba a Galilea
dialogan de sed y de sequía.

La mujer poco entiende o casi nada
más, al fin, lo descubre cual profeta
y le pide esa agua tan deseada.

El Señor ante aquella hebrea inquieta
le promete un agua que, además
si la bebe no tendrá ya sed jamás.




José Arjona Atienza
Alcalá, 1 de mayo de 2013

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