Una de estas noches pasadas del caluroso verano
padecido, vi en el Canal-1 de TVE una excelente y maravillosa película, una
aleccionadora y profunda película. Ya tiene unos años pero nunca la había visto
entera. Esa noche de este verano, sí. De principio a fin. Terminada, me quedé
anonadado, desconcertado, hundido. en la soledad obscura, inmóvil, sereno, con
la mente y el espíritu en blanco, no sabía cómo reaccionar. Pero era la hora
avanzada de dormir y me marché a la cama, con el alma y el corazón heridos. No
tenía otra cosa que hacer ni que pensar. Solo sentir. Tal vez así sería el
impacto que recibió San Pablo cuando, persiguiendo a los cristianos camino de
Damasco, el Señor lo derribó del caballo con estas palabras: “Saulo, Saulo,
¿por qué me persigues?
La película “Historia de una monja” está
protagonizada por Katharine Hepburn. Pasan por tus ojos su entrada en un
convento, el estudio y práctica de la Regla monacal, sus dificultades en
“pobreza, castidad y obediencia”; sobre todo esta última, su acertada
caracterización, su oportuna gesticulación en los diferentes momentos de más variado contraste, sus
difíciles estados de ánimo a lo largo de toda la proyección, su exquisita, fina
y delicada belleza, que más que de ayuda le sirvieron, a veces, de duros
encuentros y tropiezos con alguien con el que compartía su labor en la
incierta y peligrosa selva africana; un
médico protagonista, joven, apuesto, soltero e incrédulo con frecuentes roces y
diatribas, hacen del papel que ella desempeña en el filme un algo distinto y
fuera de lo normal. Y lo dijo alguien: ¡Ay de la mujer que nace hermosa! Y ella
lo era, más por dentro que por fuera, como se suele escuchar ahora.
Habiendo profesado en su condición de monja para
una duración de tres años en Amberes, la envían desde su tierra en los Países Bajos al Congo belga,
en el centro de África. Bien podría haber titulado este escrito “viaje al centro de África” en
imitación a la obra del gran Julio Verne, científico, divulgador y precursor de
muchos grandes acontecimientos posteriores. Allí se encontró con un mundo muy
distinto al suyo, a pesar de ser considerada, casi mimada, diría yo, sobre todo
por los nativos, en cuantas ocasiones se le presentaron a lo largo de su
difícil, variada y arriesgada vida.
Hospitales pobres con multitud de enfermos, ayudante de cirugía – su padre
había sido médico -, tuberculosos, leprosos, dementes profundos, y ella sola y
bella, con su constante y benévola sonrisa hacía a todos todo lo que podía.
Esta era la mujer que perdió a su padre en la invasión y bombardeo, en 1945, de
Holanda por los alemanes.
No tengo más remedio que sustraerme aquí del
parecido con otra monja, Edith Stein, de trágico fin en Auschwit. Nacida judía atea, más tarde filósofa, teóloga, antropóloga, latinista, políglota,
monja, carmelita, mística, etc, etc, canonizada por Juan Pablo II en 1998. Por
encima de estas dos mujeres excelsas hay dos almas, dos espíritus, dos
corazones, dos vidas ejemplares a seguir, dos mundos. El que se ve desde fuera
y el interior, inalcanzable a nuestros sentido, ascético, místico, bordando los
hilos de oro de la santidad. El primero deja traslucir al segundo; bondad
natural y adquirida que deja reflejar la Bondad divina.
La protagonista Katharina Hepburn hizo grandes películas
acompañada de los mejores galanes de la época, dirigida por los grandes
directores de entonces George Kukor o Elia Kazan y requerida por las grandes
compañías cinematográficas. No era una gran belleza, ni conocida como tal como lo fueron Ava Gadner,
calificada como la mujer más guapa del mundo, ni la llamativa Esther Williams,
ni la clásica Liz Tailor, ni la insinuante Rita Hayworth, ni otras como Lana
Turner, ni la explosiva Marilyn Monroe, ni Vivian Leigh, de “Lo que el viento
se llevó”, etc. Los grandes galanes como Clark Gable, Humphrey Bogart, Spencer
Tracy, Robert Mitchum, Robert Taylor fueron sus acompañantes. Nos dejó grandes
películas como Lawrence de Arabia, 55 días en Pekín, La reina de África,
Ciudadano Kane, La costilla de Adán, La ley del silencio, El puente sobre el río Kwai, María
Estuardo, Un tranvía llamado deseo
y para que seguir.
Entonces ¿que tenía Katharine Hepburn que, sin ser
llamativa, ni explosiva, ni insinuante, ni de un gran tipo, llegó donde llegó,
marcó una línea en el séptimo arte y ha quedado en el recuerdo? Simplemente,
era una grandísima artista que sabía interpretar perfectamente, meterse en el
personaje al que representaba y adentrarse en nuestros corazones, a pesar del
tiempo y la distancia. Tal vez una santa monja o una monja santa no hubiese
sido capaz de llevar a cabo el papel que desempeñó en la película que
comentamos. Su biógrafa particular termina uno de sus libros hablando de ella
que “era una mujer verdaderamente extraordinaria”.
En el año 1984, en una encuesta nacional entre
cuatro mil quinientos adolescentes pedía que nombrasen a diez héroes
internacionales contemporáneos. Cual no fue la sorpresa y el asombro de todos
cuando el nombre y la figura de
Khatarina Hepburn apareció en el séptimo lugar, la única mujer, en una
lista que incluía personajes tales como Michael Jackson, Clint Eastwood y el
mismísimo Papa Juan Pablo II. De hecho, había quedado en un lugar por delante
del Papa. De alguna manera había roto la barrera de la edad, el sexo y la
ocupación. Cuando a sus 77 años su rostro apareció en portadas de grandes
revistas, éstas se vendían como si apareciera lady Di. Ella era así. ÚNICA.
José Arjona Atienza
Alcalá, 24 de Agosto de 2013
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